Ruthven, el mayordomo, abrió la puerta de Ardry End. Decir que Ruthven pertenecía a la vieja escuela es quedarse corto. Melrose pensaba que todos los demás sirvientes de Inglaterra habían aprendido de Ruthven. Lo recordaba allí desde que tenía uso de razón. Ruthven podría tener entre cincuenta y cien años: siempre le había parecido idéntico.
Melrose heredó a Ruthven junto con los retratos, el paquete de acciones y el empapelado Morris, y durante el transcurso de su relación, el amo había hecho sólo una cosa que molestó al mayordomo: renunciando a su título, después de algunas sesiones en la Cámara de los Lores. Ruthven casi debió meterse en la cama. El mayordomo recibió la noticia una mañana durante el desayuno, como al pasar, como quien alcanza el plato para que le sirvan más arenque. Ah, a propósito, Ruthven, ya no debe llamarme milord. Se había quedado ahí parado, como tallado en piedra, con una expresión inmutable. No me pareció apropiado, ¿se da cuenta?, teniendo un trabajo, retener al mismo tiempo ese incómodo título. Ruthven se había limitado a inclinarse y presentarle la bandeja de plata con huevos a la manteca rodeados de gordas salchichas. Además, nunca me atrajo la idea de ocupar un asiento en la Cámara de los Lores. Qué aburrido sería. Cuando una salchicha hizo plop al caer sobre el plato, Ruthven rogó lo disculpara, diciendo que no se sentía bien.
Lady Ardry había recibido la noticia con gesto más ambivalente. Lo positivo era que por fin lograba superar a Melrose, ahora ella tenía un título, y él no. Esto la llenaba de alegría. Lo negativo era lo terriblemente antiinglés que era todo el asunto. ¿Cómo osaba desechar algo que había costado a su familia tantos años y tan impecable educación? Además, en las contadas ocasiones en que algún pariente lejano llegaba desde los Estados Unidos, Lady Ardry se había vanagloriado de exhibir “la casa de sus ancestros” y a Melrose junto con ella (“mi sobrino, el octavo Conde Caverness y duodécimos Vizconde de Ardry”) y todos lo miraban de arriba abajo como si fuera uno más de los objets d’art del castillo. Agatha estaba en una seria disyuntiva: por un lado le era delicioso decirse a sí misma “mi sobrino, el plebeyo”; por otro lado, era como retirar la delicada mantilla rosada de una cuna y descubrir que le han salido verrugas al bebé.
Así que el título constituía lo único en que lo había superado. No tenía nada más con qué competir. Melrose no era excesivamente rico, pero sí lo suficiente; tampoco excesivamente buen mozo, pero sí lo suficiente; no excesivamente alto, pero sí lo suficiente. Cuando se quitaba los formales anteojos con aro de oro para limpiarlos, se le veían los ojos de un verde sorprendente y luminoso. Y al decir que “tenía un trabajo” se excedía de modesto. Melrose ocupaba la cátedra de poesía romántica francesa en la Universidad de Londres donde enseñaba cuatro meses al año, en los que dejaba ecos de sí mismo resonando durante los otros ocho.
De modo que, como remate, era el profesor Melrose Plant. Lo cual hacía estremecer a Lady Ardry. Ese título hacía de él un gato con siete vidas, o un Hombre de la Máscara de Hierro, o la Pimpinela Escarlata: alguien con tan diferentes identidades como tarjetas de visita sobre una bandeja de plata.
Tenía además otro vicio que le causaba a la tía un sinfín de sufrimientos: era sencillamente demasiado inteligente.
Plant podía resolver las palabras cruzadas del Times en menos de quince minutos. Una vez ella lo desafió a un duelo de palabras cruzadas. Desgraciadamente a Lady Ardry le llevó media hora ordenar verticales y horizontales, de manera que abandonó el juego aduciendo que era una infantil pérdida de tiempo. Pero claro, Melrose no tenía que ganarse la vida, se decía, adjudicándose el papel de desdichada Cenicienta, condenada a ocuparse de la ceniza del mundo para que los otros Melrose pudieran bailar toda la noche y despertar entre sábanas de seda con sus bandejas con el desayuno y dedicarse a las palabras cruzadas del Times.
Melrose Plant suspiró con melancolía y se sentó frente al fuego. Con esos horribles asesinatos su tía sacaría a relucir sus inexistentes habilidades de deducción especialmente con él, por una mera cuestión de proximidad.
Aunque en realidad, podría decirse que ya estaba metido en el asunto, por haber estado en la posada Jack and Hammer la mañana del día anterior. No quería pasarse el día entero hablando de lo mismo, pero se vería obligado a oír hablar de ello, posiblemente por el resto de su vida.
Porque Melrose no depositaba muchas esperanzas en las facultades de deducción de la fuerza policial tampoco.
CAPÍTULO 4
Lunes 21 de diciembre
Protegiéndose los ojos con la mano como molesto por el resplandor de un sol brillante, el inspector en jefe Richard Jury parpadeó receloso hacia el superintendente en jefe Racer, sentado del otro lado de su inmaculado escritorio (era siempre muy rápido para sacarse el trabajo de encima y endilgárselo a otro) fumando con calma uno de sus cigarros caros. La otra mano del superintendente Racer jugueteaba con una cadena de oro que iba de un bolsillo del chaleco al otro. La camisa de puño doble era de color verde azulado y el traje de tweed Donegal hecha a medida. El inspector Jury pensaba que su superior tenía algo de dandy, algo de dilettante y, muy poco, de detective.
No porque el inspector Jury alimentara la engañosa impresión de que sus colegas de New Scotland Yard fueran todos poseedores de una integridad a toda prueba ni que rebosaran de calidez humana, una especie del clásico policía de Londres, con su sombrero abovedado, guiando a los turistas por la ciudad. Ni que los superiores como él mismo hicieran su aparición, vestidos con trajes impecables, ante puertas oscuras y le dijeran a la dueña de casa, vestida en bata: “Una investigación de rutina, señora”. No, no todos eran defensores de la ley y el orden de cabezas frías y brillante ingenio. Pero Racer no contribuía mucho a ese agradable estereotipo. Ahí estaba sentado, con un espantoso aire pedante, pensando, probablemente, en la cena de esa noche o en su última conquista, dejando que los Jury del mundo se ocuparan de las complicaciones.
Jury lo miró desde debajo de su mano.
– ¿Le metieron la cabeza en un barril de cerveza? – Aún esperaba que Racer le dijera que todo era una broma de mal gusto.
Racer se limitó a sonreír con acidez.
– ¿Nunca oíste hablar del Duque de Clarence? – Al superintendente le gustaba medir su ingenio con Jury, y, al estilo de los verdaderos masoquistas y apostadores, seguía haciéndolo aunque nunca ganaba.