Isabel arrojó una bocanada de humo.
– Haberle alterado un poco la mente.
Extrañamente, éstas habían sido las mismas palabras de Lady Ardry.
– ¿Usted cree que su hermana es psicótica?
– No, no quise decir eso. Pero sí es una solitaria. A usted le llamó la atención que nos hubiéramos ido de Londres. No fue elección mía, por cierto. Lo único que hace mi hermana es sentarse a escribir poesía.
– Eso no es suficiente para decir que se le ha alterado la mente, ¿no le parece?
– ¿Por qué todo el mundo desea proteger a Vivian aun antes de conocerla? – Su sonrisa era tensa.
Jury no respondió.
– ¿Se vio usted beneficiada en el testamento de su padrastro?
Una sombra pasó por su cara, como si un cuervo hubiera pasado volando.
– Usted quiere saber qué pasará conmigo si Vivian entra en posesión de su dinero. Está muy equivocado si piensa que me va a echar a la calle.
Jury la estudió un momento, se guardó la libreta y se levantó.
– Gracias, señorita Rivington. Ya me voy.
Mientras la seguía hacia la puerta del frente, Jury reflexionaba sobre la geografía de Escocia y algo que un pintor amigo le había comentado sobre la luz allí. Había algo en el relato de la muerte de James Rivington que no le gustaba.
Jury aspiró una gran bocanada de aire fresco y observó la huella de sus botas en la fina capa de nieve fresca. Miró anhelante la extensión blanca del pueblo. Al cruzar la calle vio a dos niños en el puente. Parecían tener alrededor de ocho o nueve años, y hacían bolas de nieve sobre la balaustrada de piedra gris. Era un puentecito antiguo con dos arcos semicirculares. Al pasar por él, saludó a los niños con toda solemnidad y pensó cómo sería volver a esa edad. Sólo después de recorrer otros quince metros se dio vuelta y notó que los niños lo seguían. Ellos se detuvieron bruscamente y simularon examinar uno de los árboles podados de la calle.
Cuando lo vieron retroceder hacia ellos estuvieron a punto de echarse a correr, pero los llamó. Era obvio que sabían quién era. Tratando de mantenerse serio, Jury sacó su placa en su gastada funda de cuero y se la exhibió.
– Vamos a ver. ¿Ustedes me seguían?
Los ojos de los chicos se abrieron como platos; la chica apretó los labios y ambos negaron violentamente con la cabeza.
Jury carraspeó y con acento muy oficial dijo:
– Voy a ir a ese salón de té de ahí enfrente – dijo señalando la panadería-, a tomar un café. Probablemente sirvan chocolate, y me gustaría hacerles algunas preguntas, si quieren acompañarme.
Los niños se miraron entre sí y luego miraron a Jury, con una expresión de temor, sorpresa y curiosidad. La curiosidad ganó, por supuesto. Asintieron y avanzaron con Jury hacia la plaza.
La casa de té era un edificio de piedra cuyo estrecho arco llevaba al sendero de la iglesia de St. Rules. Quedaba junto a un brevísimo sendero que salía directamente de la plaza y terminaba en la iglesia. El salón estaba en el primer piso, y la panadería debajo.
Alrededor de la plaza había casitas de tejas y estructura de madera cuyos pisos superiores sobresalían sobre el angosto sendero que recorría el perímetro de la plaza. Sobre la parte occidental había un negocio de golosinas, una pequeña mercería y el correo. Estaban mezclados sin orden ni concierto, como colocados según el libre arbitrio de algún niño travieso.
Jury se imaginó la plaza con la vegetación verde del verano. En el medio había un estanque para patos. Ahora nevaba un poquito más fuerte y la plaza era una extensión de nieve resplandeciente, firme e intacta, lo más tentador que Jury había visto en su vida. Ni una huella, ni una pisada. Se detuvo cuando llegaron al borde de la plaza y Jury pensó que no sería un buen ejemplo para los niños que justamente el representante de Scotland Yard cortara camino por el parque cuando había sendas perfectamente delimitadas para rodearlo. Los miró de reojo y vio que los dos lo observaban, esperando a ver qué hacía. Los designios de Scotland Yard eran, y siempre lo serían, inescrutables.
Jury tosió, se sonó la nariz y dijo muy serio:
– ¿Ustedes saben algo de identificación de huellas? Pisadas, quiero decir. ¿No recuerdan haber visto ninguna cerca de la posada Jack and Hammer? ¿Algunas pisadas extrañas, de este tamaño, por ejemplo? – Jury plantó su bota con firmeza sobre la nieve fresca que cubría el césped. Hizo un crujido delicioso.
Los dos miraron la inmensa huella y luego a él, y volvieron a negar con la cabeza.
– ¿Saben cuál es la diferencia entre las pisadas de un hombre que camina y las de un hombre que corre? – Fascinados, los chicos movieron las cabezas de un lado al otro. – ¿Están dispuestos a cooperar con Scotland Yard en este asunto?
Las cabezas se agitaron de arriba abajo con el mismo frenesí.
– Muy bien. ¿Cómo te llamas? – le preguntó al varón.
– James – dijo el chico y luego cerró firmemente los labios, como temeroso de haber revelado información secreta.
– Muy bien. ¿Y tú?
La niña se limitó a bajar la cabeza y juguetear con el ruedo del saco.
– Ajá. Entonces también te llamarás James. Muy bien, James y James. – Esperó que ella lo corrigiera, pero ella siguió con la cabeza baja, aunque a él le pareció sorprender una sonrisa furtiva.
– Ahora escúchenme con cuidado. Puede ser importantísimo para nuestras investigaciones. Tú, James, quiero que corras lo más rápido que puedas, hasta el estanque, y nos esperes allí. Y tú, James – apoyó la mano sobre el hombro de la niña -, quiero que camines hasta el estanque, haciendo círculos. Das unos pasos y entonces haces un círculo.
Los dos lo miraron como esperando que disparara una pistola y, cuando asintió, el niño echó a correr, arrojando nubes de nieve a sus espaldas. La chica comenzó a caminar muy lenta y cuidadosamente, plantando los pies con firmeza; de vez en cuando hacía un círculo cada vez más amplio. Jury eligió una extensión de nieve lisa e intacta y caminó haciéndola crujir lo más posible. Al llegar al estanque, el niño estaba resoplando por el esfuerzo realizado y la niña seguía haciendo círculos. Por fin, al completar uno, llegó hasta donde estaban ellos.
Los tres miraron su efímera obra.
– Excelente – dijo Jury -. Miren. En las huellas de tu carrera, James, sólo se ve la parte de delante de la bota, pues sólo esa porción del pie toca el suelo. Y fíjense – se agachó y recorrió con el dedo enguantado la huella de la niña -, uno tiende a inclinarse hacia afuera cuando camina en círculos.
Ambos asintieron vigorosamente.
– Ahora les voy a plantear una adivinanza. – Jury y los niños caminaron hasta el otro extremo del estanque. Jury miró lo que quedaba de nieve fresca, intacta, y dijo: – Los tres caminaremos a una distancia de un metro y medio más o menos, de modo que nuestras huellas queden bien separadas, hasta el borde del camino. Vamos.
Les llevó sólo dos o tres minutos y entonces se volvieron a mirar. Jury se sentía espléndidamente. Trató de borrar la sonrisa que se le dibujó en los labios al observar el prado antes límpido, intacto, resplandeciente, convertido en un tablero de líneas y agujeros que se cruzaban.
Por un momento, mientras los niños lo miraban, se olvidó de la lección que les estaba enseñando.
– Ahora supongamos que justo aquí, frente a nosotros, hay un cadáver. – La niña se deslizó detrás de él y se agarró a su sobretodo. – Y supongamos que las tres personas que dejaron esas huellas están de vuelta en el estanque. ¿Cómo volvieron sin dejar huellas en esa dirección? – Era la antigua estratagema de Reichenbach Falls, pero dudaba que los niños hubieran leído el libro, además le parecía que no lo había planteado muy bien. Jury se rascó la cabeza. ¿Para qué quería el sospechoso volver al estanque?
Nadie respondió a su adivinanza. Entonces él se volvió y comenzó a caminar hacia atrás.