El señor Judd no decía nada. Sólo emitía sonidos guturales con la garganta. Era de esos hombres que dejan que hablen las mujeres.
– Desde que era chiquita no hubo manera de controlarla. La única que podía con ella era la tía Rosie, a hermana de Jack. Cuando no podíamos con ella se la mandábamos a Devon. Después, cuando creció, nos trataba como si no fuéramos ni siquiera parientes, mucho menos su mamá y su papá. Nunca mandaba plata a casa, y cuando no trabajaba no hacía nada en la casa. Vivía a costillas nuestras. No como Merriweather. – La madre sonrió afectuosa hacia el palo de escoba que leía una revista de cine junto al hogar con leños eléctricos Merriweather sonrió, luego trató de parecer triste al recordar la muerte de su hermana. Incluso apretaba un pañuelo en la mano para secar las lágrimas que no salían.
– Nuestra Merry nunca nos dio ningún dolor de cabeza. – La señora Judd se meció y miró orgullosa a la chica mientras sus agujas de tejer seguían su tarea. El señor Judd, con chaleco y tiradores, por fin agregó:
– No hables mal de los muertos, mamá. No es de cristianos.
Rara vez Jury había visto tal indiferencia ante la muerte de un hijo. Ninguno de los Judd dejaba ver el menos interés por la terrible muerte de su hija. Que se fueran al diablo. Le facilitarían el trabajo, Nada de condolencias, nada de preguntas delicadas y cautelosas para proteger corazones destrozados.
– Señora Judd, ¿cuándo vio a su hija por última vez? – Wiggins había sacado la libreta y una caja de pastillas para la tos. Empezó a chupar una pastilla y a escribir en taquigrafía, mientras la señora Judd dejaba el tejido y miraba hacia el techo, pensando la respuesta.
– Sería…, déjeme ver, hoy es jueves. El viernes de la otra semana. Sí, me acuerdo porque yo llegaba de la pescadería. Compré pescado fresco y me acuerdo bien que se lo comenté a Ruby.
– Pero me parece haberle oído decir que casi nunca venía a verla. Eso fue hace menos de dos semanas. Pocos días antes de que la mataran. Creemos que fue asesinada el 15.
– Fue en esa fecha, entonces. Pero sólo se quedó a pasar la noche. Dijo que tenía que estar de vuelta el sábado, que el vicario la necesitaba no sé para qué cosa.
– ¿Para qué vino?
La señora Judd se encogió de hombros.
– Nadie podía saberlo con Ruby. Habrá venido a ver a algún muchacho. Tenía demasiados, eso se lo aseguro. El policía esta tarde nos dijo que Ruby había dicho que venía a vernos a nosotros cuando se fue la semana pasada. Qué gracioso. Se habrá ido con algún tipo.
– Parece que no, señora Judd – dijo Jury, esforzándose por mantener el mismo tono de voz. Pero la puñalada llegó a destino, al menos. La mujer se ruborizó. – ¿Tenía éxito con los hombres?
– A mí no me parece muy bien eso de tener éxito con los hombres, inspector. – Lo miró de arriba abajo. – Ruby siempre andaba por ahí, callejeando, cuando vivía en casa. Merriweather, en cambio…
Pero a Jury no le interesaba para nada la excelente Merriweather Judd, con su cara en forma de cuña y pelo crespo. Cuando ella vio que Jury la observaba, se llevó el pañuelo a los ojos.
– ¿Dónde estaba Ruby, entonces, antes de venir a vivir con ustedes? Quiero decir, ¿cuál fue su último trabajo?
– En Londres. No me pregunte qué hacía. Ella decía que era ayudante en una peluquería, ¿pero me quiere decir dónde aprendió a hacer eso?
– ¿No sabe su dirección ni quiénes eran sus amigos en Londres? ¿O por qué regresó?
La señora Judd lo miró como si fuera un pedazo de pescado no demasiado fresco.
– Ya le dije. Sólo sé que no tenía dinero para vivir a lo grande, como le gustaba a ella. Por eso volvió.
– Probablemente no fuera ayudante de peluquería – interrumpió Merriweather -. Probablemente obtuviera dinero de otra fuente.
– ¿Están insinuando que Ruby era una prostituta?
El efecto fue eléctrico. La señora Judd enrojeció y dejó el tejido. Merriweather se sobresaltó. Incluso Judd se movió en la silla.
– ¡Es horrible decir eso de una pobre muchacha muerta! – La señora Judd buscó un pañuelo de papel en el bolsillo del delantal. Judd la palmeó en el brazo.
– Lo siento, señora Judd. – Jury se volvió a Merriweather. – Pero al oír ese comentario sobre el dinero, señorita, me pareció que se refería a…
– Ruby sólo decía que uno de estos días iba a empezar a vivir en la abundancia. Que ganaría montones de dinero, decía.
Jury fijó la atención en Merriweather.
– ¿Cuándo fue eso?
La muchacha se mojó el dedo y pasó la hoja de la revista.
– Cuando estuvo aquí. El viernes de la otra semana. Dio a entender muchas cosas, como siempre. Yo nunca le hago caso.
– ¿Qué dio a entender? – insistió Jury.
– Por ejemplo, dijo: “De ahora en adelante me voy a comprar la ropa en Liberty’s y no en Marks & Sparks”. Tonterías por el estilo.
– ¿No dijo nada sobre quién iba a darle ese dinero o por qué?
Merriweather se limitó a negar con la cabeza, sin apartar los ojos de la revista.
– Tengo entendido que Ruby llevaba un diario. ¿Alguno de ustedes lo vio alguna vez? – Las tres cabezas indicaron que no al unísono.
– Enviaré a un funcionario mañana, entonces, para que revise su habitación.
– Ya la revisaron una vez – dijo la señora Judd -. Tendrían que tener un poco más de respeto antes de molestar a los deudos…
Jury se puso de pie. Con un gusto amargo en la garganta. Wiggins también se levantó, guardándose el lápiz en el bolsillo de la chaqueta.
– Se les entregará el cuerpo de su hija para el funeral apenas recibamos la aprobación del Ministerio del Interior.
CAPÍTULO 14
Viernes 25 de diciembre
Cuando se despertó la mañana de Navidad, el legajo de Matchett estaba en el suelo. Lo recogió y se pasó más de una hora mirando las hojas sueltas. Lo que Matchett le había dicho se confirmaba. Tanto él como la muchacha, Harriet Gethvyn-Owen, tenían coartadas: el público asistente. Una mucama llamada Daisy Trump fue quien le llevó la bandeja a Celia Matchett. Por lo general se la dejaba junto a la puerta de la habitación, pero esa vez la señora le pidió que la dejara sobre la mesita. Por eso Daisy pudo atestiguar que había visto a Celia Matchett viva en ese momento La cocoa tenía una droga, algo que la policía no pudo entender: ¿por qué un ladrón común y corriente iba a ponerle una droga en la cocoa y luego regresar a robar la oficina? ¿Por qué no esperar a que ella no estuviera? Jury también pensó que no tenía mucho sentido. Miró el diagrama de la oficina. El escritorio frente a la ventana, donde estaba sentada. La puerta daba al vestíbulo frente al escritorio. Unos cuadraditos señalaban la ubicación de mesas, sillas, etcétera.
Jury volvió a dejar los papeles en el legajo. Dios. Dos días antes tenía dos asesinatos para resolver. En esa mañana de Navidad ya tenía cinco.
– ¿Más café, señor? – preguntó Daphne solícita.
– No, gracias. ¿Te dijo Ruby alguna vez que ella había sido ayudante en una peluquería en Londres?
– ¿Ruby? Es un chiste. Ella no haría ese tipo de trabajo. Tenía un empleo, sí. Posaba para…, bueno, para “esas” fotos.
Jury pensó en Sheila Hogg y su supuesta profesión de “modelo” en el Soho. Oyó el sonido del teléfono y en seguida Twig fue a buscarlo.
– Habla Jury.
– Estoy en la comisaría de Long Pidd, señor. – Wiggins ya se refería al pueblo con el afectuoso diminutivo. El penetrante silbido de la pava de Pluck servía de música de fondo. – No había ningún diario en el cuarto de Ruby ni en su casa ni en el vicariato. – Wiggins se interrumpió para agradecerle a Pluck una taza de té. – Pero la señora Gaunt me ha dicho que siempre veía a Ruby escribiendo en un cuaderno. Dice que era chiquito y de color rojo oscuro. Se puso furiosa cuando le pregunté si alguna vez lo había leído. – Wiggins sorbió su té. – Dice que no se acuerda cuándo fue la última vez que la vio a Ruby escribiendo en él.