Los camilleros que entraron a llevarse el cuerpo se quedaron en posición de atención esperando que Appleby les diera el visto bueno. Appleby finalizó su breve examen y ellos envolvieron el cuerpo en una sábana de goma.
Cuando terminaron con la biblioteca y el experto en huellas digitales se fue al piso de arriba con un sargento, Appleby encendió un cigarrillo. Exhaló una bocanada de humo y dijo:
– Yo pensaba antes en venirme a vivir aquí cuando me jubilara. Pero dadas las circunstancias, no sé si será una buena inversión. – Tomó el maletín y ya estaba junto a la puerta cuando se volvió para decirle a Jury que suponía que volverían a verse. Pronto.
– Tiene un extraño sentido del humor – dijo Melrose.
Jury había vuelto al escritorio. Tomo el papel y se dedicó a estudiar las anotaciones hechas por el vicario. Habían visto una mancha de tinta en un dedo de la víctima, y una mancha similar en el papel.
Afuera las puertas de los autos se abrían y se cerraban ruidosamente. Los faros tiñeron la niebla de amarillo por un instante. Wiggins volvió y se dejó caer sobre el diván, sacando el pañuelo. Long Piddleton no estaba tratándolo muy bien. Un trueno y un grito aterrorizado de Wiggins hicieron dar un giro en redondo a Jury para ver, bajo el resplandor de un relámpago, una forma y un rostro pálido delineado detrás de la puerta ventana del escritorio. Jury se arrojó hacia la ventana pero se detuvo al ver de quién se trataba.
– ¡Lady Ardry! ¡Qué mierda…!
– ¡Agatha! – exclamó Melrose.
Ella entró, chorreando agua.
– No tiene por qué decir malas palabras, inspector. He estado observando el procedimiento.
Jury había soportado demasiado.
– ¡Wiggins! ¡Espósela!
La cara de ella pasó por una larga serie de expresiones, desde la incredulidad hasta el pánico. Wiggins, que no llevaba esposas encima ni lo había hecho nunca, miró a Jury asombrado.
Ella recuperó el habla.
– ¡Melrose! Dile a este policía loco que no puede…
Melrose se limitó a encender un cigarro con toda calma.
– Te conseguiré un buen abogado, no tengas miedo.
Ella estuvo a punto de abalanzarse sobre su sobrino pero Jury se interpuso entre los dos.
– Está bien. No la llevaremos todavía. ¿Qué estaba haciendo ahí afuera?
– Mirando, por supuesto. No creerá que estaba tomando el sol – dijo ella de mal humor.
– Yo que tú no le hablaría al inspector en ese tono, Agatha. ¡Quizá fuiste la última persona en ver al vicario con vida!
Ella tragó saliva y se puso pálida como un muerto. Le gustaba ser testigo, pero no tanto.
– Los seguí cuando salieron de la posada. Le pedí prestada la bicicleta a Matchett. Fue un viaje desagradable, les aseguro.
– ¿Estuvo afuera todo este tiempo?
– Llegué cuando el doctor ése estaba revisando el cuerpo. ¡Lo vi! ¡El cortapapeles de Trueblood! Les dijo, ¿no? – En ese momento recordó que el pobre Denzil había sido un buen amigo suyo y dejó caer la cabeza entre las manos. Prorrumpió en gemidos.
– ¿Vio la pulsera aquí hoy? – le preguntó Jury.
Ella asintió.
– Me siento un poco débil. ¿No habrá coñac?
Plant fue a servirle una copa y Jury se sentó frente a ella.
– Lady Ardry, ¿qué estaba haciendo el vicario mientras usted estuvo aquí?
– Hablando conmigo, por supuesto.
Jury se impacientó.
– Aparte de eso, quiero decir.
– No sé. Espere un momento. ¡Ah, sí!, estaba preparando un sermón. Trataba de hacer algo fino con material burdo, como siempre. Alguna tontería sobre construcción de iglesias. – Aceptó la copa que le tendió Melrose, bebió de un trago la mitad, se limpió la boca no muy elegantemente con su nuevo guante de cuero y miró a su alrededor, sombría.
Jury le mostró el papel que había hallado sobre el escritorio.
– ¿Le parece que el vicario podría haber incluido algo de esto en el sermón?
Agatha buscó los anteojos, escudriñó las anotaciones del papel y dijo:
– ¿Qué es esta tontería, “Dios nos ampare”? No tiene sentido. No suena muy de Denzil, tampoco. Demasiado religioso.
Jury dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo interior del saco.
– Cuando usted vio la pulsera, ¿de dónde la sacó el vicario?
– Del cajón del escritorio – dijo ella, señalando con la cabeza.
– Y dijo que iba a volver a guardarla en el lugar donde la había encontrado, ¿correcto? – Ella asintió. – Hemos registrado esta casa de arriba abajo – dijo Jury, sacudiendo la cabeza.
– ¿Y la iglesia? – preguntó Melrose.
– ¡Mi Dios! – dijo Jury -. ¡Por supuesto! A nadie se le ocurrió pensar en la iglesia. Vayamos a ver. – Ordenó a Wiggins que se quedara en la casa.
Jury traía su linterna y Plant sacó otra de Bentley. La iglesia era húmeda, muy fría y estaba iluminada por la difusa luz lunar que entraba por las ventanas. Moviendo la linterna, Jury iluminó los bancos, que ocupaban todo el largo de la nave. Cuadrados vacíos en los costados mostraban el lugar donde una vez haba habido placas con nombres, retiradas ya democráticamente. Supuso que uno de ellos había sido el banco de la familia de Melrose Plant. Los más grandes estaban forrados y tenían almohadillas. Los más sencillos eran para los campesinos y gente común.
Como Agatha no tenía linterna y no podía quitarle la suya a Plant, se le aferró de una manga. En determinado momento se enganchó el taco en la alfombra y estuvo a punto de caer. Jury y Plant la ayudaron a incorporarse.
– ¿Dónde diablos están las luces? – preguntó Jury. Nadie parecía saberlo.
Recorrieron toda la nave, iluminando las naves laterales con las linternas mientras Agatha les tironeaba de las mangas como una ciega
El púlpito era el más alto que Jury había visto en su vida, de “tres pisos” del siglo XVIII: púlpito, atril y asiento del clérigo combinados en tres pisos.
– Voy a mirar por acá – dijo Jury subiendo la estrecha y fina escalera. Había un estante en la parte interior del púlpito, con algunos libros; él los iluminó con la linterna. Sólo un Nuevo Testamento bastante usado y un Libro de Oraciones de la Iglesia Anglicana.
– ¿Encontró algo? – preguntó Melrose.
Jury negó con la cabeza y entonces vio la lámpara, que pendía de un brazo de bronce sobre el púlpito. Se estiró y tiró del cordón. Un lago de luz se derramó sobre el púlpito y alcanzó el presbiterio frente al altar.
Bajó los escalones y los tres caminaron debajo del arco del presbiterio. Lady Ardry aún iba colgada del saco de Plant como si es asesino estuviera jadeando entre las sombras de una de las naves oscuras. El altar, que había sido recientemente adornado con flores por los servicios de Navidad, exhalaba una fragancia pesada y exótica. En el extremo sudeste había una sacristía que se abría hacia la iglesia por una puerta en la pared del presbiterio. Jury entró, iluminó con la linterna el recinto y la demoró un momento sobre el cáliz. Quizá fue su insaciable curiosidad de policía lo que lo llevó a acercarse y retirar la servilleta que lo cubría.
Dentro de la copa había una pulsera de oro con dijes.
Con rapidez, sacó el pañuelo del bolsillo trasero del pantalón, lo desplegó y dejó caer el contenido del cáliz en él. Luego se unió a los otros dos, que permanecían mirando hacia el altar.
– ¡Dios santísimo! – dijo Agatha cuando vio lo que traía.
– Estaba en el cáliz, aunque no lo crean.
Hubo un breve silencio mientras consideraron el tesoro hallado.
– Pero, ¿cómo no la encontraron el domingo pasado?
– No hubo comunión – dijo Lady Ardry -. Denzil siempre se olvidaba de la comunión. Además, no habría usado eso. Le parecía antihigiénico. Usaba tacitas de plata, a veces.