La mujer que abrió la puerta era llamativa, fuera de toda duda. Quizás un poco provocativa, ya que abrió la puerta con un aspecto de fabuloso desaliño, su bata oscura entreabierta y nada debajo. Para ver su reacción, Jury preguntó:
– ¿La señora Darrington? – y vio en su cara, en rápida sucesión, desconcierto, irritación y tristeza. Según la experiencia de Jury, los tipos como Darrington rara vez se casaban con damas que hubieran trabajado en Londres como “modelos”.
– Soy Sheila Hogg, la secretaria de Oliver Darrington. Usted es de la policía, ¿no? Pase. – Abrió la puerta, no muy contenta. Sus modales eran demasiado displicentes para convencer. En tales circunstancias, nadie podía recibir una visita de la policía con esa indiferencia.
La siguió hasta la sala, despojándose del impermeable en el camino. Ella lo hizo pasar a una habitación muy bonita, con paneles con volutas alrededor de la puerta. A ambos lados del hogar había canapés de aspecto muy cómodo, y la señorita Hogg fue hacia uno de ellos y se dejó caer antes de recordar que Scotland Yard estaría también interesado en ver a Oliver. Pidió disculpas, se dirigió al pie de la escalera en el vestíbulo y desde allí dio un grito hacia arriba avisando que había llegado la policía. Al regresar, apartó algunos diarios y revistas del diván y lo invitó a Jury a sentarse. Sobre el carrito frente al diván se veían los restos de un desayuno de café y tostadas. Ella le ofreció café a Jury, con escaso entusiasmo. Él declinó el ofrecimiento y fue al grano antes de que ella iniciara una conversación sobre el tiempo, a falta de algo mejor.
– ¿A qué hora llegaron a la posada del señor Matchett usted y el señor Darrington la noche en que mataron al señor Small?
Ella había tomado un cigarrillo del paquete que había sobre la mesa y esperaba que Jury le diera fuego. Frunció la cara ante la pregunta.
– A las nueve, creo. Llegamos pisándole los talones a Marshall Trueblood. -Al inclinarse para aceptar el fuego que le ofrecía Jury, la bata se le abrió apenas; como él sospechaba, no tenía nada debajo. – Déjeme ver, Agatha y Melrose Plant ya estaban allí. Pero Agatha es siempre la primera en llegar a todos lados. Tiene miedo de perderse algo. No entiendo cómo puede Melrose soportarla. Tiene más paciencia que un santo. Raro que se haya quedado soltero.
Jury supuso que Sheila pensaba en todos los hombres sólo en términos de acoplamiento.
– ¿Y usted? – preguntó ella, mirándolo de arriba abajo.
– ¿Yo qué?
– ¿Soltero? – Su mirada era apreciativa.
Una voz a espaldas de Jury le evitó tener que responder.
– Por Dios, Sheila. Que el inspector sea casado o no, no es asunto tuyo. Oliver Darrington, inspector. – El dueño de casa le extendió una mano muy bronceada y cuidada, y Jury se puso de pie para estrechársela. Volviéndose luego hacia Sheila Hogg (Darrington parecía molesto por su mera presencia), dijo: – Uno por lo general se viste para recibir a Scotland Yard, Sheila.
La bata dejaba ver gran parte de su pierna. La joven apagó el cigarrillo y bajó las piernas.
– Oh, Oliver, es policía. Nada los inmuta, son como los médicos. Ya ha visto todo, ¿no, mi cielo? – Y le dirigió a Jury una sonrisa sensual y compradora.
Jury le sonrió como respuesta. Quizá fuera una ramera, pero Darrington era un pedante, y Jury prefería las rameras a los pedantes. Sintió hacia Darrington la misma antipatía que le despertó Isabel Rivington.
Darrington llevaba una chaqueta de color castaño, del tono exacto de su cabello, una cara camisa de seda, abierta en el cuello, donde se había anudado un pañuelo igualmente caro. A Jury le dio un poco de vergüenza su corbata azul no muy planchada. El hombre era apuesto, pero con un perfil demasiado griego, facciones demasiado marcadas y parecía una estatua helada e inflexible.
Darrington se sirvió café y le contó a Jury la misma historia que los otros, o no, ya que todos narraban la escena con ojos empañados por el vino. Lo único que agregó era que Matchett había invitado con champagne.
– Era un día de fiesta. A veces sabe mostrarse generoso.
– ¿Están hablando de Simon? – dijo Sheila, que había regresado casi en las mismas condiciones en las que se había ido, pues sólo se había cambiado la bata reveladora por un vestido igual de revelador, de terciopelo verde cuyo largo cierre estaba aún abierto por debajo del pecho. La sonrisa sigilosa que le bailaba en los labios le sugirió a Jury que Matchett había sido más generoso con ella, en muchas maneras. Sin embargo, eso no disipó la impresión de Jury de que la principal misión de Sheila en la vida era satisfacer a Oliver Darrington.
Oliver declaró que no había hablado con Small y no había visto a nadie ir al sótano excepto el viejo camarero.
– Estábamos todos borrachos como cubas – intervino Sheila, guiñándole un ojo a Jury a través del humo del cigarrillo. Él vio que la mano que sostenía el cigarrillo tenía uñas muy largas. Secretaria, justamente.
– ¿Así que ninguno de los dos vio a William Small después de ir al comedor?
Ambos negaron con la cabeza.
– Yo no recuerdo haberlo visto ni antes ni después – dijo Darrington.
– ¿Y a Ainsley? – Ambos negaron con la cabeza. – ¿Pero estuvieron allí la noche que mataron a Ainsley?
– Sí. Sheila se fue un ratito antes que yo. Tuvimos un… malentendido, porque yo invité a Vivian Rivington con una copa. – Una sonrisa revoloteó en la cara de Darrington, como si esos malentendidos fueran objeto de constante diversión para él.
Un rescoldo cayó en el hogar y empezó a humear. A Sheila no le hizo efecto.
– No seas tonto – fue su débil respuesta.
Jury recordó el informe de Lady Ardry, por lo demás nada confiable, sobre las diversas relaciones entre esas personas.
– Tengo entendido que el señor Matchett está comprometido con la señorita Vivian Rivington. – Recibió dos respuestas simultáneas: un no enojado de Darrington y un sí de Sheila.
Oliver estaba furioso.
– Meros rumores. Vivian nunca desperdiciaría su vida con alguien como Matchett.
– ¿Con quién estaría dispuesta a desperdiciarla entonces?
Jury casi sintió pena por Sheila. No parecía tonta. En cambio sospechaba que Darrington era bastante imbécil. No lograba hacer encajar eso con el estilo tajante de sus novelas, y dijo:
– Leí cosas suyas, señor Darrington. Debo admitir que sólo el primer libro.
– Creo que fue el mejor – dijo Oliver con orgullo.
Sheila apartó la mirada, como si se sintiera incómoda. Jury se preguntó por qué habría de perturbarla la mención de los libros de Darrington. Valía la pena insistir sobre ese punto, pensó Jury, que a menudo fastidiaba a sus colegas por no ajustarse a los hechos. ¿Pero, qué eran “los hechos”, pasados por el tamiz de la percepción individual, suponiendo incluso que uno quería decir la verdad? Además, la mayoría de la gente no quería hacerlo, porque la mayoría de la gente tiene algo que ocultar. Estaba contentísimo de que esos dos hubieran estado borrachos porque les hacía darse cuenta de que el cuadro estaba borroso. Casi siempre notaba cuando algo estaba fuera de foco; y no había duda alguna de que había algo fuera de foco en Sheila. No fue la mención de Vivian Rivington; esos eran celos puros y directos. Y lo que él notaba, fuera lo que fuese, no era directo. Sheila tenía la mirada perdida por encima de la cabeza de él.
– ¿No tiene un ejemplar de su segundo libro?
Los ojos de Darrington se dirigieron rápidamente hacia la biblioteca junto a la puerta y se apartaron con igual rapidez. Sheila se levantó del diván y caminó hacia el hogar, evitando la mirada de Jury. Arrojó la colilla del cigarrillo al fuego y empezó a frotarse las manos. El síndrome de Lady Macbeth: Jury lo había visto con frecuencia.