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Una vez más, Darrington se puso pálido.

– ¿El teléfono, señor Darrington?

Como si hubiera estado esperando que lo nombraran, el teléfono sonó en ese momento. Sheila, con más aplomo que Darrington, fue a atender.

– Es para usted, inspector.

Él le agradeció y, al tomar el auricular y observarla regresar a la sala, deseó que encontrara un hombre mejor que Darrington. Aunque por cierto que no había descartado a Sheila como sospechosa. Tenía más agallas que su compañero, eso era seguro.

– Habla Jury – dijo, y escuchó con creciente asombro las palabras de Melrose Plant -. Escuche, Plant, usted quédese ahí. Llegaré allí en diez minutos.

Jury colgó y discó el número de la estación de policía de Long Piddleton. Por fin Pluck contestó, y Jury le dijo que se pusiera en contacto con la policía de Weatherington, hablara con el funcionario a cargo, hiciera reunir a toda la gente de laboratorio y la mandara a la posada Cock and Bottle sin demora. Habían encontrado otro cuerpo. El pobre Pluck balbuceó, farfulló y por fin pudo hablar.

– Sí, señor. En seguida, señor. Pero la estación está llena de periodistas que quieren hablar con usted. Llegaron desde Londres hace menos de media hora.

– Olvídese de los periodistas, sargento. Y por favor, no vaya a decirles nada de esto, porque no quiero ver curiosos en la ruta a Sidbury cuando me dirija hacia allá.

– Muy bien, señor. ¡Oh! También quería decirle – agregó en voz más baja -, que Lady Ardry ha estado hablando con estos tipos de los diarios de Londres sin parar. Y el superintendente Racer hace una hora que quiere comunicarse con usted. Parecía bastante furioso.

– Sargento, la próxima vez que llame Racer, pásele con Lady Ardry.

El Morris azul recorrió los veinte kilómetros hasta la posada Cock and Bottle en veinte minutos, despertando las airadas protestas de conductores más serenos, que había salido a pasear.

Cuando Jury vio la posada a medio kilómetro, se desvió hacia la derecha y frenó justo antes de la elevación de tierra. Salió del auto de un salto sin molestarse en cerrar la puerta y corrió hacia donde estaba arrodillado Melrose Plant.

– No intenté remover la tierra. Igualmente está muy dura. Me imaginé que no querría que se moviera nada. Sólo dejé el brazo un poco más a la vista.

– Actuó como debía, señor Plant.

Del duro montículo cubierto de nieve sobresalía una mano. Las uñas estaban pintadas de un rojo fuerte y chillón y podía verse un anillo grande y barato en uno de los dedos. Jury tocó el brazo rígido como una piedra.

– Era bastante obvio – dijo Plant – que la dueña del brazo no estaba ahí abajo tratando desesperadamente de respirar. Así que dejé todo como estaba. Supuse que usted preferiría que no hubiera curiosos así que lo cubrí con ese trapo.

Jury no pudo evitar sonreír, a pesar de las circunstancias. No le llevó mucho notar la cercanía de la posada Cock and Bottle, que se erigía bien a un costado de la carretera. Otra posada. Los periodistas se enloquecerían.

– Hizo un buen trabajo – le dijo a Plant -. Y estuvo bien en no tratar de desenterrarla. Los del laboratorio nos habrían cortado la cabeza si hubiéramos tocado algo.

Se quedaron allí otros diez minutos y de pronto oyeron una sirena. Pluck había actuado con rapidez. Weatherington quedaba del otro lado de Sidbury, a unos dieciséis kilómetros del pueblo.

– Señor Plant, ¿por qué no va a la posada y le hace algunas preguntas al propietario? ¿Lo conoce?

– No mucho. Una vez me quedé dormido sobre el mostrador cuando me estaba contando su vida. ¿Qué le digo?

Jury miró la mano congelada mientras el patrullero se acercaba.

– Dígale que en seguida iré yo.

El doctor Appleby esperó paciente, fumando, mientras el funcionario del laboratorio registraba cada detalle. Las marcas en el cuello de la víctima eran muy claras. Y la víctima era, según sospechaba Jury, Ruby Judd, mucama del vicario.

Cuando el fotógrafo de la policía terminó de retratar el cadáver desde todos los ángulos el doctor Appleby miró al inspector de la misma manera en que a veces un padre clava los ojos en el hijo que se apartó del camino correcto. Incluso Jury, que no solía eludir la mirada de nadie, apartó los ojos.

– Inspector Jury, ¿está seguro de que no quiere que me instale en el asiento de atrás de su coche? Me estoy apareciendo demasiado a menudo por esta región tan afecta a los asesinatos. – Los dedos manchados de nicotina de Appleby encendieron otro cigarrillo con la colilla del anterior.

– Muy gracioso, Appleby. Pero no creo que esta región sea muy “afecta” a los asesinatos, como dice usted de manera tan encantadora. – Jury deseó que no lo hubieran cargado con un médico sabelotodo. Sospechaba que Appleby se estaba divirtiendo perversamente con ese asunto. ¿Con cuánta frecuencia lo llamaban nada más que para curar paperas, malestares femeninos o úlceras?

El doctor Appleby exhaló el humo, con una respuesta lista.

– Pero la pregunta sigue en pie: ¿quién fue? La población de los alrededores sigue disminuyendo. – El doctor arrojó la ceniza en el pozo recién excavado. El cadáver, envuelto en una bolsa de polietileno, había sido llevado por la ambulancia. El hombre de las huellas digitales, de cabello cortado al rape, había tenido poco trabajo y se dirigía al vicariato, para revisar la habitación de Ruby Judd.

– Doctor Appleby, los hechos, por favor.

– Creo que ya se los he dado tres veces, ¿por qué no utiliza los viejos?

Jury se estaba impacientando.

– Doctor Appleby…

Appleby suspiró.

– Está bien. A juzgar por el estado del cuerpo, diría que el deceso se produjo hace varios días, de tres a siete. Es difícil de decir: el cuerpo está bien preservado. Como si hubiera estado en un congelador. – Appleby encendió otro cigarrillo y Wiggins, que tomaba nota de la información del doctor en su libreta, aprovechó la oportunidad para sonarse la nariz y engullir una pastilla para la tos. El doctor Appleby continuó con su informe oral, con voz monótona. – Causa de la muerte: estrangulamiento, esta vez con alguna especie de cuerda. Puede ser una chalina o una media también. Hematomas en la cara y hemorragias internas en la zona de los párpados. Ningún otro daño visible. Pero claro que aquí no tenemos un forense detrás de cada árbol, como en Londres. Yo mismo tendré que hacer la autopsia. A propósito, no encontré nada que pareciera de mucha utilidad en Creed.

Luego de supervisar el traslado del cuerpo a la ambulancia, Appleby cerró su maletín y se fue. A ambos lados de la carretera los agentes de la policía rastrillaban los fríos terrenos buscando más pruebas. Jury esperaba que apareciera alguna cartera, una valija, en el bosque o en la pradera cerca de la posada Cock and Bottle. Suponía que el asesino le habría hecho preparar una valija a la víctima, probablemente con la promesa de un fin de semana de pasión (lo que implicaría que era un hombre), sabiendo que nadie preguntaría nada, al menos por unos días. Appleby dijo que no había señales de “actividad sexual”, pero no podía asegurárselo a Jury hasta hacer la autopsia. Era una pista muy, muy fría.

Cuando por fin Jury subió la colina hacia la posada Cock and Bottle, encontró a Melrose Plant sentado al mostrador con un vaso de cerveza Guinness delante. El rollizo propietario estaba acodado sobre el mostrador, hablando. Su nombre era Keeble, y se secaba la cara sudorosa con una toalla, agobiado. Su esposa, por el contrario, que acababa de entrar por una puerta a la derecha del mostrador, tenía cara de granito y ojos secos.