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– Señor Matchett, no tiene obligación de decir nada a menos que así lo desee, todo lo que diga se pondrá por escrito y podrá ser usado en su contra, ¿comprendido? – preguntó, aún sabiendo que Matchett estaba inconsciente.

Luego dio media vuelta, caminó hasta el altar y volvió a subir al púlpito. Encendió la débil luz, levantó la Biblia y retiró el diario de Ruby Judd.

Contempló largamente el libro que daría fin a Simon Matchett. Al rato oyó una vez más la pesada puerta trasera, que se abría con suavidad. Desde la oscuridad del vestíbulo oyó la voz sarcástica del superintendente en jefe Racer.

– Al fin encontró su vocación, ¿eh, Jury?

Matchett fue llevado a la estación de policía de Weatherington. Fue arrestado “oficialmente” por Racer y su mano derecha, el inspector Briscowe, que había acompañado a su superior a Long Piddleton para “concluir el caso”, como le dijo Racer a los periodistas esa misma noche. Desde el momento mismo en que el superintendente Puso el pie en el pueblo, el caso pareció resolverse solo. Racer no lo dijo de manera tan directa, pero a los periodistas de Londres no se les escapó la relación causa-efecto.

– El maldito le robará el caso – dijo Sheila Hogg. Era medianoche, y estaba sirviéndole un whisky a Jury como si abriera una canilla. – Se va a llevar los laureles que le corresponden a usted. Incluso puso su vida en peligro, inspector; casi se hace matar. Tome. – Le puso el vaso lleno en la mano libre. El otro brazo había sido vendado por un doctor Appleby mucho más suavizado, luego de la resolución del caso.

A la hora del arresto de Matchett, todo Long Piddleton estaba enterado de los pormenores del caso, obra de Pluck, seguramente. Jury se había divertido mucho viendo a Pluck intentando desalojar a Briscowe de la cámara del fotógrafo de los diarios. Sheila Hogg lo había arrastrado literalmente a Jury a su casa a tomar algo. Para ella él era, sin duda, el héroe de la jornada.

– Bueno – dijo Jury en respuesta a las quejas de ella -, lo único que importa es que todo se solucionó al fin, ¿no?

– Por suerte para usted – dijo Darrington, en una nueva muestra de celos y hostilidad -. Hubiera deseado que yo fuera el culpable, ¿verdad? – Se rió afectadamente.

Jury levantó las cejas con burlona expresión de sorpresa.

– ¿Usted? Vamos, vamos. En ningún momento sospeché de usted. Me pareció que eso estaba claro. Usted no tiene la imaginación necesaria. Matchett, en cambio, tiene cierto estilo. Si no fuera tan retorcido habría sido escritor.

Sheila se rió, en parte por el efecto de la bebida, en parte por la satisfacción. Darrington se ruborizó y se levantó de un salto.

– ¿Por qué diablos no se va de una vez? ¡Me ha hecho la vida imposible desde que llegó y ya no tiene nada que hacer aquí!

Sheila golpeó el vaso contra la mesa.

– ¡Yo tampoco! – se puso de pie con dudosa firmeza e intentó una pose digna -. Oliver, tú también eres un asqueroso. Mañana mandaré a buscar mis cosas.

Darrington había vuelto a sentarse. Casi no la miró.

– Estás borracha – dijo, mirando las profundidades de su propio vaso.

Jury estiró el brazo para sostenerla cuando ella giró en redondo para encarar a Darrington.

– Prefiero estar borracha antes que… antes que no tener imaginación. ¿No es cierto, inspector?

Aunque la modulación de las palabras no fue perfecta y se bamboleaba como sacudida por un fuerte viento, Jury estuvo absolutamente de acuerdo con ella. Le ofreció su brazo y la acompañó fuera de la habitación.

– Él cree que no hablo en serio. Pero sí. Voy a tomar una habitación en lo de los Scroggs. A menos que… – y lo miró esperanzada desde debajo de las pesadas pestañas.

Él sonrió.

– Lo siento, preciosa. Pero la posada de Matchett está fuera de consideración. No se aceptan más huéspedes. – Mientras la ayudaba a ponerse el abrigo vio que ella contraía la cara en un gesto de desilusión, y le dedicó un guiño. – Pero siempre queda el viejo Londres. Irás a Londres, ¿no?

Recuperado el buen ánimo, ella dijo:

– ¡Claro que sí, mi amor!

Mientras caminaba hacia el auto Jury vio la silueta de Darrington recortada contra la luz del vestíbulo.

– ¿Sheila? ¿Qué diablos estás haciendo? – gritó desde la sala.

Después de ocuparse de que Sheila quedara en las maternales manos de la señora Scroggs, Jury se dirigió, algo mareado, hacia su alojamiento. Al bajarse del Morris vio luz en el bar.

Era Daphne Murch que lo esperaba retorciéndose las manos. Jury recordó que ella debía de haber estado allí cuando fueron a buscar las cosas de Matchett.

Corrió hacia él y le dijo:

– ¡No podía creerlo! ¡No podía creerlo! ¡El señor Matchett, señor! ¡Tan franco que parecía!

– Lo siento muchísimo, Daphne. Te sentirás muy mal, supongo. – Estaban sentados a una de las mesas; Daphne había preparado té, con la certeza de que una taza de esa bebida sería la cura universal para ellos. No dejaba de sacudir la cabeza, asombrada.

– Escúcheme, Daphne. Ya no tiene trabajo, ¿no?

Ella parecía muy deprimida.

– Tengo algunos amigos en Hampstead – dijo Jury. Sacó su libretita, anotó una dirección en un papel y se lo dio. – No sé si te gustará Londres, pero te aseguro que son muy buena gente. Y sé que están buscando una mucama. – Jury también sabía que tenían un chofer muy presentable. – Si quieres, me pondré en contacto con ellos apenas llegue a Londres y…

No pudo terminar la frase. Daphne dio vuelta alrededor de la mesa corriendo y le plantó un sonoro beso. Después desapareció raudamente de la habitación, roja de vergüenza.

CAPÍTULO 20

Lunes 28 de diciembre

Cuando Jury se despertó a la mañana siguiente no recordaba cómo había llegado a su habitación y se había dejado caer arriba de la cama, sin desvestirse. El whisky en lo de Darrington, sumado a las pocas horas de sueño en las últimas jornadas, había tenido un efecto fatal. Se despertó por un tímido golpe a la puerta. Farfulló algo y Wiggins asomó la cabeza.

– Siento mucho despertarlo, señor, pero el superintendente Racer está en el comedor y hace una hora que no deja de preguntar por usted. Hasta ahora pude calmarlo, pero no creo que pueda seguir haciéndolo mucho más. – El espantoso remordimiento de Wiggins por haber dejado escapar a Matchett sólo se había suavizado cuando Jury le contó cuán útiles le habían sido sus pastillas para la tos.

– Si no hubiera sido por usted, sargento… – La implicación de que había contribuido a salvarle la vida al inspector Jury obró mejor que cualquier medicamento en el estado de ánimo del sargento. Luego de entrar del todo en la habitación le dijo a Jury:

– A decir verdad, señor, me parece que el superintendente Racer se está portando de una manera vergonzosa. Hace una semana que usted casi no duerme. Trabaja demasiado, si me permite. Así que le dije al superintendente que lo iba a llamar a una hora decente. – El sargento Wiggins se interrumpió súbitamente, como si las palabras que acababa de pronunciar pudieran causarle graves trastornos.

– ¿En serio le dijo eso? – Jury se incorporó apoyándose en un codo y miró a Wiggins.

– Sí, claro, señor.

– Entonces lo único que puedo decir es que usted tiene muchísimo más coraje que yo, Wiggins.

El sargento se retiró, sonriendo, para que Jury se vistiera. Jury reparó de pronto en un detalle: Wiggins no había sacado el pañuelo ni una sola vez.

– ¿Quería verme? – Jury omitió el “señor” con toda deliberación -. ¿Me permite sentarme?

El superintendente en jefe Racer ya estaba sentado en el comedor, y los restos de un abundante desayuno estaban frente a éclass="underline" migas de scones, pedacitos de pan con manteca, huesitos de tocino. La luz resplandeció en su anillo de sello cuando se puso un cigarro en la boca.