Martha Grimes
Las Posadas Malditas
Título originaclass="underline" The man with a Load of Mischief
Copyright © 1981 by Martha Grimes
Matthew Prior
1664-1721
CAPÍTULO 1
Sábado 19 de diciembre
Un perro aulló afuera de la posada Jack and Hammer.
Melrose Plant estaba sentado en el arco de la ventana semicircular, oculta su visión de la Calle Mayor, bebiendo Old Peculier y leyendo a Rimbaud.
El perro emitió un aullido profundo y comenzó a ladrar otra vez, algo que venía haciendo intermitentemente durante los últimos quince minutos.
El sol que atravesaba el cielo azul y el diseño coloreado del cristal de la ventana producía reflejos que parecían un arcoíris sobre la mesa. Melrose Plant se levantó y miró hacia afuera. El perro sentado en la nieve fuera de la posada era un animal zaparrastroso perteneciente a la señorita Crisp, que atendía el negocio de muebles usados de enfrente. Por lo general dejaba oír sus ladridos desde una silla que le ponían en la puerta. Pero ese día había cruzado la calle para adueñarse del frente del Jack and Hammer. Seguía ladrando.
– Quiero hacerte notar – dijo Melrose Plant -, el extraño incidente del perro…
Del otro lado de la habitación Dick Scroggs, el cantinero, dejó de lustrar el espejo biselado que había detrás del mostrador.
– ¿Cómo dijo, milord?
– Nada – respondió Melrose Plant -. Parafraseaba a Sir Arthur.
– ¿A quién, milord?
– A Conan Doyle. Sherlock Holmes. ¿Entiendes? – Melrose bebió un trago de su cerveza y volvió a Rimbaud. Pero no había avanzado mucho cuando ya el perro ladraba otra vez.
– Aunque en realidad – dijo Melrose, cerrando el libro -, creo que esto es peor que un perro.
Scroggs seguía limpiando el espejo.
– ¿Por qué no se deja de ladrar ese perro del demonio? Me está volviendo loco. ¿No basta con lo nervioso que está uno después del asesinato de Matchett? – Dick, a pesar de su altura y su tamaño, era una persona muy nerviosa. A raíz del asesinato en Long Piddleton pasaba todo el día mirando por encima del hombro y sospechando de cualquier forastero que entrara en el Jack and Hammer.
Melrose supuso que había sido el asesinato lo que lo había hecho pensar en Conan Doyle. Un asesinato real era mucho menos fascinante que un asesinato en la ficción. Aunque debía admitir que ese asesinato tenía su elegancia: le habían metido la cabeza a la víctima en un barril de cerveza.
El perro aún ladraba.
No era esa clase se ladridos que se oyen cuando los perros se saludan por encima de un cerco, ni era tampoco demasiado fuerte. Pero sí era enloquecedoramente persistente, como si el animal hubiera elegido ese lugar junto a la ventana del Jack and Hammer para montar guardia y hacerle llegar al mundo su mensaje canino.
Dick Scroggs arrojó la toalla y fue hacia las ventanas más allá de la mesa de Plant, que daban a la Calle Mayor. Scroggs abrió una y un poco de nieve se coló por la hendija. Le gritó al animaclass="underline"
– ¡Voy a romperte la cabeza de una patada, si sigues ladrando!
– ¡Qué poco británico de tu parte, Dick! – dijo Plant, acomodándose los anteojos de aro de oro sobre su delicada nariz y volviendo a Rimbaud. Era el regalo que se había hecho a sí mismo para su cumpleaños número cuarenta: una edición temprana en francés de Las Iluminaciones, por la cual había pagado un precio exorbitante, diciéndose que se lo merecía y preguntándose luego por qué.
Los gritos de Scroggs sólo sirvieron para exacerbar los ladridos, pues ahora el perro creía que había llamado la atención de alguien y no iba a desperdiciarla. Dick Scroggs abrió la puerta de un golpe y salió para mostrarle al perro que hablaba en serio.
Plant había logrado leer parte de “Infancia” cuando oyó farfullar a Scroggs:
– ¡Dios mío, milord, venga rápido!
Plant levantó los ojos y vio la cabeza del cantinero enmarcada por la ventana cubierta de nieve. La cara se veía gris y cadavérica, la versión viviente de los mascarones que adornaban la parte inferior de la viga del lado de afuera y le daban al antiguo edificio un aire pintoresco y eclesiástico.
Plant se dirigió a la calle. Avanzó trabajosamente por la nieve, en la que se hundía hasta los tobillos, hasta donde Dick Scroggs y el perro marrón estaban, el uno al lado del otro, mirando hacia arriba.
– Dios santo – murmuró Melrose Plant cuando el reloj dio las doce el mediodía y otro montoncito de nieve cayó de la figura que había arriba de la viga de madera que sobresalía del techo. La figura no era el herrero mecánico de siempre, cuyo martillo simulaba golpear una fragua.
– Es ese señor Ainsley que vino anoche, milord. Quería un cuarto. – La voz de Scroggs se quebró, ronca -. ¿Cuánto hará que está ahí arriba?
Melrose Plant, por lo común un hombre de sumo control, no supo muy bien cómo sonaría su propia voz. Carraspeó.
– Difícil decirlo. Pudo haber estado ahí horas, incluso toda la noche.
– ¿Y nadie lo vio?
– Está a seis metros de altura y cubierto de nieve, Dick. – Mientras hablaba, otro montoncito de nieve derretida por el sol cayó a sus pies -. Sugiero que uno de los dos vaya corriendo a la estación de policía y llame al agente Pluck.
Pero no era necesario. Los ladridos del perro y la atención dedicada por Plant y Scroggs a ese asunto macabro parecían haber despertado a la calle de su nevado sueño y la gente aparecía en las puertas de los negocios, en las ventanas y por la acera cubierta. Melrose vio que el agente Pluck estaba en la puerta de la comisaría con un sobretodo azul oscuro sobre los hombros.
– Pensar que mi mujer me acaba de preguntar si le prepararía el desayuno – dijo Dick con un susurro ronco.
– Yo diría que al señor Ainsley le da lo mismo – comentó Melrose Plant, limpiándose los anteojos.
La posada Jack and Hammer estaba ubicada entre el negocio de antigüedades de Trueblood y una mercería con el sensato nombre de El negocio, que sólo cambiaba los objetos de la vidriera (consistentes en hilos, cubreteteras, mitones y artículos varios de mercería) para Navidad y Pascuas. En la vereda de enfrente había un pequeño garaje con una ventana, la carnicería Jurvis, un oscuro negocio de bicicletas y lo de la señorita Crisp. Más lejos justo antes del puente que se tendía sobre el río Piddle, estaba la estación de policía de Long Piddleton.
La posada había estado pintada en otro tiempo de un vívido color azul marino. Pero su rasgo más inusitado era la estructura agregada a su frente: parado encima de una gruesa viga había un herrero tallado en madera, que sostenía una réplica de un martillo de herrero del siglo diecisiete. Cuando el gran reloj detrás de la viga daba la hora, el herrero levantaba el martillo y golpeaba la fragua invisible.
La viga estaba a seis metros del suelo, y era de unos dos metros de largo por medio metro de ancho. Sobresalía por encima de la vereda. La figura tallada (ausente ya de la viga) era casi de tamaño natural. Originalmente, le habían pintado un saco azul brillante y pantalones azul marino, pero la pintura se había descascarado y perdido color. El herrero era el blanco predilecto de bromas y payasadas, en especial entre los niños del pueblo, que a veces lo disfrazaban y a veces lo bajaban. Trataban a esta figura de madera como un trofeo de rugby, algo que bien podía ser secuestrado por elementos juveniles del cercano pueblo de Sidbury y rescatado más tarde por otros niños, de Long Piddleton. Era, en cierta manera, la mascota del pueblo.