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– ¿A mí? Típico de los polis. Se pasean en los coches buscando maricones para echarles la culpa del aumento en la tasa de criminalidad.

– En realidad, no creo que haya sido usted, pero podría arrestarlo lo mismo para ver si así logro que me dé respuestas directas.

Trueblood bajó el tono de la voz hasta casi llegar a un tono normal.

– Está bien. Trataré de recordar si la chica dijo algo que pudiera servir. Tenía tan poco que decir…

– Hábleme de eso, entonces.

– Yo me la estaba montando nada más, no haciendo su biografía. Casi no la escuchaba.

Jury deseaba que alguien hubiera escuchado a Ruby Judd.

– Me dijo que la madre era insufrible y el padre abstemio, aunque últimamente no tanto. Le daba por el gin. La hermana se pasaba noches enteras frente al televisor soñando con los detectives norteamericanos.- Trueblood bebió un sorbo de jerez y encendió otro cigarrito. – Tenía una tía y un tío en Devon donde pasó casi toda su infancia. Después anduvo de trabajo en trabajo.

– ¿Cómo “modelo”, por ejemplo? Léase pornografía.

– ¿Quién? ¿Ella? Lo dudo. Quizá probó suerte en alguna esquina una que otra vez, pero haría una triste figura en una postal pornográfica.

– ¿Dónde estuvo la noche del 15 de diciembre, Trueblood?

– Completamente solo, querido. ¿Dónde estuvo usted?

– ¿Más ganso, señor?

Ruthven estaba parado detrás de Jury ofreciéndole una enorme bandeja de plata sobre la que se veían los restos de dos aves, aún con su guarnición de cerezas y trufas. Pero Jury casi no los vio, fijos los ojos en Vivian Rivington que estaba sentada frente a él del otro lado de la mesa. Sus cabellos caían en bucles sobre el suéter de cachemira gris; la muchacha parecía haberse materializado de la niebla de Dartmoor o los misteriosos páramos de West Riding en Yorkshire. Si el ganso se hubiera levantado y comenzado a caminar por arriba de la mesa, Jury no se habría dado cuenta. Isabel Rivington había preferido ir a los Bicester-Strachan.

– No tiene hambre, ¿eh, inspector? -dijo Lady Ardry -. Quizá si se moviera un poco más tendría más apetito. Como yo.

– ¡No me digas, tía! ¿Y qué has estado haciendo?

– Investigando, mi querido Plant. No podemos permitir más asesinatos, ¿no les parece? – Apiló un poco de relleno de castañas en un scon partido por la mitad y se metió todo en la boca.

– Bueno, no lo sé – dijo Plant -. Uno más, podría ser. No, gracias, Ruthven.

– Yo sí me voy a servir más – dijo Agatha -. Hablando de investigación, ¿ya tienes lista tu coartada, Vivian?

Jury le dirigió a Agatha una mirada llena de odio. Era obvio que la vieja no le había perdonado que hubiera establecido una coartada para Melrose Plant.

– A decir verdad – comenzó Vivian – probablemente mi coartada sea pero que las demás. Excepto la de Simon, creo. Estábamos en The Swan cuando mataron a ese hombre. – Miró a Jury con tanta tristeza que él tuvo que apartar los ojos y mirar la copa.

– Todos estamos en la misma, querida – dijo Agatha con fingida dulzura -. A excepción de Melrose, claro. El único en Long Pidd con una coartada. – Lo dijo con tanta fiereza como si Melrose hubiera estado imprimiendo coartadas en el cuartito del fondo y se hubiera negado a repartir copias. Agatha luchaba con un muslo que había pinchado de la bandeja de plata, como si ella y el ave estuvieran enlazados en combate mortal. – No tiene por qué reírse, inspector. Plant no está completamente a salvo, no todavía. Recuerde que usted sólo estuvo con él desde las once y media hasta que yo regresé.

– Pero usted estuvo con él las tres horas anteriores, Lady Ardry. – ¿Qué diablos quería inventar esa mujer?

– Parece que lamentara que Melrose tenga una coartada – dijo Vivian.

– Vamos a jugarla con una moneda, tía Agatha – dijo Melrose, sacando una moneda del bolsillo.

– No tienes por qué hacerte el frívolo – le dijo ella a su sobrino. Luego se dirigió a Vivian. – Por supuesto que me alegraría mucho si Plant estuviera libre de sospechas. Pero la verdad saldrá a relucir al final.

– ¿Verdad? ¿Qué verdad? – preguntó Jury.

Con esmero Agatha dejó el cuchillo y el tenedor, dándoles el primer descanso en la última media hora. Apoyando el mentón en una mano, con el codo sobre la mesa, dijo:

– Me refiero a que no estuve contigo continuamente. ¿No recuerdas, mi querido Plant? Fui a la cocina a ver el pastel de Navidad.

Si Melrose se había olvidado, Ruthven no. Aunque no derramó ni una gota del vino que estaba sirviendo, cerró los ojos con gesto de angustia.

– Creí que habías ido al baño. – Melrose suspiró y le pidió a Ruthven que retirara los platos de la cena. – De todos modos, no pudiste haber demorado mucho.

Jury miró con envidia que Vivian apoyaba la mano sobre la de Melrose.

– ¡Agatha! ¡Tendría que darle vergüenza! – exclamó.

– Todos tenemos que cumplir con nuestro deber, niña, por doloroso que resulte. No podemos proteger a nuestros seres queridos sólo porque queremos verlos libres de culpa. La fibra moral de Gran Bretaña no se basó…

– No importa ahora la fibra moral de Gran Bretaña, Agatha – dijo Melrose -. Dime, ¿cómo hice para ir a The Swan, matar a Creed, y volver en el breve período en que tú estabas en la cocina enloqueciendo a Martha?

Con mucha calma, ella untó un bizcochito con manteca.

– Mi querido Plant, espero que no creas que me he sentado a resolverte los asesinatos.

Jury parpadeó. Había leído muchos libros sobre lógica formal, pero Lady Ardry los desafiaba a todos.

– Sin embargo – continuó -, ya que estamos haciendo especulaciones, podrías haberte subido al Bentley…

Jury no pudo soportar más.

– Usted recordará, Lady Ardry, que el motor del auto estaba muy frío. Nos llevó cinco minutos calentarlo. – Vivian Rivington le dirigió a Jury una sonrisa beatífica.

A Agatha le cambió la expresión.

– No te rindas, Agatha – dijo Melrose -. ¿Y mi bicicleta? No, demasiado lenta. – Pareció estudiar el problema. Chasqueó los dedos -. ¡El caballo! ¡Eso es! Ensillé el viejo Bouncer, atravesé los campos hacia The Swan, despaché a Creed y volví como un conejito.

– Tendrías que haber sido un conejo – dijo Vivian -, considerando la velocidad de tu caballo.

Melrose negó con la cabeza.

– Ahí está, Agatha. No funciona. Mi coartada sigue en pie.

Mientras Agatha hacía rechinar los dientes, Ruthven sirvió el postre: un budín estupendo. Acercó un fósforo a la superficie rociada de coñac. Después, sirvió Madeira en la tercera copa.

Cuando Melrose observó a Agatha tan sombría, probablemente elucubrando alguna otra manera de arruinarle la coartada, le dijo a Ruthven:

– El paquetito sobre la repisa de la chimenea. Alcánceselo a Su Señoría, por favor.

La cara de Agatha se le iluminó al tomar el regalo y abrirlo.

Vivian ahogó una exclamación cuando Agatha sacó del estuche una pulsera de esmeraldas y rubíes. Destellaron, convirtiéndose casi en llamitas cuando recibieron el resplandor de la vela. Agatha le agradeció a Melrose profusamente, pero sin señales de remordimiento por lo que había estado tratando de hacer. Le pasó la pulsera a Vivian que la admiró y se la pasó a Jury.

Él no había visto joyas verdaderas desde cuando trabajaba en la división hurtos. Ahora sabía por qué se decía que los rubíes eran de color sangre. De pronto un detalle flotó en su mente. Rubíes. ¡Una pulsera! Eso era, la imagen del brazo saliendo de la tierra. La muñeca de Ruby, sin pulsera. Ella la usaba siempre, no se la sacaba nunca de encima, según Daphne.

– ¿Entonces dónde estaba? – Tenía los ojos fijos en las gemas cuando le devolvió la pulsera a Agatha y la mente tan concentrada en la muñeca desnuda de Ruby que apenas oyó el comentario de Agatha: