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– Perdóneme por tenerlo ahí parado. Pero ya veo que mi esposa lo encontró. – Se acomodó los quevedos, que colgaban de una cinta sobre su pecho.

Mientras Lorraine los presentaba apareció desde atrás de la casa un chico, envuelto en una bufanda, para llevarse al caballo.

– Ayer estuvo el inspector Pratt. Es de la policía de Northampton – dijo Bicester-Strachan mientras Jury se quitaba el abrigo.

– Sí, lo sé. Pero yo también quisiera hacerle algunas preguntas, señor Bicester-Strachan. – Entraron en el vestíbulo, que a Jury le pareció muy frío y formal. Los muebles tendían a lo lujoso antes que a lo cómodo y, cuando Lorraine Bicester-Strachan se volvió a él, se le ocurrió que con ella ocurría lo mismo. Estaba vestida con su traje de jinete: saco negro, corbata perfectamente anudada y botas lustrosas. Cuando ella se sacó el sombrero de terciopelo, Jury notó que estaba peinada en un estilo afectado y pasado de moda. El cabello le caía en una banda alrededor de la cara y luego quedaba recogido en una especie de rodete arriba de la cabeza. La piel era como de marfil; los ojos opalinos. En general daba la misma impresión que una modelo: aunque atractiva, demasiado fría.

– ¿Podríamos ofrecerle una copa al inspector, querida? – sugirió Willie Bicester-Strachan.

– ¿Scotland Yard bebe? – preguntó ella con falso asombro, sirviéndose jerez de un botellón de cristal tallado.

Exasperado por esa referencia colectiva a su persona, Jury estuvo a punto de devolverle el golpe, pero recordó quién era y puso cara imperturbable. No obstante sabía que su irritación era evidente en su cara, en sus ojos. Era algo que nunca había logrado en la Escuela de Capacitación para Detectives: ser inexpresivo. En ese momento, sin embargo, declinó el amable ofrecimiento de Bicester-Strachan, mientras Lorraine volvía a tapar el botellón e iba con su copa a un sillón de terciopelo rosado. Allí se repantigó, con las piernas cruzadas.

– En realidad es inspector en jefe Jury, ¿no? Qué modesta manera de presentarse. – Levanté la copa un centímetro en señal de saludo.

– Por supuesto, usted sabía que no era el mecánico de la lavadora, ¿no?

Ella se sintió algo incómoda, pero recuperó su arrogancia de inmediato.

– Creo que sospeché quién era. Acá las noticias viajan muy rápido. Pero uno se cansa de que la policía ande por la casa de una como si estuvieran en su derecho. Ese Pratt estuvo bastante pesado.

– Parece más irritada que perturbada por todo esto.

Ella se encogió de hombros.

– ¿Se supone que tengo que echarme a llorar?

– ¡Lorraine…! – dijo su esposo, sentándose en un sillón de terciopelo junto al fuego, ante el cual había una mesita con un tablero de ajedrez. Inclinó la cabeza como si estudiara su problema.

– Querría hacerles varias preguntas sobre las noches de 17 y el 18.

– Le diré con mucho gusto – comenzó Lorraine – que estaba demasiado borracha para que mis recuerdos sean otra cosa que una nebulosa.

– Entonces no recordará quién estaba en el comedor entre las nueve y las once, más o menos.

– Ni siquiera estoy segura de haber estado yo en ese comedor – dijo Lorraine.

Bicester-Strachan levantó la blanca cabeza.

– Yo jugaba a las damas con el vicario, el señor Smith. No sé qué estaba haciendo mi esposa – agregó con sequedad.

– Estuve sentada con Oliver Darrington un largo rato y después con Melrose Plant, hasta que ya no pude soportar su estupidez.

– Eres muy injusta, Lorraine. Si piensas que Plant es un estúpido, no lo entiendes en absoluto.

Ella se había parado junto al hogar luego de volver a llenar su copa de jerez. Una de sus manos se posaba sobre la repisa de la chimenea y una de sus botas sobre la armazón de hierro del guardafuego.

– Plant es un anacronismo. Le falta un monóculo para ser perfecto.

– Me parece algo incoherente con su afirmación – dijo Jury – que alguien tan consciente de su posición social renuncie a su posición más envidiable, ¿no? Me refiero a su título.

– A ver qué dices ahora, Lorraine – musitó Bicester-Strachan con una risita.

Pero ella se mostró más obstinada.

– Melrose Plant es de los que hacen algo así para demostrar que son mucho mejores que todos sus antepasados con sus espadas, sus puños con volados y sus cinturones.

– Bueno, yo admiré esa actitud suya – dijo Bicester-Strachan, sonriendo hacia el tablero de ajedrez como si Plant estuviera sentado enfrente. – Es original. ¿Sabe la razón que me dio, inspector? Me dijo que cada vez que iba a la Cámara, tenía la impresión de estar en una colonia de pingüinos.

Jury sonrió, pero a Lorraine no le pareció divertido.

– Eso prueba lo que sostengo – dijo.

Jury reparó en que estaba muy ruborizada. Cuando una mujer menos precia a un hombre, por lo general es que no lo pudo cazar.

– ¿Recuerda qué hora era cuando estuvo con el señor Plant?

– No podría precisarlo. Todo el mundo iba de una mesa a otra, así que no había manera de saber nada. Los dos únicos objetos inmóviles eran mi esposo y el vicario. ¡El reverendo Denzil Smith! Es un encanto, un compendio viviente de trivialidades. Sabe cada detalle de la historia de Long Piddleton y de todas las posadas que pululan en los alrededores. ¡Y no para un segundo de contar la historia de cada una, cuántos fantasmas tienen o cuántos agujeros en las chimeneas!

– Denzil es amigo mío, Lorraine – dijo Bicester-Strachan con suavidad, los ojos fijos en el tablero. Reflexivo, movió un alfil.

– ¿Estuvo en la posada Jack and Hammer la noche del segundo asesinato?

– Media hora, más o menos – dijo Lorraine.

– ¿Habló con la víctima?

– No, claro que no. Además no es la clase de humor que prefiero, eso de reemplazar cadáveres por figuras de madera.

– Por lo general la gente no mata por placer. ¿No había visto antes a ninguno de esos hombres, señor Bicester-Strachan?

Él negó con la cabeza.

– Nadie en Long Piddleton los había visto antes, que yo sepa. Eran perfectos desconocidos.

– Ustedes vivían en Londres, ¿no? – Jury recordó mentalmente la declaración tomada por Pratt. – En Hampstead, tengo entendido.

– Por cierto que sabe mucho de nosotros, inspector – dijo Lorraine. Algo en el tono de ella lo hizo vacilar. La pausa debió de serle sugestiva, porque Lorraine dijo: – ¿Mando llamar a una abogado?

– ¿Le parece que lo necesita?

Lorraine Bicester-Strachan depositó la copa con más fuerza de la necesaria y cruzó los brazos con firmeza sobre el pecho, como herida en su honor o privacidad. La pierna enfundada en la bota lustrosa se balanceaba nerviosamente.

– Vinimos aquí porque consideramos que es un pueblo muy pintoresco, para escritores, artistas, y demás. Ya nadie va a los Cotswolds, ¿no? Parece que está un poco démodé ya toda esa belleza mágica. Yo cabalgo y pinto. – Abarcó la habitación con un ademán del brazo. En las paredes colgaban paisajes marinos muy malos con olas hirvientes y ramas torcidas. Ni siquiera tenía la imaginación necesaria como para ver la belleza del campo del otro lado de la puerta. El pueblo mismo era el sueño de un artista.

– Algo aburrido después de Londres, ¿no?

– Nos estábamos hastiando de Londres. Ya no es lo que era. No se puede caminar por Oxford Street sin toparse con toda Arabia y todo Pakistán.

– ¿Por qué no dices la verdad, Lorraine? – dijo Willie Bicester-Strachan desde el tablero de ajedrez.

– ¿De qué diablos estás hablando, Willie? – La máscara blanca y serena de Lorraine se había caído, y la voz sonó artificialmente alta.

– La razón por la que vinimos aquí – dijo él sin siquiera levantar la vista del tablero -. Atravesamos, o mejor dicho, yo atravesé por un período de mala suerte en Londres, inspector. Aunque ya lo habrá averiguado. – Bicester-Strachan levantó la mirada y sonrió, pero esa sonrisa no expresaba felicidad.