– ¿Te has estado poniendo al día con el sueño? Es una gran suerte que este caso acabara, ¿no crees, Jury? – Jury notó que no se hizo mención alguna a quién lo había resuelto. – De lo contrario hubieran comenzado los verdaderos problemas, no te quepa duda.
Daphne Murch, ruborizada aún, depositó una cafetera de plata frente a Jury, le dedicó una amplia sonrisa y se retiró, sin reparar en los ojos del superintendente Racer, fijos en sus piernas.
– No está mal – dijo Racer, antes de volverse para apoyarse sobre la mesa y mirar a Jury -. Jury, aunque no puedo reconocerte el mérito de cada movimiento que hiciste en este caso, debo reconocer que hemos logrado cerrarlo, de modo que no hay resentimiento de mi parte. Nunca pensé que fueras un mal policía, aunque estás sobreestimado por los demás en mi opinión. Esa sensación que tienen los hombres que trabajan bajo tus órdenes, esas tonterías que pregonan por el Yard… Tienes que hacer que los hombres te respeten, Jury, no que te aprecien. Eso no basta. Además desobedeces órdenes. Te dije que me llamaras todos los días. No lo hiciste. Te dije que me mantuvieras informado de cada movimiento. No lo hiciste. Nunca vas a llegar a superintendente por ese camino, Jury. Tienes que saber cómo manejar a los hombres que están por encima de ti y a los muchachos a tu cargo.
A Jury le sonó como el título de una mala película norteamericana de guerra.
– Bueno, me voy. Puedes terminar todo aquí. – Racer arrojó una cantidad de monedas sobre la mesa. No era tacaño, al menos. Antes de irse miró a su alrededor. – No es un mal lugar para un pueblito de mala muerte. Cené muy bien anoche. Siempre se puede confiar en un hombre que hace su propia cerveza.
Quizá Jack el Destripador hiciera su propia cerveza, pensó Jury, enmantecando una tostada fría.
– ¿Qué pasa, Wiggins? – le espetó Racer a Wiggins, que había irrumpido ante la mesa.
– El sargento Pluck ya trajo el auto, señor.
– Muy bien. – Cuando Wiggins se volvía para retirarse, Racer lo llamó. – Sargento, no me gustó mucho el tono que usó esta mañana conmigo…
A Jury se le estaba agotando la paciencia.
– El sargento Wiggins me salvó la vida – dijo. Al ver que Racer levantaba las cejas, interrogativo, Jury continuó: – ¿Oyó hablara del soldado que se salvó porque su anciana madre insistió en que llevara una Biblia en el bolsillo de la camisa? – Jury tiró la caja de pastillas para la tos sobre la mesa.
– ¿Y eso para qué diablos te sirvió? – preguntó Racer, rozando la caja con la punta de un dedo, como si fuera un objeto deleznable.
– Esas pastillas me salvaron. – Jury bebió el café y decidió exagerar un poco. – Wiggins sabía que no uso revólver y que me habían regalado una honda. En mi opinión fue una idea brillante de su parte.
Absolutamente encantado con el inesperado elogio, Wiggins pasó de una resplandeciente sonrisa a una expresión de perplejidad y viceversa. No estaba seguro de cómo descifrar este mensaje críptico que Jury acababa de presentar a su superior.
Racer miró a uno y otro y se limitó a gruñir. Luego dijo, con almibarado desdén.
– Si no tiene inconveniente, inspector Jury, no informaremos al público del hecho de que Scotland Yard sólo tiene hondas para protegerse, ¿eh?
Jury estaba sentado en la estación de policía de Long Piddleton, revisando papeles y escuchando una discusión amistosa entre Pluck y Wiggins. Pluck ensalzaba las virtudes en el campo mientras buscaba en el Times las últimas violaciones, asaltos y asesinatos cometidos en los callejones de Londres. De pronto la puerta se abrió como arrancada de cuajo por manos fantasmales y Lady Ardry irrumpió en la habitación. Melrose Plant entró detrás de ella, con expresión compungida.
Al ver a Agatha, Pluck y Wiggins intercambiaron una mirada y se retiraron con el té y el diario a la habitación adyacente.
Lady Ardry extendió la mano como una navaja y le espetó a Jury:
– Bueno, lo logramos, ¿no, inspector? – Su antiguo rencor había casi desaparecido por completo llevado por la brisa de la victoria.
– ¿Que lo logramos, querida tía? – dijo Melrose, sentándose en una silla en el rincón de modo de quedar detrás de ella y en la penumbra.
Jury sonrió.
– Bueno, quienquiera que lo haya hecho, Lady Ardry, alegrémonos de que todo terminó.
– Pasaba a invitarlo a almorzar, inspector, y me encontré con mi tía en la calle…
– ¿A almorzar? – exclamó Lady Ardry, mientras se arreglaba la capa como si fuera el traje de la Coronación. – Me gustaría mucho. ¿A qué hora?
– La invitación, querida tía, es exclusivamente para el inspector.
Ella agitó la mano, haciendo oídos sordos al comentario de su sobrino.
– Tenemos cosas más importantes entre manos que un almuerzo. – Apoyó las dos manos con firmeza en el bastón. Alrededor de una de las muñecas estaba la pulsera de esmeraldas y rubíes de Plant. A Jury le pareció que su esplendor real ya había comenzado a opacarse.
– Tenía que ser Matchett. Siempre lo supe. Uno se da cuenta por los ojos, inspector. Siempre se sabe por los ojos. Y los ojos de Matchett eran paranoicos, locos. Duros y fríos. ¡Bueno! – Golpeó con la mano sobre el escritorio. – Lo único que puedo decir es que me alegro de que usted estuviera aquí, en lugar de ese hombre asqueroso, ese superintendente Racer. Estoy segura de que no querrá que vuelva a narrarle el despreciable comportamiento de ese hombre en mi casa.
– Claro que no, Agatha – dijo Melrose, semioculto en una nube de humo como una especie de armadura translúcida.
Por encima del hombro ella le dijo:
– Para ti todo estaba muy bien, sentado allí en Ardry End, dedicado con toda indolencia al oporto y las nueces.
– Lady Ardry – dijo Jury, consciente de que ponía en peligro su flamante popularidad -, de no haber sido por el señor Plant, nunca habríamos conseguido la evidencia para poner a Matchett entre rejas.
– Es una delicadeza de su parte decir eso, mi querido Jury pero usted se ha caracterizado por su generosidad y sus amables palabras para todos.
Plant se ahogó con el cigarro.
– Pero – continuó ella -, usted y yo sabemos quién hizo todo en este caso. – Le dedicó una sonrisa aduladora. – Y no fue Plant, como tampoco fue ese absurdo superintendente, que estuvo demasiado ocupado mirando las piernas de todas las chicas del pueblo. – Agatha lustró una o dos esmeraldas de la pulsera con el borde de la manga de su vestido; después se inclinó hacia adelante y susurró: – Me dijeron que ese Racer estuvo en la posada de Scroggs anoche, revoloteando alrededor de Nellie Lickens.
Jury se abandonó a su curiosidad.
– ¿Quién es Nellie Lickens?
– Usted la conoce. La hija de Ida Lickens, la que tiene el negocio de chatarra. Nellie va a ayudar a Dick Scroggs a veces, aunque no sirve para nada.
– Chismes, Agatha.
– No te preocupes, Plant. Entiendo que mi humilde morada no puede compararse a Ardry End. – Se volvió con gesto despectivo hacia Plant. – Pero ese superintendente no tiene ningún derecho a tratarme de esa manera. Entró en mi casa, miró, dio media vuelta y se fue. ¡Y yo que le había preparado la cena! Un plato delicioso: guiso de anguila. No tienes por qué hacer ese ruido, Plant. ¡Y ese hombre tuvo el coraje de entrar en la cocina y mirar dentro de la cacerola!
– Lo siento muchísimo, Lady Ardry. Si New Scotland Yard le ha causado la menor molestia…
– Bueno, le voy a decir una cosa. Estoy segura de que mis huéspedes siempre se sienten muy cómodos. A propósito, estuve pensando hoy en poner un negocio de alojamiento con desayuno. Me parece que tengo habilidad para eso.