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– ¡Así!

El rostro del niño se distendió en una sonrisa que le abarcó toda la cara y dejó ver la ausencia de varios dientes. La niña rió, pero enseguida se tapó la boca con la mano enguantada.

Jury levantó un dedo como el maestro que llama la atención de su clase.

– Siempre recuerden que, cuando se ha cometido un crimen – los dos niños contuvieron el aliento al oír la palabra -, siempre habrá algo extraño, algo raro, algo que no debería estar allí. – Jury deseó que fuera cierto, pero sospechaba que sonaba demasiado “literario”. – Gracias por su colaboración. Entremos. – Un letrerito blanco, primorosamente escrito, anunciaba desde una esquina de la ventana en arco del primer piso: Estamos sirviendo desayuno. Subieron una escalera oscura y encerada hasta el piso de arriba, acompañados por el fragante aroma del pan recién horneado. Mientras se quitaban los abrigos mojados una señora mayor, de aspecto muy agradable, apareció detrás de una cortina en la parte de atrás. Jury pidió café, chocolate y un plato de galletitas y, para los niños, tortas, scones, mermelada y crema.

“¡Muy bien!” – dijo luego con entusiasmo, restregándose las manos hacia el fuego, porque la amable señora los había sentado cerca del hogar. El niño lo miraba boquiabierto y sonriente, con el pelo pegajoso de nieve. La niña volvió la cabeza hacia la mesa como estudiando su reflejo en una superficie pulida. A Jury no le importaba la momentánea falta de respuesta de ellos.

Por fin llegaron el café y las tortas, con crema fresca, la mermelada y los scones con manteca, comida suficiente como para alimentar a una comitiva. Los dos James no esperaron a ser invitados para atacar. El niño sostenía un scon en una mano y una masita en la otra y comía de uno y otra alternativamente. La niña eligió un bizcocho con sus deditos de ratón y lo comió como si en cualquier momento fuera a salir corriendo hacia su cueva.

Antes de que se retirara la camarera, Jury le mostró la identificación y le preguntó si podía hablar con la dueña, la señorita Ball.

El efecto fue impresionante. Las mejillas de la pobre mujer se encendieron y se llevó la mano a la cara. Los culpables huyen, pensó Jury, sin que nadie los persiga, y los inocentes también.

– Un momentito, señor – dijo, caminando de espaldas hasta la puerta.

Los niños ya casi habían limpiado la bandeja de masas y Jury pensó que quizá les hiciera mal, pero después de todo era Navidad y no tenían aspecto de ser habitués de ese lugar. Se estaba sirviendo un poco más de café cuando una mujer con delantal (la señorita Ball, era de suponer) apareció, por decirlo de alguna manera. Pudo haber atropellado cualquier cosa mientras avanzaba hacia él, como si estuviera regresando del pasado.

– El inspector en jefe Jury, de New Scotland Yard, supongo.

Él se levantó y le tendió la mano.

– Así es. ¿La señorita Ball?

La señorita Ball asintió como si estuviera extasiada de ser la señorita Ball. Se sentó.

– Justo iba a bajar a la panadería a preparar el pan dulce para Navidad. Tengo tantos pedidos, y pasado mañana ya es Navidad y… – Hizo una pausa, reparando en los compañeros de Jury. – ¿Estos no son los chicos Double? ¿Dónde los encontró? – No esperó la respuesta de Jury. – Tengo entendido que investiga esos horribles crímenes.

En ese momento, los chicos Double intercambiaron una mirada y se pusieron de pie de un salto.

– Nos tenemos que ir. Mi mamá se va a enojar – dijo el niño, alejándose de la mesa. Para James decir eso era un larguísimo discurso. La niña seguía con los ojos pegados a la bandeja con torta. Antes de darse vuelta para salir corriendo se arrimó a Jury y le dio una especie de pellizcón en el brazo, seguramente lo más cercano a un beso. Luego se apoderó de la última masita de la bandeja y corrió hacia la puerta.

La señorita Ball frunció los labios y dijo:

– ¡Ni siquiera le dieron las gracias! ¡Los niños de hoy en día!

Jury sonrió, pensando en los extraños conceptos adultos de la justicia.

– Señorita Ball – dijo -, tengo entendido que hizo usted una entrega en la posada del señor Matchett la noche en que… hallaron al hombre asesinado. Mejor dicho, usted fue por la tarde, ¿no? – Ella asintió. – ¿Por la puerta de atrás?

– Si. Siempre entro por atrás. Por la cocina.

– ¿Vio algo fuera de lugar, o diferente?

Ella negó con la cabeza.

– ¿La puerta del sótano estaba como siempre?

– Ya le dije al superintendente: no vi luces en el sótano ni nada parecido. – De pronto se volvió y llamó a Beatrice, que apareció desde detrás de la cortina floreada. Era una adolescente larguirucha, que masticaba un chicle como una vaca masca su alfalfa. – ¡Vamos, muchacha! Más café para el inspector. No te pago para que te quedes sentada ahí atrás leyendo revistas de cine.

Beatrice se acercó; parecía estar embarazada. Jury permitió que retirara la cafetera, pero declinó el ofrecimiento de más scones que le hizo Betty Ball. Sus ojos de color cáscara de limón miraron a Jury con tristeza, como si sus productos rechazados fueran su única protección contra la soltería.

– ¿Llovía mucho, señorita Ball? Tengo entendido que había una gran tormenta.

– Así es. Me empapé de sólo ir desde el auto hasta la cocina y volver. ¿Ya habló con Melrose Plant? Es tan inteligente. – A juzgar por cómo le brillaban los ojos, Jury se preguntó si la dama no tendría esperanzas de ser la Cenicienta que se uniría al señor del condado.

Cuando Jury salió de la casa de té la nieve era otra vez una extensión limpia, intacta, a través de toda la plaza. Sólo mirando con mucha atención se notaban las huellas hechas por él mismo y los niños, pero mientras miraba notó que se iban cubriendo más y más hasta desaparecer. El viento se había calmado y ya no arrastraba la nieve de costado, de modo que otra vez ésta caía con un ritmo lento y parejo, los mismos húmedos y chatos copos de la mañana. Al ver el campanario de la iglesia de St. Rules, decidió visitar al vicario más tarde. Necesitaba una larga caminata por la nieve: el kilómetro y medio que lo separaba de los Bicester-Strachan y Ardry End. Prefirió no pensar en todas las huellas que dejaría.

En pocos minutos estuvo en campo abierto. La nieve y el hielo colgaban en hilachas de los setos. De haber sido escritor, pensó que no hubiera podido hacer nada mejor que intentar ensalzar los setos ingleses, las largas e ilimitadas extensiones de todo tipo de flores para tantas especies de pájaros. Jury suspiró mientras avanzaba con sus botas negras mojadas. En un momento asustó a un faisán macho que salió volando en una conmoción de verde y castaño. La cara de Jury estaba rígida por el frío y pensó si lo esperarían al final del camino con un fuego trepidante y una copa de buen oporto.

En cambio, fue recibido por la voz de Lorraine Bicester-Strachan, que lo llamaba desde las reales alturas de su yegua castaña.

Jury iba a golpear el gran llamador de bronce cuando oyó un ruido a la vuelta de la casa. Al levantar los ojos vio un caballo y un jinete avanzando entre los árboles.

– Si bien por el lavarropas, por favor vaya por la puerta de atrás.

Era perfectamente obvio par Jury, parado allí en el escalón del frente de la casa de los Bicester-Strachan, que la señora Bicester-Strachan no lo había confundido con un mecánico. Su ropa era harto diferente que la de un obrero y no había ninguna camioneta a la vista. Probablemente ella acostumbrar humillar así a la gente.

Él se tocó el sombrero cortésmente.

– Inspector Richard Jury, de New Scotland Yard, señora. Me gustaría hablar con usted y con su esposo, si es posible.

Ella desmontó pero no le pidió disculpas por el error. En ese momento se abrió la puerta y Jury se encontró cara a cara con un hombre mayor, de su misma altura, que podría haber sido más alto de no ser un poco encorvado.