– Tengo entendido que el sobrino es, mejor dicho, era, Lord Ardry.
– ¿Puede creer una cosa así, inspector? ¿Se imagina que alguien renuncie a su título nobiliario así como así? Nadie hace eso, ¿no? Pero claro, Melrose no es un hombre común.
– ¿Puede decirme algo más sobre Small?
– No, no. Le pregunté adónde iba, se rió y me dijo: “He llegado”. Me impresionó como el tipo de persona que uno ve saliendo de los hipódromos.
– Interesante. – Jury dejó su taza. – Gracias por permitirme robarle su tiempo de esta manera, señor Trueblood. – Jury se puso de pie. – A propósito, ¿no conoce a la mucama del vicario, Ruby Judd, no?
Trueblood se movió incómodo en la silla y luego él también se puso de pie.
– La conozco, sí. ¿No la conoce todo el mundo? Creo que es lo más cercano que tenemos a una Dama de la Noche. Sin contar a Sheila. Bueno, no tengo por qué ser chismoso, ¿no? – Trueblood sonrió. – ¿Qué pasa con Ruby?
– Hace una semana ya que se fue, según me han dicho.
– No me extraña. Se dice que Ruby tiene hombres en varios lugares.
– Sí, claro. Bueno, otra vez, gracias. – Jury volvió a mirar la habitación. – Tiene cosas preciosas. No sé muchos de antigüedades, pero…
– Oh, dudo que no sepa distinguir lo bello de los espantoso, inspector.
El cumplido pareció sincero, pero estudiado. Jury sintió una extraña sensación de simpatía por Trueblood. Había algo en Trueblood que podría atraer tanto a los hombres como a las mujeres. Sería homosexual, ¿pero eran auténticos sus adminículos tipo pañuelos de seda, anteojos ahumados y ademanes afeminados?
Jury se detuvo junto a la puerta y dijo:
– ¿Lo habrá dicho literalmente?
– ¿Quién? ¿Qué cosa? – preguntó Trueblood, intrigado.
– Small, cuando dijo “He llegado”. Habrá querido decir que había llegado a Long Piddleton.
Trueblood rió.
– ¿Quién puede querer llegar aquí en pleno invierno? Además, un perfecto extraño…
– Quizá no fuera un perfecto extraño. Adiós, señor Trueblood.
Cuando un camarero mayor hizo pasar a Jury y a Wiggins al bar de la posada The Man with a Load of Mischief, Simon Matchett estaba manteniendo un íntimo coloquio con una mujer de cabellos oscuros, muy bien vestida, una de esas mujeres cuya edad es siempre un misterio. Podría tener entre treinta y cinco y cincuenta y cinco.
En el simple proceso de presentarse el propietario, Jury comprendió con facilidad cuánto podría gustar a las mujeres Simon Matchett. De no haber sabido por el informe de Pratt que Matchett tenía cuarenta y tres años, Jury le habría dado diez años menos. Tenía cabello castaño claro, ondulado, rostro más bien cuadrado, boca fina, pero amable. En realidad, la expresión general era de amabilidad, pero estudiada. El rostro parecía una máscara cincelada aristocráticamente. Los ojos eran de un azul brillante, como pedazos de cielo helado, y su habilidad para concentrar su expresión sería lo que hacía que las mujeres se sintieran el único objeto de su interés y quizás el único depositario de su afecto. El color de los ojos de Matchett se veía resaltado por su camisa azul, abierta en el cuello, que usaba arremangada por encima del codo.
La señorita Rivington no era por cierto ni gris ni discreta; llevaba un elegante vestido de lana azul, que parecía elegido para poner de relieve los ojos de Matchett, quizá para subrayar lo bien que armonizaban entre sí. Una cascada de cuentas de ámbar le caía casi hasta la cintura. Sobre el taburete del bar había una estola de visón.
Matchett la presentó como Isabel Rivington y luego retiró dos taburetes de roble y dijo:
– Permítame invitarlos a usted y al sargento con una copa.
Wiggins, que había estado allí parado como un poste, preguntó si podía tomar algo caliente, quizás una taza de té. Sentía que se estaba por resfriar. Matchett pidió permiso y fue a buscarla.
– Me gustaría hacerle una visita, si me permite – dijo Jury a Isabel Rivington -. Tengo algunas preguntas que hacerle.
– No sé qué más podría decirle. Ya le dije todo al inspector Pratt.
– Entiendo. Pero podría haberse olvidado de algún detalle.
– ¿Por qué no me pregunta ahora? – Miró hacia la puerta por la que había salido Matchett, como si necesitara apoyo moral. Tenía ojos oscuros, muy maquillados con sombra color lavanda y demasiado rimmel en las puntas de las pestañas.
– Ahora tengo que hacerle algunas preguntas al señor Matchett – dijo Jury.
Ella dejó la copa y tomó el visón.
– Entiendo que eso es una invitación para que me vaya.
Matchett estaba de regreso. Le dijo a Wiggins que el cocinero había puesto a calentar el agua.
– Muy bien, me voy – dijo Isabel Rivington, deslizándose del taburete -. Te veré después, Simon. Aunque haya nuevos crímenes – agregó con dulzura helada.
Cuando ella se hubo ido, Jury le pidió a Matchett que le mostrara el registro de huéspedes. Buscó el día 17 de diciembre y halló el nombre de William T. Small escrito con letra tosca.
– Llegó esa misma tarde. Serían alrededor de las tres, creo. Yo justo salía rumbo a Sidbury buscar una horma de stilton, y como los jueves se cierra temprano, quera llegar con un buen margen de tiempo para encontrar los negocios abiertos.
– ¿No mencionó ninguna razón en particular para detenerse aquí?
– No.
Jury repitió los hombres de los que habían estado en la posada el 17.
– ¿Alguien más?
– Pues… ¡Sí! Estuvo Betty Ball también. Vino a traer el postre para la cena a eso de las seis o las siete. Trabaja en la panadería del pueblo. Lo menciono porque entró por la puerta de atrás, y pudo haber notado la puerta del sótano. Claro que era mucho más temprano.
– Sí. Hablaré con ella. ¡Wiggins! – llamó Jury. El sargento al parecer dormitaba, en compañía de un gran perro, también sentado junto al fuego. Wiggins levantó los ojos de inmediato, y los tres fueron hacia la parte de atrás de la posada y bajaron por un breve vestíbulo. A derecha e izquierda de la puerta que llevaba al sótano estaban los baños, con unas figuritas negras para diferenciar los sexos.
– ¿La puerta del sótano se mantiene siempre cerrada?
– No. Siempre estamos bajando. La mitad del sótano está ocupada por la bodega.
– ¿Entonces cualquier puede tener acceso al sótano por esta puerta?
– Sí, supongo que sí. – Matchett parecía intrigado. – Pero la puerta de atrás del sótano fue forzada, como le dije a la policía en su oportunidad.
Jury no hizo ningún comentario. El sótano era grande y la mitad estaba llena de cajones y trastos viejos. El resto estaba cubierto por estantes, divididos en sectores, sobre los cuales se apoyaban las botellas, apenas inclinadas y con los picos para abajo. La puerta exterior estaba en la pared que daba al pie de la escalera. Jury y Wiggins la revisaron. Era una puerta pequeña, muy vieja, con los goznes herrumbrados. La cerradura había sido clavada a la jamba, y colgaba todavía de uno de sus clavos de diez peniques. Jury abrió la puerta y él y Wiggins se encontraron con unos angostos escalones de cemento, cubiertos por las hojas putrefactas de noviembre. Jury miró desde la puerta hacia el piso de cemento de adentro. Habría sido fácil, incluso para alguien de fuerza normal, forzar esa puerta. Pero Jury no entendía por qué todo el mundo parecía dar por sentado que así había sido.