– Si hubiera venido a mí, inspector, yo le habría dado una o dos ideas valiosas.
– Por cierto que las apreciaré muchísimo si me las da ahora, Lady Ardry. – Jury trató de poner a expresión más simpática que podía, y rogó que ella fuera directamente al grano lo cual, por supuesto, no ocurrió. Primero tenía que poner en orden algunos detalles de su persona, constatar que el botoncito del guante seguía allí, mover medio centímetro la estola de zorro, pasarse la mano por el pelo y acomodarlo en ningún lado. Cuando Melrose le puso enfrente el gin con bitter ella estuvo dispuesta a hablar.
– Esta tarde le hice una visita al vicario. Fue después de pasar por lo de las Rivington. A propósito, Melrose, la luz de tu vida, Vivian, podría ser un poquito más hospitalaria. Si le interesa mi opinión, inspector en jefe…
– Ve al grano, Agatha – dijo Melrose
– No tienes por qué hablarme así. Hay algunas cositas que descubrí en el curso de mi interrogatorio a los sospechosos. – Sonrió tontamente. Jury mantuvo su expresión y esperó con paciencia. Sabía que intentar apresurarla empeoraría las cosas. – Está muy bien eso de ignorar cosas tan obvias como, por ejemplo, que Trueblood es comerciante de antigüedades.
– El vicario, Agatha.
– ¿Vas a dejarme contar tranquila, Melrose?
Él se encogió de hombros.
– Después de visitar a casi todos en la lista…
– La pulsera, Agatha.
– A eso voy.
– ¿Quiere decir que esto tiene algo que ver con la pulsera de Ruby Judd que no encontramos, Lady Ardry? – preguntó Jury.
– Eso es lo que intento contarle, a pesar de las constantes interrupciones de mi sobrino. Lo cierto es que encontré la pulsera.
– Él la encontró, querrás decir – la corrigió Melrose -. Me confesaste que no habías tenido nada que ver con el hallazgo.
– ¿Dónde, Lady Ardry? Registramos toda la casa.
Agatha se miró la punta de los zapatos.
– No estoy segura, pero…
– Vamos, Agatha. Smith no te lo dijo para que no se lo contaras a todo Long Piddleton.
– Ésa no fue la razón. ¡No quiso poner mi vida en peligro! – Parecía preocupada. – Pero no puede ser, ¿no?
Jury sintió que se le erizaban los pelillos de la nuca.
– ¿Cuándo la encontró? ¿Cuánto hace que lo sabe?
– Estuve con él esta mañana. Sé que trató de comunicarse con usted, pero usted andaba callejeando, quiero decir, siguiendo sus pistas, sin duda.
– ¿Usted vio la pulsera?
– ¡Claro!
– ¿Dónde está ahora?
– Denzil la escondió en algún lado. Dijo que iba a volver a ponerla donde la había encontrado, porque era un escondrijo perfecto. Pero no me lo quiso decir. – Agatha agitó el gin con bitter, de mal humor. Luego dijo: – Mi teoría sobre esta terrible serie de crímenes tiene que ver con Marshall Trueblood y su…
– ¿Marshall Trueblood y su qué, amiga? – Jury no había visto acercarse a Trueblood. Éste no parecía molesto de que se hablara de él a sus espaldas. Sonrió feliz a toda la mesa. – Escúcheme, encanto, ¿por qué no me devuelve el cortapapeles antes de que haga la denuncia? ¿Se acuerda que hoy estuvo sola en mi negocio?
Agatha se ruborizó pero alcanzó a decir:
– ¡Le ruego que me disculpe, señor! ¡A mí no me interesan sus baratijas árabes!
– Ajá. Ésa no era nada barato. Me costó veinte libras. Así que mejor devuélvalo, ¿eh? – chasqueó los dedos varias veces.
Jury se levantó de la mesa y se dirigió al grupo de los Bicester-Strachan.
– Señor Bicester-Strachan, ¿le dijo el vicario que vendría a alguna hora determinada?
– Sí. – Bicester-Strachan sacó un gran reloj de bolsillo. – Hace una hora. A las ocho en punto.
– ¡Cristo! – murmuró Jury. Corrió de vuelta a la mesa y dijo: – Señor Plant, ¿podemos usar su Bentley?
Ya habían salido cuando los demás cayeron en la cuenta de que tenían la boca abierta.
CAPÍTULO 16
El cortapapeles había sido hundido en el pecho del reverendo casi hasta el mango de marfil tallado. El cadáver de Denzil Smith yacía en el piso de la biblioteca, boca arriba.
Era obvio que había registrado la biblioteca. Había libros fuera de los estantes, cajones revueltos y armarios abiertos.
– No entiendo – dijo Melrose Plant – Si el asesino buscaba la pulsera, ¿por qué se expuso para recuperarla? ¿No era una sencilla pulsera de dijes para todos excepto para él y para Ruby Judd?
– No creo que fuera sólo para recuperar la pulsera. Quizá vino por otro motivo: el diario de Ruby. Una de las cosas que faltaban ha aparecido, y quizá pensó que el vicario tenía la otra. No podía darse el lujo de correr el riesgo. – Jury fue hasta el escritorio, se sentó y llamó a la estación de Weatherington. Dejó instrucciones para que Wiggins fuera con el equipo del laboratorio. Luego llamó al agente Pluck.
– Dios mío, señor, ¿otro crimen? – Pluck estaba sin aliento.
– Sí, así es Quiero que haga lo siguiente: vaya a la posada de Matchett enseguida y empiece a tomar declaraciones a Simon Matchett, a los Bicester-Strachan, a Isabel y Vivian Rivington, a Sheila Hogg y a Darrington. También a Lady Ardry. Deshágase de todos los demás.
– No sé si podré llegar, señor – dijo Pluck. – El Morris hace un ruidito como un zumbido, no sé…
– Agente Pluck – dijo Jury con encantadora afabilidad -, si no lo hace de inmediato oirá un ruidito como un zumbido en la orejas. ¡Por todos los santos, hombre! Use cualquier auto. ¡Pero muévase de una vez!
Jury colgó violentamente y entonces vio la papelera. Una hoja de papel sobresalía. Jury la sacó y leyó lo que parecía una serie de notas inconexas, posiblemente anotaciones para un sermón.
– Escuche esto – le dijo a Melrose, que seguía parado en medio de la habitación mirando el cuerpo del vicario -. Escuche, el vicario hizo algunas extrañas anotaciones aquí: “Bacanales… Hirondelle… Dios nos ampare”. ¿Qué diablos le parece que quiso decir con eso?
Plant se acercó al escritorio, miró el papel y se encogió de hombros.
– Nos lo llevaremos después de que el experto en huellas digitales revise todo. Pero le digo con toda franqueza que no tengo ninguna esperanza de que las huellas digitales nos den alguna respuesta. – Jury tomó nota mental de todo lo que había sobre el escritorio: secante, tintero, lapiceras y un florero con rosas. Luego se dirigió a los cajones abiertos, y vio que el contenido había sido revisado pero no destruido. Se oyó un sonido de motores y por el vidrio oscuro de la ventana vieron una luz azuclass="underline" la policía o la ambulancia. El equipo de Weatherington entró ruidosamente con el sargento Wiggins a la cabeza, todos aturdidos por las constantes visitas a Long Piddleton. Había comenzado a llover y el agua caía en ráfagas sombrías y oblicuas, con breves estallidos de truenos, y algunos relámpagos: una noche perfecta para un crimen.
– ¿A quién le tocó? – preguntó Appleby, dedicando su torva sonrisa al inspector y a Melrose Plant.
Jury se sentía ruin y culpable por la muerte del vicario; se preguntaba si podría haberla impedido de haber estado en Long Piddleton.
– El reverendo Smith, Denzil Smith – dijo, desolado.
El fotógrafo policial retrató el cadáver desde todos los ángulos posibles, doblándose como un contorsionista. Jury sacó un cigarrillo del paquete y observó al experto de las huellas digitales con su lupa y su cepillo empolvando todo, desde los picaportes de las puertas hasta las pantallas de las lámparas. Un agente se había estacionado en la puerta, otro revisaba arriba y otro esperaba instrucciones de quien quisiera darlas.
Cuando terminaron de sacar fotos, el doctor Appleby se inclinó sobre el cuerpo y Wiggins se paró a su lado, con la libreta en la mano. Wiggins lucía demacrado. Appleby comenzó a dar monótonamente los detalles sobre la víctima: altura, peso, edad. Calculó la hora de la muerte entre las seis y las ocho de esa noche. Pero dijo que no era definitivo.