Twig murmuraba maldiciones contra Daphne Murch. La pobre chica no hacía nada bien, y eso incluía lo de encontrar cadáveres en el sótano.
– ¡Melrose! – Era la voz de su tía, desde el bar -. ¿Te vas a quedar ahí en el comedor dando vueltas? ¡Vamos, vamos!
Agatha se había sentado a la mesita junto a la ventana en arco, en el silloncito con almohadones, dejándole a Melrose la banqueta dura. Matchett se ubicó a la derecha de ella. Los paneles en forma de diamantes reflejaban las luces oscilantes del inmenso hogar de piedra que había al otro lado del salón. Unos leños enormes ardían sin orden ni concierto sobre el piso de piedra de ésta, que no tenía pantalla. Las llamas se alzaban, disminuían y volvían a elevarse, como si abrigaran horribles pensamientos. Ajeno a su proximidad con las puertas del infierno, un gran perro de dudosas credenciales estaba echado frente al hogar, dormitando. Cuando vio entrar a Melrose, abrió un ojo y observó su paso a través de la habitación. Cuando éste se sentó, se levantó con pesadez y avanzó torpemente hacia su mesa. Su amor por Melrose era incomprensible, porque éste no le devolvía la admiración e incluso trataba de ignorarlo. Como le llegaba a la cintura era como tratar de ignorar a un mamut lanudo. El perro metió la nariz debajo de la axila de Melrose.
– Mindy, quieto – dijo Matchett sin mucha convicción.
Mientras tanto, Twig se había acercado arrastrando los pies y tomando el pedido de bebidas. Gin con bitter para Agatha, un Martini para Melrose. Ella apoyó su amplio busto sobre los brazos cruzados y dijo:
– Ahora, mi querido Matchett, haz venir a Murch. Puede ser que recuerde algo más. – La tía había adquirido el tonto hábito de dirigirse a los hombres por los apellidos (Mi querido Plant, mi querido Matchett). Ya nadie hablaba así, excepto en los polvorientos clubes masculinos, donde el rigor mortis parecía una causa más que un efecto de la muerte.
Melrose sabía que su tía sólo quería tener la oportunidad de interrogar a Daphne Murch en su mejor estilo New Scotland Yard.
– ¿Por qué no dejas tranquila a esa pobre chica? – preguntó encendiendo un fósforo contra el soporte que había sobre la mesa y prendiendo un cigarro.
– Porque tengo interés en todo este espeluznante asunto, aunque a ti no te importe. Además puede ser que esa chica haya recordado algo fuera de lo común.
– Supongo que encontrar a uno de los huéspedes con la cabeza en un barril de cerveza es bastante fuera de lo común. No se puede pedir más.
– Dejémosla tranquila – convino Matchett -. Todo esto la ha perturbado tanto, Agatha.
Agatha no estaba contenta. Era evidente que quería oír de nuevo la historia de su propia incidencia en el descubrimiento del cuerpo, papel que había conseguido embellecer más cada vez que lo contaba. Al menos, pensó Melrose, esta chica Murch contaba siempre la misma historia, temerosa, quizá, de que cualquier cambio la llevara al banquillo de los acusados en Old Bailey.
Cuando Twig dejó las bebidas sobre la mesa, Matchett dijo:
– ¿Qué piensa, Plant, de este asunto? – Siempre se las arreglaba para hacer entrar a Melrose en conversaciones como ésa.
Melrose estudió su cigarro.
– Creo que estoy de acuerdo con Wilde. El asesinato es un error. Uno no debería nunca hacer nada de lo que no pueda charlar después de la cena.
– ¡Qué sangre fría! – empezó a decir Agatha, pero fue interrumpida por Matchett que se levantó a recibir a dos personas que acababan de entrar al bar -. Ahí están Oliver y Sheila.
Melrose vio a su tía ensayando varias sonrisas para ver cuál quedaba bien. Odiaba tanto a Oliver como a Sheila, pero no podía permitir que se notara. Aunque Melrose compartía ese sentimiento hacia Oliver Darrington, Sheila le parecía una buena persona. Se la describía eufemísticamente, como la “secretaria” de Darrington, pero todos sabían que era su amante. Aunque parecía ser poco más que un satélite, como una estrellita del brazo del productor, Melrose sospechaba que era mucho más inteligente que Darrington, lo cual tampoco era un cumplido exagerado, porque el amante no tenía dos dedos de frente. La joven se preocupaba más que nada en mostrar su cuerpo que, junto con la cara, hacía un buen conjunto. A Melrose no le gustaba ese tipo de mujer, pero entendía que gustara a otros hombres. Le gustaban las mujeres que lo miraran con ojos claros y honestos, ojos como los de Vivian Rivington, quizá. Los de Sheila estaban tan maquillados que él siempre tenía la sensación de estar mirando a una foca muy bonita.
Sheila y Oliver arrimaron sillas, se quitaron los abrigos y se dispusieron a hablar del tema que había hastiado a Melrose.
– Oliver tiene una teoría – dijo Sheila.
– ¿Una sola? – preguntó Melrose, mirando a un alce que había encima del bar.
– Es muy inteligente – dijo Sheila -. Escúchenlo.
Melrose prefería estudiar al alce. Oliver habló con voz monocorde.
– ¿No te parece, Mel? – Sheila lo tocaba con el codo.
– ¿Qué? – Melrose bostezó. Le hizo ruido el estómago. Sheila frunció los labios.
– La teoría de Oliver, sobre los asesinatos. ¿No escuchaste?
– No le hagan caso a Melrose – dijo Lady Ardry, acomodándose el cuello de zorro -. Nunca escucha. – Melrose pensó que los ojitos de vidrio del zorro lo miraban implorantes. Del alce al zorro. ¿Se había vuelto un aficionado a los animales?
De todos modos, Sheila se inclinó por encima de la mesa para contarle la teoría de Oliver.
– Es alguien que tiene algo en contra de Long Piddleton. Alguien a quien el pueblo perjudicó. La herida se inflamó y se inflamó, hasta que el mancillado encontró la manera de vengarse.
– ¿Por qué no arrojó su estrella en el barro? – preguntó Melrose, sacudiendo la ceniza de su cigarro -. Gary Cooper lo hizo. – Le encantaban las viejas películas del oeste.
Sheila lo miró perpleja y Oliver dejó de sonreír con expresión inteligente.
– Te lo dije, Sheila. No le hagas caso. Actúa como si no estuviera aquí – dijo Agatha, que pidió otro gin con bitter.
Pero Sheila insistió.
– Oliver está escribiendo un libro, ¿saben? Una especie de documental salpicado de ficción sobre este tipo de cosas.
– ¿Este tipo de cosas? – preguntó Melrose cortés.
– Claro, sobre asesinatos especialmente extraños.
– Vamos, Sheila, no cuentes todo – dijo Darrington -. Sabes bien que no hablo sobre mi trabajo hasta que no está terminado.
Agatha estaba desolada. Él era su principal rival en Long Piddleton, pues había disfrutado de una modesta celebridad durante algunos años como escritor de novelas de detectives. Esta celebridad (para gran deleite de ella) declinaba a toda velocidad después de su último intento.