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– Comprendo. Que su sobrino podría querer decir cosas desagradables sobre usted.

– Precisamente. De modo que ahora usted sabe que no debe hacerle caso.

– Lo tendré presente.

Agatha le dio un golpecito con el bastón.

– Tiene la cabeza bien puesta, inspector. Me di cuenta apenas lo vi. – Y avanzó a través de la puerta que Jury le mantenía abierta.

Wiggins compartía el té con el agente Pluck; Jury salió por la puerta sobre la que se leía en letras azules POLICÍA. Miró hacia un lado y otro de la calle, fascinado por la colección de negocios pintados en brillantes colores, algo apagados por el crepúsculo invernal.

Como era día de semana, la posada Jack and Hammer estaba cerrada. Jury hizo pantalla con las manos y miró por las ventanas, pero no vio más que formas oscuras de mesas y sillas. Se apartó de la ventana y miró la viga de madera sobre su cabeza, en la cual se había hallado el cuerpo.

Mientras Jury miraba hacia arriba, un hombre joven salió a la puerta del negocio de antigüedades de al lado. Supuso que sería el dueño y se acercó a él.

El negocio era una construcción pequeña y bonita, con ventanas en arco. A diferencia de casi todos los negocios y casas, se había salvado del pincel del pintor.

Jury le mostró su credencial.

– Inspector Jury, Departamento de Investigación Criminal. ¿Usted es el señor Trueblood?

– Así es. Me pareció que usted era de Scotland Yard. ¿No cree que esto es espantoso?

– ¿Podría hacerle algunas preguntas, señor Trueblood?

– Adelante, adelante. Acabo de poner el agua para el té. Tome asiento, por favor – Trueblood le indicó un sofá que parecía demasiado delicado para tipos como Jury. Las patas eran curvadas con un delicadísimo tallado de varias hojas de acanto en los codos.

– Estilo georgiano – dijo Trueblood, como si Jury hubiera entrado a comprar -. Una pieza exquisita. No se preocupe, es más fuerte de lo que parece.

Trueblood se ubicó en un sillón, con las manos ligeramente entrelazadas sobre las rodillas. Tenía una camisa rosada y anteojos ahumados, como había dicho Lady Ardry. Jury echó una mirada a la habitación mientras sacaba el paquete de cigarrillos. Por discutible que fueran las costumbres de Trueblood en otros rubros, cuando se trataba de muebles su gusto era impecable. Tendría mercadería por valor de cien mil libras allí.

– Señor Trueblood, ¿estuvo en la posada del señor Matchett la noche en que se cometió el primero de estos asesinatos?

Trueblood tragó saliva.

– Sí, estuve, inspector. Es más; le pagué una copa a ese hombre. – Apoyó la frente en su mano manicurada, como si la copa en cuestión hubiera sido cicuta.

– Eso me habían dicho. ¿De qué hablaron?

Hubo una rápida inspiración: al parecer Trueblood acumulaba oxígeno antes de poner en funcionamiento su mente. Los grandes ojos recorrieron la habitación.

– Solo hablamos del tiempo. Hacía dos días que nevaba, y esa noche había empezado a llover. Pura cháchara.

– Ese hombre Small, ¿no le pareció nervioso, preocupado, o algo por el estilo?

– Por el contrario, parecía muy entusiasmado.

– ¿Entusiasmado?

– Sí. Como cuando uno acaba de recibir buenas noticias o gana al billar. “Escúcheme, compañero, estas rachas de suerte no se dan todos los días”, dijo. Estaba muy contento. Pero no quiso contarme en qué consistía su racha de suerte.

– La conversación fue antes de la cena, ¿no?

– Sí. Alrededor de las ocho, o las ocho y media. Él ya había cenado. Sí, recuerdo que Lorraine, Lorraine Bicester-Strachan, me arrastró casi a cenar.

– ¿Y no volvió a verlo después de eso? Al parecer nadie lo vio en las dos horas siguientes.

– Yo creo que el pobre desgraciado estaba bebido. Me dijo que subía a su cuarto. Hacía dos o tres horas que estaba bebiendo sin parar. – Desde la cocina se oyó el silbato de una pava. – Tiene que acompañarme. Tengo un té delicioso, Darjeeling, y unos petits fours riquísimos que me regaló un amigo para Navidad. – Sin esperar respuesta, se levantó y se dirigió con delicadeza hacia la cocina. – Un segundo – dijo, y desapareció.

Jury inspeccionó las existencias de Trueblood. Sillas Heppelwhite y Sheraton, secrétaires, cómodas, carritos de té de caoba, cristal Waterford en un bargueño. Un reloj de bronce dorado con paneles de porcelana dejaba oír su suave tictac junto a él. Probablemente costara seis sueldos de Jury.

Trueblood regresó con una bandeja de plata y delicada porcelana. Jury no estaba acostumbrado a tazas y platillos tan etéreos. Su taza tenía forma de concha, y el asa imitaba un remolino de espuma verde. Casi temió levantarla. Sobre un plato había diminutas tortitas, glaseadas.

– ¿Y estuvo usted en la posada Jack and Hammer el viernes por la noche?

– Pasé a eso de las seis a tomar un Campari con lima, sí.

– ¿No vio a este hombre Ainsley? Más tarde, quiero decir. Se supone que llegó a eso de las siete, quizás a las siete y media.

– No, no lo vi.

– Hay una entrada en la parte de atrás de la posada que por lo general queda abierta.

– Sí, yo a veces la uso. – Trueblood respiró hondo. – Ya veo a dónde quiere llegar. Como en el caso de Small, que entraron por atrás.

Eso no era lo que Jury pensaba: le adjudicaba un significado muy diferente a la puerta del sótano de la posada. Jury miró hacia arriba.

– ¿Usted vive en el piso de arriba?

– No, inspector. Antes sí, pero con el ruido de la posada…

– ¿Así que no vio ni oyó nada?

Trueblood negó con la cabeza, con la taza en los labios.

– ¿Dónde vive?

– Tengo una casa frente a la plaza, pasando el puente. No hay manera de confundirla.

– Usted vivía en Londres, en Chelsea, para ser exacto, ¿no? – Jury recorrió mentalmente el informe de Pratt. – ¿Y tenía un negocio en la calle Jermyn?

– ¡Dios santo! ¡Estos policías! – Trueblood se dio una palmada en la frente fingiendo asombro. – Es como si el pasado me viniera al encuentro.

– Northamptonshire parece un poco alejado de la civilización – dijo Jury.

Trueblood lo miró con astucia.

– ¿Para alguien como yo, quiere decir?

Jury reparó en que el tono de voz había bajado un poco con esta afirmación, y el hombre parecía ansioso, o irritado, o las dos cosas al mismo tiempo. Pero enseguida volvió a su tono habitual para decir:

– La ciudad me estaba hartando. Había oído decir que este lugar se estaba haciendo popular entre los adinerados, los artistas, los escritores y…

– Supongo que, por su negocio, conocerá bastante a la gente del lugar, ¿no? ¿Qué hay del caballero que dirige la posada donde se cometió el crimen?

– ¿Simon Matchett? Una persona encantadora, pero todo su enchapado de roble inglés se va a caer a pedazos un día de estos por las polillas. Está bien, las posadas tienen que parecer posadas. Isabel Rivington está fascinada por ese lugar. O con él. – Trueblood guiñó un ojo. – No se me ocurre nada menos rústico que Isabel. – Al levantarse para alcanzarle a Jury el plato, miró por la ventana en arco. – Caramba, mire usted quién va ahí, acicalada y elegante.

– ¿Quién es?

– Lorraine Bicester-Strachan. – Hizo una mueca. – Luis XV.

– ¿Se refiere a su compañero? ¿O al período? – preguntó Jury, con sequedad.

Trueblood rió.

– A su dinero, inspector. Esa mujer no sabría la diferencia entre un original y una copia si los tuviera enfrente. Es una infeliz. No aceptaría estar en los zapatos de Willie, el marido, ni que me regalaran un original de Oeben. Es otra que anda detrás de Matchett. Se pone verde cada vez que Simon mira a Viv Rivington. Lorraine se muere por cualquier cosa que tenga pantalones. Con excepción de su seguro servidor. – Se acomodó los anteojos. – Casi se muere la querida Lorraine, no me cabe duda, cuando Melrose Plant le dijo que desapareciera. Plant tiene buen gusto. Es uno de mis mejores clientes. Le gusta el estilo Reina Ana. Eso tiene al borde del suicidio a la loca de la tía, ya que a ella le gusta el estilo victoriano. ¿Estuvo en su casa? Esas espantosas jorobas y protuberancias. ¡Es espantosa!