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– Habría muchos dispuestos a jurar que usted estaba en el escenario, ¿no?

– Treinta o cuarenta. Suficientes testigos. – Matchett sonrió.

– La coartada perfecta.

Matchett apagó el cigarrillo y se inclinó hacia adelante.

– Inspector, en todas esas novelas imbéciles de Darrington la gente habla siempre de “coartadas perfectas” o “coartadas irrefutables”. Siempre con el tono irónico que usted acaba de usar. A mí me parece, sin embargo, que si una coartada no es perfecta, no es una coartada. ¿No es un poco redundante de su parte? Redundancia que yo podría tomar a mal.

– Por cierto tiene razón, señor Matchett.

– Además, si los inocentes tienen esas coartadas “perfectas” es precisamente porque son inocentes.

– También tiene razón. Pero yo no quise insinuar nada.

– Un carajo – masculló Matchett.

Jury lo dejó pasar.

– ¿Su esposa no tenía enemigos?

Matchett se encogió de hombros.

– Supongo que no. No era muy querida, eso es cierto. Pero no había nadie, diría yo, con motivos suficientes como para matarla. – Matchett se pasó las manos por la cara en un gesto de extremo agotamiento. – Después de eso, Harriet se fue. A los Estados Unidos.

– ¿Por qué hizo eso? Por fin tenía vía libre. Podían estar juntos, a pesar de las tristes circunstancias. ¿Por qué se fue?

– Supongo que se sintió agobiada. La publicidad. Era una persona muy sensible. Algo retraída.

Jury no le creyó.

– Decidió irse – continuó Matchett -. Dijo que no podía vivir conmigo, con la muerte de Celia rondando sobre nosotros… – Matchett movió la cabeza como tratando de apartar los recuerdos -. Bueno, ya hace dieciséis años de eso. Y no hay que remover el pasado. – miró a Jury. – Al menos yo espero que no se lo remueva. Pero, a decir verdad, lo dudo.

– Nada termina para siempre, ¿no? – Jury sonrió, y se dijo mentalmente que debía pedirle a Wiggins que solicitara a Weatherington el legajo de la muerte de Celia Matchett -. Ahora bien – dijo, intentando hablar en un tono casual -, ¿qué me dice de esos rumores de que se va a casar con la señorita Rivington? Con Vivian Rivington.

Matchett quedó sorprendido por la pregunta.

– ¿Y eso qué tiene que ver con todo esto?

Jury sonrió desolado.

– No tengo idea. Por eso le pregunto.

– Bueno, no puedo negar que hay algo entre Vivian y yo.

– “Algo” puede querer decir muchas cosas.

– Digamos que le pedí que se casara conmigo, sí. Pero eso no quiere decir que haya aceptado.

– ¿Por qué?

Matchett se encogió de hombros y sonrió.

– ¿Quién sabe qué pasa por las cabezas de las mujeres, inspector? – encendió un cigarro.

No fue el carácter menospreciativo del comentario lo que resultó tan irritante sino que mezclara a Vivian Rivington con las mujeres en general.

– Yo diría que sería mejor que supiera lo que pasa por la cabeza de la señorita Rivington si quiere casarse con ella. – Jury sabía que era absurdo defender a una mujer que había conocido hacía menos de una hora. Pero el comentario banal de Matchett le molestó porque su trabajo lo ponía en contacto muy cercano con el corazón de las cosas como para aceptar esa hueca generalización.

Matchett simplemente aspiró su cigarro y miró a Jury con ojos entrecerrados.

– Supongo que sí.

Jury tomó un lápiz y comenzó a hacer garabatos.

– ¿Está enamorado de ella, señor Matchett? – preguntó.

Matchett hizo girar el cigarro en la boca, y estudió la cara de Jury.

– Qué pregunta tan cínica, inspector. Acabo de decir que quiero casarme con ella.

¿Qué tal una respuesta directa, compañero?, quiso decirle Jury, pero agregó, en cambio:

– Tengo entendido que la hermana sabe de esta relación.

– Creo que sí. Diría que la aprueba.

Jury sabía que ese hombre no era estúpido ni insensible, ¿por qué simulaba, entonces?

– Sería duro para su hermana mayor que Vivian se casara. Es decir, así como están las cosas, Isabel tiene cierto poder de decisión sobre todo el dinero.

– ¿Usted dice que puede tener que quedarse en la calle? Vivian nunca haría eso. Además, Isabel adora a Vivian.

Una vez más, Jury estuvo seguro de que Matchett no creía en lo que había dicho. Volvió a su tono interrogatorio inicial.

– ¿De modo que usted llegó a The Swan a las once?

– Correcto. Abren a esa hora.

– ¿Dónde estuvo a eso de las diez? ¿O entre las diez y las once? – había media hora sin explicar en la coartada de Matchett.

– En Dorking Dean, haciendo compras.

– ¿A qué hora salió de allí?

– A las once menos cuarto. Me metí en un embotellamiento de tránsito en la rotonda; estuve allí más de quince minutos. Por las compras de Navidad.

– Ya veo. Bueno, supongo que eso es todo por ahora, señor Matchett. Lo llamaré.

Cuando Matchett salía, Pluck asomó la cabeza por la puerta y le dijo a Jury que el señor Plant estaba afuera y que quería hablar con él. Jury le dijo que lo hiciera pasar.

Melrose Plant habló con urgencia.

– Creo que tiene que venir al vicariato, inspector. El vicario tiene cierta información que podría ser útil. Estuvo frente a The Swan un rato antes de que llegáramos nosotros y oyó a los policías decir algo sobre el estado del cuerpo.

– ¿Qué cosa, señor Plant?

– El vicario dice que oyó que la cara del hombre éste estaba cortada. Unos cortes en la nariz o algo así. Muy raro.

Jury deseó que la policía pudiera mantener la información en reserva.

– Sí, así es. Tiene razón, es muy extraño.

– Bueno, el vicario sabe lo que eso significa. Eso dice él.

CAPÍTULO 11

– Es una deformación del significado real, ¿se da cuenta? – El reverendo Denzil Smith señalaba una figura en un libro de emblemas de posadas. El libro estaba abierto sobre la mesita entre Jury y Plant, junto a una bandeja con sándwiches y vasos de cerveza que les había servido el ama de llaves del vicario. Jury se maravilló de la inventiva del pintor de emblemas o de quienquiera que hubiese pensado en un cisne con dos cuellos.

– Antes – continuó el vicario – las aves reales eran marcadas con dos muesquitas en el pico. Los vinateros hacían lo mismo, tengo entendido, de modo que podía distinguirse a quién pertenecían los cisnes por las muescas. En realidad, el emblema de esta posada era o debía ser un cisne con dos “muescas”. [1] Lo que vemos aquí es el trabajo de un pintor de emblemas bastante analfabeto, que no supo entender el verdadero nombre de la posada. – El vicario se reclinó en su asiento complacido, luego de servirse un sándwich de queso y pickles.

– Dios mío – dijo Jury, aún mirando la figura -. Entonces esas marcas fueron hechas por el asesino a modo de muescas.

– Eso diría yo – dijo el vicario -. Estaban en la nariz, ¿no?

– ¿Pero por qué diablos…? – preguntó Plant -. ¿Una broma?

Jury encendió un cigarrillo.

– ¿Una broma? No, no lo creo. Probablemente otra pista falsa.

– Hay otros ejemplos de deformación… – comentó el vicario.

Pero Jury intentó desviar su atención hacia el tema concreto de los asesinatos.

– Le agradezco muchísimo la información, vicario. Ninguno de nosotros, la policía, quiero decir, lo habría averiguado jamás. – El vicario sonrió, resplandeciente. – Usted estuvo en la posada del señor Matchett el jueves por la noche y querría hacerle una o dos preguntas.

– ¡Qué horrible asunto!, ¡qué terrible! – su relato de la cena la noche en que habían matado a Small fue menos detallado que los informes de los otros huéspedes. El vicario había estado jugando a las damas con Willie Bicester-Strachan entre las nueve y las diez, dijo.

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[1] The swan with two nicks, en ingles, “El cisne con dos muescas” (N. de la T.)