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Oliver preguntó, con una risa desdeñosa:

– ¿Quién dijo “Si quiero leer un buen libro, lo escribo”?

Probablemente tú, pensó Melrose, volviendo a concentrarse en el alce.

Simon Matchett intentó representar el papel del perfecto anfitrión, aunque Melrose sabía que despreciaba a Darrington.

– Es una teoría interesante, Oliver. Alguien con rencor, pero tendría que ser un psicótico.

– Sí, claro, de todos modos tiene que serlo, para ahogar a uno en un barril de cerveza y poner a otro en una viga de madera. El punto es que estos dos hombres eran perfectos extraños, ¿qué motivo podría haber para…?

– Se ha dicho que son extraños – intervino Melrose, harto de las suposiciones que querían hacer pasar por hechos.

Todos lo miraron como si acabara de sacar una víbora de debajo de la mesa.

– ¿Qué quieres decir, Mel? – preguntó Sheila. Melrose la observó apoyar la mano sobre la de Matchett. Ni siquiera la fidelísima Sheila, capaz de matar alegremente a cualquiera por retener a Oliver, podía resistirse a ese gesto.

– Creo que quiere decir que alguien de aquí pudo haberlos conocido – dijo Simon, encendiendo un cigarro. Le dio una pitada y luego dijo, sonriendo: – ¿Quién piensas que lo hizo?

– ¿Qué cosa?

Simon rió.

– Quién cometió los asesinatos, viejo. Ya que pareces convencido de que fue alguien del pueblo.

¿Por qué no se había callado la boca? Ahora tendría que seguirles la corriente.

– Tú, probablemente.

Todo el grupo sentado a la mesa quedó congelado: las manos se detuvieron a medio camino, las bocas se abrieron como bisagras falseadas, las bebidas se detuvieron en los labios, los cigarrillos quedaron olvidados. En realidad, el único no atrapado por la inmovilidad fue el mismo Simon, que rió de muy buena gana.

– ¡Maravilloso! Podría haber sido en defensa del honor de mis huéspedes del sexo femenino. Para protegerlas de las viles insinuaciones de Small.

Melrose se maravilló de la habilidad de Matchett para manipular un insulto y convertirlo en cumplido.

– Tu sentido del humor me da asco, Melrose – dijo Agatha.

– Siempre cae peor con el estómago vacío, querida tía.

CAPÍTULO 6

Martes 22 de diciembre

El inspector en jefe Richard Jury y su compañero, el sargento Alfred Wiggins, descendieron del tren de Londres en una nube de vapor, dentro de la cual se toparon con una figura espectral. Cuando se desvaneció el vapor, la figura tomó la forma del agente Pluck, de la estación de policía de Northamptonshire.

Mientras cargaba la valija de Jury en el baúl del Morris azul brillante, Pluck dijo:

– El inspector Pratt lo espera en Long Piddleton. Me pidió que le presentara sus disculpas por no venir a recibirlo él en persona, señor.

– Está bien, agente. – Cuando hubieron salido de la estación, rumbo a Sidbury, Jury preguntó: – ¿Tienen alguna idea de por qué el cuerpo de Ainsley fue colocado arriba del reloj?

– Por cierto, señor. Estamos obviamente frente a un maniático.

– ¿Un maniático?

Wiggins estaba sentado como una roca en el asiento de atrás, y el ruido que hacía al sonarse la nariz testimoniaba que seguía estando en el mundo de los vivos.

Llegaron a una rotonda donde había un embotellamiento de tránsito, pero esto no amilanó a Pluck, que avanzó raudamente, aunque por poco envía a un Morris Mini a una muerte prematura contra un Ford Cortina. Al ver el cono azul sobre el auto policial, las bocinas reanudaron los bríos.

– Nos salvamos por poco – dijo Pluck, como si la culpa fuera de cualquiera menos de él. Luego tomó la ruta Sidbury-Dorking Dean. Una vez pasada la zona donde el límite de velocidad era de cuarenta kilómetros por hora, Pluck se afianzó en el volante, llevó el velocímetro a ochenta y pasó un camión en una curva. Apenas pudo esquivar a un Mercedes negro que venía en dirección contraria. Jury no se atrevía a soltar el tablero, al que estaba aferrado con los nudillos blancos. Pluck sonrió contentísimo y palmeó el panel de instrumentos. – Linda cosita, ¿no, señor? La tengo desde el mes pasado.

– Quizá ya no lo tenga el mes que viene, agente, a la velocidad que maneja. – Jury encendió un cigarrillo. – Supongo que los periodistas están de parabienes con este asunto.

– Oh, sí. Los han bautizado los “crímenes de las posadas”. La gente está muy asustada, tiene miedo de que la maten en la cama.

– Mientras no se acerquen a las camas de las posadas, quizá no corran peligro.

– Cierto, señor. ¿Por qué no sacarán de circulación a ese Vauxhall de porquería? – Se refería al viejo auto verde que iba delante de ellos, conducido por un anciano a treinta por hora, que le estaba haciendo la vida imposible a Pluck. Éste resoplaba y refunfuñaba, al parecer temeroso de lucirse con otra hazaña suicida en presencia de su superior.

Long Piddleton era un terraplén de casitas de piedra caliza a la izquierda de un campo lleno de vacas a la derecha. Más allí había otra hilera de casas con techos de paja y, del otro lado de la carretera, un charco de agua donde se paseaba un pato solitario. Jury vio a una mujer, cuando doblaron a la izquierda, que salía corriendo de detrás de un portón cubierto de enredaderas, con un impermeable Burberry puesto a medias. La dama miró el auto con tanta intensidad que él casi esperó que les hiciera dedo.

– En Londres habrán creído que estábamos borrachos cuando se enteraron de los detalles – dijo el inspector Pratt.

– Con toda honestidad, pensé que alguien nos estaba haciendo una broma. – Jury continuó leyendo la declaración del vicario, Denzil Smith. – ¿Qué es eso de la chica llamada Ruby Judd? – Según el vicario, su mucama no había regresado de una visita a Weatherington, donde vivían sus padres.

– Ruby Judd. Ah, sí. No creo que tenga nada que ver con estos crímenes. La señorita Judd suele tomarse estas… largas vacaciones. Hombres.

– Ajá. Pero aquí dicen que sus padres no lo han visto. ¿Todavía no ha vuelto?

– Bueno – musitó Pratt -, la chica tiene que justificarse frente al vicario mencionando algún lugar respetable. No la conozco personalmente, pero…

– ¡Yo sí! – dijo Pluck, con una sonrisa lasciva -. Creo que el inspector Pratt tiene razón, señor.

– Ya veo – dijo Jury; pero la chica faltaba desde hacía casi una semana -. ¿Qué se sabe de este hombre Small?

Pratt negó con la cabeza.

– Nada todavía. Small llegó en tren, se bajó en Sidbury, tomó el ómnibus Sidbury-Dorking. El jefe de estación lo recuerda, pero sólo pudo decirnos que llegó en el tren de las 11:00 desde Londres. Ese tren para en todas las estaciones, y no conseguimos ninguna pista que nos indique dónde subió. Pero si el hombre viene de Londres, inspector… – Pratt abrió los brazos en un gesto de impotencia.

– ¿Y el otro?, Ainsley…

– Vino en auto. Lo rastreamos hasta una agencia de autos en Birmingham. Ya sabe cómo son estas cosas. Compró el auto con las patentes incluidas. El vendedor se hizo el tonto. “Vamos, jefe, ¿qué quiere que haga? Yo tengo que trabajar. El tipo éste vino con doscientos en la mano y me quiso comprar la cafetera”. En resumidas cuentas, no legamos a nada con el auto y no llegamos a nada con el nombre. Deduzco que no dio su dirección verdadera. Al menos no había ningún Ainsley en la dirección que le dio al vendedor.

– ¿Así que no hay nada por ese lado tampoco?

Pratt se sonó la nariz.

– Nada. Creo que ya sabe que el Ministerio del Interior tiene uno de sus laboratorios en Weatherington. Hay de todo, por si llega a necesitarlos.