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Herb desvió los ojos y Gary contestó:

—Muy bueno.

Kit, que estaba detrás de Joanna y olía al perfume de la madre de Walter, cualquiera que fuese, le dijo:

—Venga, vamos a la cocina.

—Que se diviertan —dijo Joanna a los dos hombres.

Gary, que había clavado los dientes en un sandwich, le sonrió con los ojos, a través de los cristales. Herb la miró y contestó:

—Gracias. Eso deseamos.

Joanna siguió los pasos de Kit sobre el vinílico de pseudorrevestimiento plástico.

—¿Le gustaría tomar una taza de café?

—Gracias, no se moleste.

La siguió hasta la cocina, que olía a café. Estaba impecable, naturalmente, o lo habría estado, de no ser por la secadora abierta, y por la pila de ropa limpia y la canasta para ropa que había sobre una mesa, encima de la secadora. El ojo redondo de la lavadora se revolvía, borrascoso. El piso era un nuevo despliegue de plástico.

—Está todavía sobre la cocina —dijo Kit—, de modo que no sería ninguna molestia.

—Bueno, siendo así…

Se sentó a una mesa redonda verde, mientras Kit sacaba una taza y un plato, de una alacena cuidadosamente arreglada: todas las tazas colgadas de sus ganchos, todos los platos alineados en sus soportes.

—Ahora todo es paz y silencio —dijo Kit, cerrando la alacena y yendo hacia la cocina. Su figura, en el vestido celeste corto, era casi tan despampanante como la de Charmaine—. Los chicos fueron a casa de Gary y Donna. Yo estoy haciendo el lavado de Marge McCormick. No sé qué compostura tiene hoy que no se puede mover.

— ¡Oh, pobre!

Kit sujetó con las puntas de los dedos la tapa de una cafetera, y sirvió el café.

—No dudo de que estará como nueva en un par de días. ¿Cómo lo toma, Joanna?

—Con leche y sin azúcar, por favor.

Kit se dirigió al refrigerador con la taza y el plato.

—Si viene a hablarme otra vez de esa reunión, lamento decirle que sigo estando terriblemente ocupada.

—No se trata de eso —dijo Joanna. Observó atentamente a Kit, que en ese momento abría el refrigerador, y prosiguió—: Quería averiguar lo que ocurrió en el «Club de Mujeres».

—¿El «Club de Mujeres»? —Estaba de pie ante el refrigerador iluminado, de espaldas a Joanna—. ¡Oh, hace tantos años de eso! Se deshizo.

—¿Por qué?

Kit cerró el refrigerador y abrió un cajón adyacente.

—Varias socias se fueron a vivir a otro lado. —Cerró el cajón y se volvió, colocando una cucharilla sobre el plato—. Y el resto, simplemente perdió interés. Yo, por lo menos, lo perdí.—Se dirigió a la mesa, vigilando la taza—. No cumplía ninguna finalidad útil. Las reuniones resultaron abrumadoramente aburridas al cabo de un tiempo… —Dejó el plato y la taza sobre la mesa, y los empujó más cerca de Joanna—. ¿Tiene suficiente leche?

—Sí, está muy bien. Gracias. ¿Cómo es posible que no me hablara de eso cuando vine la vez pasada?

Kit sonrió y sus hoyuelos se hicieron más profundos.

—Usted no me preguntó nada. De lo contrario, le habría dicho cualquier cosa que deseara saber. No es ningún secreto. ¿Querría un trozo de torta o unas galletitas?

—No, gracias.

—Voy a doblar estas cosas.

Kit se apartó de la mesa. Joanna la observó mientras cerraba la secadora, tomaba una pieza de ropa de la pila, y la sacudía: era una camiseta.

—¿Qué pasa con Bill McCormick? ¿No sabe manejar una lavadora? Yo creía que era una de nuestros cerebros aeroespaciales.

—Tiene que atender a Marge —contestó Kit, doblando la camiseta—. ¡Qué suaves y blancas salen estas cosas! ¿No?

Puso la camiseta doblada en la canasta de la ropa, sonriendo.

Parecía la actriz de un comercial.

Y eso era, pensó Joanna de pronto. Ella y las demás, todas las casadas de Stepford, eran eso: actrices de comerciales, complacidas con detergentes y ceras para el piso, con productos de limpieza, champúes y desodorantes. Hermosas actrices, abundantes de busto pero escasas de talento, tan exageradas en su papel de amas de casa de un pueblo suburbano, que le quitaban toda realidad y no convencían a nadie.

—Kit… —empezó a decir.

Kit la miró.

—Usted debía ser muy joven cuando fue presidenta del club. Significa que es una persona inteligente y, de cierto empuje. ¿Es feliz ahora? Dígame la verdad. ¿Siente que está viviendo una vida plena?

Kit la miró y movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Sí —dijo—, soy feliz. Siento que estoy viviendo una vida perfectamente plena. Herb tiene un trabajo importante, que no podría desempeñar tan bien, ni muchos menos, si no fuera por mí. Los dos constituimos una unidad: entre los dos estamos criando una familia, haciendo investigaciones de óptica, gobernando un hogar limpio y confortable, y trabajando en una obra de bien social.

—¿A través de la «Asociación de Hombres»? —Sí.

—¿Las reuniones del «Club de Mujeres» eran más aburridas que los quehaceres domésticos? Kit frunció el ceño.

—No, pero sí menos útiles. ¿Por qué no toma su café? ¿Está mal?

—No —dijo Joanna—. Estaba esperando a que se enfriara un poco. —Y levantó la taza.

—Ah. —Kit sonrió, volvió a la pila de ropa y dobló algo.

Joanna la observó. ¿Le preguntaría quiénes habían sido las otras socias? No, ¿para qué? Todas debían ser iguales a ella… Se llevó la taza a los labios y bebió un sorbo: el café era fuerte y aromático, el mejor que había paladeado en mucho tiempo.

—¿Cómo están sus chicos? —preguntó Kit.

—Muy bien.

Ya iba a preguntarle la marca del café, pero se contuvo y siguió bebiendo.

Quizá los paneles irregulares de la ferretería balancearan el reflejo de la luna con un efecto interesante, pero no había medio de comprobarlo; no mientras los paneles siguieran ahí, y la luna siguiera allá. C’est la vie. Vagabundeó un rato por el Centro, impregnándose en la sensación de vacío nocturno a través de todo el arco de la calle: a un lado, la blanca hilera de tiendas de frente colonial; al otro, la falda de la colina, la biblioteca, el cottage de la «Sociedad Histórica». Desperdició cierta cantidad de película en faroles y cestos de papeles —con tiempo de cliché—, pero era sólo película común, de modo que no importaba un cuerno. Un gato bajó al trote el senderito de la biblioteca —un gato gris plateado, con una negra sombra de luna adherida a las zarpas— y cruzó la calle hacia la plaza de estacionamiento del supermercado. No, gracias, las fotografías de gatos no nos entusiasman.

Armó el trípode sobre el cuadro de césped de la biblioteca, y tomó algunas de los frentes coloniales, usando el lente de cincuenta milímetros y haciendo exposiciones de diez, doce y catorce segundos.

Un olor raro, a droga, alteró el aire, traído por una ráfaga que soplaba a su espalda. Casi le recordó algo de su niñez, pero no por completo. ¿Algún jarabe que le habían dado? ¿Algún juguete que había tenido?

Volvió a cargar la cámara a la luz de la luna, cerró el trípode y retrocedió hacia el lado opuesto de la calle, explorando la biblioteca en busca de un ángulo conveniente. Encontró uno y se instaló. El blanco entablado de quilla aparecía listado de negro a la luz perpendicular de la luna; las ventanas mostraban paredes tapizadas de libros, débilmente iluminadas desde dentro. Enfocó, extremando las precauciones, y ensayó una serie de tomas, la primera de ocho segundos, y cada una de las siguientes un segundo más larga que la anterior, hasta llegar a dieciocho. Una, por lo menos, captaría las paredes interiores tapizadas de libros, sin sobreexponer el entablado.

Fue hasta el automóvil a buscar su suéter, y cuando volvió a la cámara, echó una mirada a su alrededor. ¿El cottage de la «Sociedad Histórica»? No, la sombra de los árboles lo oscurecía demasiado, y de cualquier modo, era insulso. En cambio, más allá, en lo alto de la colina, el edificio de la «Asociación de Hombres» presentaba un aspecto sorprendentemente cómico: sobre la casa cuadrada del siglo XIX, simétrica y maciza, se tambaleaba como una sombrillita una reluciente antena de TV. Las cuatro altas ventanas del primer piso estaban abiertas y vividamente iluminadas. En el interior se movían algunas figuras.