El Día de Guy Fawkes varios niños se habían deslizado en la posada mientras Dick y su mujer dormían profundamente. Subiendo por las escaleras traseras llegaron al altillo que daba a la viga. Sacaron al herrero del palo que lo sostenía (pues ya estaba flojo de tanta payasada a través de los años), lo llevaron al cementerio de la iglesia St. Rules y lo enterraron.
– Pobre herrero – se había lamentado la señora Withersby desde su puesto junto al fuego en la posada -, ni siquiera un entierro cristiano, lo enterraron donde están los perros. Mala suerte para todos, hágame caso. Pobre herrero.
Como los poderes oraculares de la señora Withersby habían sido algo reducidos por el gin, pocos le prestaron atención. Pero es cierto que trajo mala suerte. Una noche antes del descubrimiento del cuerpo del señor Ainsley, habían hallado otro cadáver en una posada a un kilómetro y medio de la calle principal de Long Piddleton. Era el cuerpo de un tal William Small.
Ante la noticia de que había un asesino suelto, la gente del pueblo no se apartaba de sus casas y sus hogares, algo que de todos modos la nieve los habría obligado a hacer. Hacía dos días que nevaba en todo Northamptonshire, en realidad, en todo el norte de Inglaterra. Una nieve hermosa, suave, que se acumulaba en los techos y se acomodaba en las esquinas de las ventanas, cuyos vidrios se convertían en cuadrados de oro y rubí debido al reflejo del fuego del hogar. La nieve que caía y el humo que se elevaba de las chimeneas hacían de Long Piddleton una postal de Navidad, a pesar del reciente asesinato.
La mañana del 19 de diciembre la nevada cesó y un sol brillante se mostró lo suficiente como para permitir que se vieran las cabañas pintadas casi con profusión. La calle principal era, hasta el puente, fascinante, o seductora, o fantasmagórica, según el gusto de cada uno. Parecía haber sido decorada por una convención de pintores locos. Quizás aburridos por la piedra caliza habitual en la región de Northamptonshire, se pusieron a jugar con colores vivos: un atisbo de rojo por aquí, un amarillo frutal allí, y, más allá, un resplandor verdoso que se convertía en una pincelada de esmeralda. Cuando el sol estaba en el cenit la calle resplandecía. La luz del sol daba al puente color bermejo una intensidad tal que parecía casi caoba. Para los niños era como caminar entre pastillas de goma hacia un puente de chocolate.
Extraño lugar para un crimen, por no decir dos.
– ¿Podría decirme qué ocurrió, señor, las circunstancias en que fue hallado el cuerpo? – preguntó el inspector Charles Pratt, de la policía de Northamptonshire, que había estado en Long Piddleton también el día anterior.
Melrose Plant explicó lo ocurrido, mientras el agente Pluck tomaba notas diligentemente. Pluck era tan delgado que parecía esquelético, pero tenía una cara querúbica, rosada, más rosada aún por el frío del invierno, que lo asemejaba a una manzana en un palito. Era un buen hombre, aunque un poco chismoso.
– Por lo que usted sabe, entonces, este Ainsley era forastero en la región. Como el otro… – Pratt consultó su libreta y la cerró -, William Small.
– Por lo que yo sé, sí – dijo Melrose Plant.
El inspector Pratt ladeó la cabeza y miró a Plant con sus ojos azules y suaves que parecían inocentes pero que, a Melrose no le cabía duda, estaban lejos de serlo.
– ¿Entonces tiene razones para creer que estos hombres no eran desconocidos entre sí, señor?
Melrose levantó una ceja.
– Naturalmente, inspector. ¿Usted no?
– Sírveme un whisky, Dick. Puro, por favor.
Después de que Pratt se fue llevándose consigo a su equipo de laboratorio, Melrose Plant y Dick Scroggs se quedaron otra vez solos en la posada Jack and Hammer.
– Y sírvete uno tú también, Dick.
– No me vendría mal – dijo Dick Scroggs -. Lindo problema, ¿no? – Habían pasado varias horas, pero Dick seguía pálido, pues había observado de cerca el examen del forense y el procedimiento de retirar el cuerpo, envuelto en una bolsa de polietileno. El superintendente había dejado a Pluck encargado de que sellara la habitación del muerto. Allí experimentaron la sorpresa de descubrir que el asesino había agregado un toque grotesco: la figura en madera del herrero yacía sobre la cama de la víctima.
No era de extrañar que Dick Scroggs estuviera aún tembloroso cuando recibió la moneda de cincuenta peniques que Melrose Plant depositó sobre el mostrador. Ambos estudiaron sus vasos por un momento, cada uno a solas con sus pensamientos.
Solos, a excepción de la señora Withersby, que a veces limpiaba el lugar para conseguir dinero para beber. En ese momento estaba sentada en su taburete preferido, de cuando en cuando escupiendo al fuego que no se había apagado en cien años.
Al ver que la materia esencial de su vida circulaba libremente, se incorporó del taburete y fue arrastrando los pies con las pantuflas por el piso. Tenía una colilla de cigarrillo en la comisura de sus labios y saliva alrededor. Retiró la primera con el pulgar y el índice y se secó la segunda con el dorso de la mano. Dijo, o gritó, más bien:
– ¿Paga algo su señoría?
Dick levantó la ceja interrogando a Melrose Plant.
– Claro – dijo Melrose, dejando un billete de una libra sobre el mostrador -. Todo es poco para la mujer con la que bailé toda la noche en Brighton.
Dick estaba por servir la cerveza cuando la señora Withersby cambió de idea.
– ¡Gin! Me voy a tomar un gin, no ese orín de gato. – Y se sentó a la barra junto a su benefactor, con su pelo amarillento y descolorido como una peluca absurda. Controló minuciosamente la medida que le servía Dick. – Si se agregara una pizca de cuero de topo en ese gin, estaríamos a salvo del paludismo.
¿Cuero de topo? pensó Plant, sacando su delicada cigarrera de oro y extrayendo un cigarrillo.
– O quizás era la malaria. Mi madre siempre guardaba un poco de cuero de topo por ahí. Hay que tomárselo con gin a las nueve de la mañana y uno anda fuerte como un roble.
O cae debajo de la mesa, pensó Melrose mientras le ofrecía un cigarrillo a la señora Withersby.
– ¿Respondió a las preguntas del inspector Pratt, señora?
Los dedos artríticos agarraron dos cigarrillos; luego se llevó uno a la boca y guardó el otro en el bolsillo de su vestido a cuadros.
– ¿Quiere decir si le dije la verdad? Claro que le dije la verdad – replicó con voz aguda -. Es más de lo que puedo decir del mariposón de al lado. – Señaló con el pulgar en dirección a la casa de antigüedades de Trueblood. Las convicciones sexuales de su propietario habían sido muchas veces objeto de la deliberación en el pueblo.
– Bueno, no empiece a decir calumnias irresponsables – dijo Plant, que acababa de pagar la cura para el paludismo y la malaria que ella se llevaba a los labios. Le encendió el cigarrillo y fue recompensado con una bocanada de humo en la cara.
Luego ella se le acercó y su aliento, mezcla de tabaco, cerveza y gin, lo envolvió como una ola.
– Ahora tenemos a este loco asesino, que se la agarró con nosotros, pobres inocentes – resopló -. Pero no ha sido ningún hombre. Es el diablo en persona, háganme caso. Yo sabía que alguien iba a morir aquel día que se cayó ese pájaro por la chimenea, Dick Scroggs. Y ya hace cinco años que no hacemos vigilia la víspera de San Marcos. ¡Los muertos se van a levantar de sus tumbas! ¡Háganme caso! – Casi se cae del taburete por el entusiasmo y Melrose pensó que quizá los muertos estaban a su lado en ese preciso momento. Pero ella se tranquilizó al posar la mirada sobre su vaso vacío; nadie le prestaba ya ninguna atención. Agregó, solapadamente: – ¿Cómo está su querida tía, milord? – Melrose le hizo una seña a Scroggs para que le llenara el vaso. Habiendo conseguido el segundo gin, ella continuó: – Vive muy sencillita, no se da aires, y viene todos los años con su canasta de Navidad…