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– Lo ahogaron, al menos eso dice la historia, en un tonel de vino de Malmsey – dijo Jury, con tono aburrido.

Racer hizo chasquear los dedos como si llamara a un perro.

– Los hechos, vamos a los hechos.

Jury suspiró.

– La primera víctima, William Small, hallada en la bodega de la posada The Man with a Load of Mischief. Asfixiado con un alambre y con la cabeza metida en un barril de cerveza. El propietario hace cerveza para su uso personal…

Racer lo interrumpió.

– Hay demasiadas cervezas de marca en esas viejas posadas. Yo prefiero que los dueños hagan cerveza casera. – Sacó un pequeño escarbadientes de oro y, al tiempo que comenzaba a trabajar sobre sus molares, le hizo una seña a Jury de que continuara.

– La segunda víctima, Rufus Ainsley, hallada en la posada Jack and Hammer, en una viga de madera encima del reloj, sobre la cual se apoya la figura tallada de un herrero… – Una vez más Jury miró a Racer, esperando que le dijera que todo era una broma. Pero es superintendente en jefe seguía allí enfrente; ya había terminado con el palillo y daba la impresión de que los duendes nocturnos que se dedican a coser los zapatos también le habían cosido los labios correosos. Lo que desconcertaba a Jury era que a Racer no le llamara la atención nada de eso. Al parecer, uno no tenía por qué extrañarse ante una cabeza adentro de un barril de cerveza.

Jury continuó.

– Una camarera de la posada, Daphne Murch, fue la primera en encontrar el cuerpo de William Small, y llamó al propietario, Simon Matchett. Había algunas personas en el bar y todas declararon no conocer al muerto. Según el propietario, Small había llegado ese mismo días pidiendo alojamiento. Ese fue el primer asesinato. El segundo tuvo lugar veinticuatro horas después. El cuerpo de Ainsley fue colocado en una viga en lugar de la figura tallada en madera… – la voz de Jury se apagó. La idea de un asesino que se comportaba como un bromista el día de Guy Fawkes le helaba la sangre.

– Sigue.

– Al parecer sacaron el cuerpo de Ainsley por la ventana de un depósito que hay justo encima de la viga. La altura de la viga y la nieve explican que nadie lo haya visto por horas. – se preguntó si estaría soñando. – Ambas víctimas eran forasteros en Long Piddleton, y llegaron con una diferencia de un día o dos.

– ¿Un día o dos? ¿Qué es esto, muchacho? ¿Qué te parece que estás haciendo, Jury? ¿Adivinando? ¿Jugando en los charquitos? ¡Un policía tiene la obligación de ser preciso! – Y volvió a enchufarse el grueso cigarro en la boca, mirando fijamente a Jury mientras sonaba el intercomunicador. Racer oprimió el botón. – ¿Sí?

Era una de las chicas que trabajaba en C-4. Traía el expediente de los asesinatos de Northamptonshire.

– Que lo traiga, que lo traiga – dijo Racer irritado.

Fiona Clingmore entró con total conciencia de prioridades y le sonrió con calidez a Jury antes de entregarle el sobre de papel madera a Racer. Llevaba uno de esos conjuntos estilo 1940 que parecían gustarle tanto: zapatos negros de taco alto con presilla y botón sobre el empeine, pollera negra apretada, blusa negra con mangas largas que parecían de un camisón. Como siempre, el escote era muy pronunciado y la pollera muy corta. Fiona parecía siempre usar la ropa a media asta: quizás el luto se debiera a la muerte de su castidad, pensó Jury.

Jury observó los ojos del superintendente quitándole la ropa a la joven como quien pela una cebolla, capa por capa.

– Eso es todo – dijo Racer, despidiéndola con una palmada.

Con otra sonrisa y una guiñada a Jury, ella salió. Racer dijo con sarcasmo:

– Eres el preferido de las mujeres, ¿no, Jury? – y luego, con otro tono -: ¿Te parece que podamos seguir trabajando? – Extendió algunas fotos del expediente y señaló la primera con el dedo. – Small, William. Asesinado entre las nueve y las once de la noche del jueves 17 de diciembre, según la opinión de los muchachos de Northampton. Ninguna identificación. Sólo conocemos el nombre porque firmó el registro. Small se bajó de un tren en Sidbury, pero no sabemos dónde lo tomó. No hay modo de relacionarlo con nadie del pueblo. Eso es todo. Algún loco suelto, sin duda. – Racer comenzó a limpiarse las uñas con una navaja.

– Ojalá nos hubieran llamado de inmediato, ahora las huellas están frías.

– Pero no lo hicieron, ¿no, muchacho? Así que irás allí y retomarás esas huellas frías. ¿Esperas que las cosas te sean fáciles, Jury? La vida de un policía está llena de pesares. Es hora de que lo sepas. – Cerró la navaja y empezó a limpiarse el oído con el meñique. A Jury le habría gustado que terminara su arreglo personal en su casa.

Jury sabía que a Racer lo ponía furioso adjudicarle un caso. Todos en la división crían que Jury debía ser el superintendente. Por su parte, a Jury no le importaba demasiado. No quería estar a cargo de una división, y Dios sabía que no quería perder el tiempo investigando quejas contra otros policías. Al no tener ni esposa ni hijos que dependieran de él, podía permitirse un sueldo inferior, que era holgado para sus modestas necesidades. ¿Qué importaba todo, además? Jury había conocido hombres invalorables por su pericia y sabiduría incluso en las alturas olímpicas del comisionado.

– ¿Cuándo quiere que salga, señor?

– Ayer – gruñó Racer.

– Todavía tengo el asesinato del Soho…

– ¿El asunto ése del restaurante chino?

El teléfono los interrumpió y Racer lo levantó de un manotazo.

– Sí. – Escuchó un momento, dirigiéndole miradas a Jury -. Sí, está aquí. – Escuchó un poco más, con una sonrisa desagradable sobre los labios finos. – ¿Más de un metro ochenta, pelo castaño, ojos gris oscuro, lindos dientes y una sonrisa arrebatadora? – dijo en tono aflautado -. Claro que es nuestro Jury. – La sonrisa desapareció. – Dígale que luego la llamará. Ahora estamos ocupados. – Racer colgó el teléfono con brusquedad, haciendo saltar varias lapiceras. – De no ser por lo de “sonrisa arrebatadora” esa descripción podría valer para un caballo.

Jury preguntó paciente:

– ¿Puedo preguntar quién era?

– Una de las camareras del restaurante del Soho. – Racer miró el reloj. La llamada pareció recordarle su propia cita. – Tengo una cita para cenar. – Arrojó el expediente a Jury encima del escritorio. – Vete a ese pueblo dejado de la mano de Dios. Llévate a Wiggins. No tiene nada que hacer más que sonarse la nariz.

Jury suspiró. Como siempre, Racer ni siquiera le había ofrecido que eligiera a su propio sargento. Wiggins era un muchacho joven avejentado por la hipocondría. Era agradable y eficiente, pero siempre parecía estar a punto de desplomarse.

– Me pondré en contacto con Wiggins y saldremos mañana temprano – dijo Jury.

Racer ya se había levantado de la silla y estaba poniéndose su sobretodo, de corte perfecto. Jury se preguntó de dónde sacaría tanto dinero. ¿Aceptaría sobornos? A Jury no le importaba.

– Muy bien, llámalo, entonces. – El superintendente miró su delicado reloj de oro. – Debo ir al Savoy. Me espera una chica. – Sonrió con lascivia mientras dibujaba una figura en el aire. En la puerta se volvió y dijo: – Y por el amor de Dios, Jury, no te olvides de que trabajas aquí, ¿eh? Cuando llegues a ese pueblito, mantenme informado, para variar.

Jury caminó por el corredor: esos corredores le parecían grises comparados con la elegancia victoriana del viejo edificio. No había ni mármol ni caoba, por supuesto. A pesar de lo atestado y estrecho del viejo edificio de Scotland Yard, él lo prefería. Al llegar a la puerta de su oficina, encontró a Fiona Clingmore revoloteando, como si hubiera llegado allí por puro accidente. Se estaba abotonando un tapado negro.

– ¿Por fin libre de servicio, inspector Jury? – la voz sonó esperanzada.

Jury sonrió, extendió la mano y descolgó su tapado del perchero. Sus compañeros ya se habían ido, así que apagó la luz y cerró la puerta. Mirándola a la cara, la chica era menos joven de lo que parecía a la distancia y atraía menos el cabello rubio recogido sobre el que se encaramaba un sombrero redondo. Jury le dijo: