Joanna sacó de la cámara el lente de cincuenta milímetros, y estaba colocando el de treinta y cinco, cuando el resplandor de unos faros irrumpió en la calle y se fue haciendo más y más brillante.
Se volvió y un faro auxiliar la enfocó. Mientras cerraba los ojos, ajustó el lente; después se los protegió con la mano y miró de soslayo.
El automóvil se detuvo; el rayo del faro auxiliar se desvió, para extinguirse en una chispa naranja. Joanna parpadeó varias veces, viendo todavía la irradiación enceguecedora.
Un coche de la Policía. Continuaba detenido en el mismo lugar, a unos diez metros de distancia, del otro lado de la calle. Una voz de hombre hablaba suavemente en su interior; hablaba y seguía hablando.
Ella aguardó.
El coche avanzó, llegó hasta donde estaba y se detuvo. El joven policía del antipolicial bigote castaño, la saludó con una sonrisa.
—…noches, señora.
Lo había visto a menudo, una vez en la papelería, comprando papel crepé de todos los colores en existencia, un rollo de cada color.
—Hola —le contestó sonriendo.
Estaba solo en el coche; debía haber estado hablando por su radio. ¿Acerca de ella?
—Lamento haberla enfadado así —dijo el policía—. ¿Es suyo el auto que está estacionado junto a la estafeta de correos?
—Sí, no lo estacioné aquí mismo porque estaba…
—Bien, bien… Quería asegurarme, simplemente.
Miró de costado hacia la cámara.
—Es una bonita cámara ésa. ¿De qué marca es?
—Una «Pentax».
—«Pentax», ah. —Miró a la cámara y a Joanna—. ¿Y puede sacar fotografías de noche?
—Con tiempo de exposición.
—Sí, claro. ¿Y cuántos segundos lleva, en una noche como ésta?
—Bueno, depende.
Él quiso saber qué clase de película estaba usando, y en qué. Si era una aficionada o una fotógrafa profesional. Cuánto costaba aproximadamente una «Pentax», y qué ventajas tenía sobre otras cámaras.
Ella procuró no impacientarse: debía estar contenta de vivir en un pueblo donde un policía podía detenerse un rato a conversar.
—Bueno —acabó por decir el hombre, con una sonrisa—, supongo que no debo hacerle perder más tiempo. Buenas noches.
—Buenas noches —contestó Joanna, sonriendo.
El auto se puso en marcha lentamente.
El gato gris atravesó a la carrera los rayos de los faros.
Joanna se quedó mirando el coche un momento; después se volvió hacia la cámara y aseguró el lente. Agachada ante el visor, lo movió hasta conseguir un buen encuadre de la «Asociación de Hombres», y ajustó la cabeza del trípode. Enfocó, y obtuvo en el visor una imagen más nítida de la alta casa cuadrada con su antena tambaleante. Dos ventanas estaban ahora oscuras, otra oscurecida por la persiana bajada, y la última también.
Se incorporó, dirigió una mirada a la casa misma, y luego a las luces traseras, ya lejanas, del coche policial.
Sí, había irradiado un mensaje referente a ella, y la había distraído con sus preguntas mientras el mensaje surtía efecto y se bajaban las persianas.
¡Pero, mujer, no seas chiflada! Miró el edificio una vez más. Seguramente no tendrían un aparato de onda corta allí. ¿Y qué podía temer el policía que fotografiara? ¡Quién sabe, a lo mejor estaban en plena orgía! ¡A lo mejor habían invitado a algunas mujerzuelas de la ciudad! (o, mejor aún, de aquí, de Stepford mismo, ¿por qué no?». La ampliación revela escandaloso secreto.
Al parecer, diligentes amas de casa, satisfactoriamente inmóviles para una exposición bastante larga, fueron sorprendidas mientras retozaban en la «Asociación de Hombres», el sábado a la noche, por la fotógrafa Nancy Drew Eberhart, de Fairview Lane…
Sonriendo, se agachó al visor, mejoró el encuadre y el enfoque y fotografió la casa de ventanas oscuras en tres exposiciones, de diez, doce y catorce segundos, respectivamente.
Fotografió también la estafeta de correos y su mástil desnudo, recortado contra las nubes que iluminaba la luna.
Estaba poniendo el trípode en el auto, cuando pasó a su lado el coche policial y aminoró la marcha.
—¡Espero que salgan todas! —gritó el joven policía.
—¡Gracias! —le gritó ella a su vez—. ¡Muy agradable la conversación!
Era una forma de reparar sus suspicacias de origen urbano.
—¡Buenas noches! —gritó el policía.
Uno de los socios más antiguos en la firma de Walter murió de uremia, y se descubrió que había llevado una contabilidad alarmantemente inexacta de los bienes administrados en fideicomiso. Walter tuvo que pasar dos noches y un fin de semana en la ciudad, y en las noches subsiguientes rara vez volvió a casa antes de las once. Pete sufrió una caída del ómnibus escolar, y a raíz de ella perdió dos dientes. Los padres de Joanna, que iban a pasar unas vacaciones en el Caribe, aprovecharon para hacerle una visita de tres días, anunciada en el último momento. (Quedaron encantados con la casa y con Stepford, y la madre de Joanna encontró admirable a Carol van Sant. « ¡Tan serena y tan eficiente! No te vendría mal seguir su ejemplo, Joanna.»)
El lavaplatos se descompuso y también la bomba. Llegó el octavo cumpleaños de Pete, ocasión que, naturalmente, requirió regalos, privilegios, una tarta y una fiesta. Kim pescó unas anginas y no pudo salir en tres días. El período de Joanna se atrasó, pero llegó finalmente, gracias a Dios y a la píldora.
Se las arregló para intercalar entre todas estas cosas un poco de tenis, y su juego había mejorado, aunque todavía no estaba a la par del de Charmaine. Consiguió dejar instaladas tres cuartas partes del cuarto oscuro; ensayó unas cuantas ampliaciones de la foto «Negro y Taxi»; reveló e imprimió las que había tomado en el Centro, y encontró dos que parecían excelentes. Tomó instantáneas de Pete, Kim y Scott Chamalian, jugando en el columpio del jardín.
Veía a Bobbie casi diariamente; hacían las compras juntas y, de vez en cuando, ella se presentaba con sus dos hijos menores, Adam y Kenny, de vuelta de la escuela. Un día, Joanna, Bobbie y Charmaine se vistieron de punta en blanco y fueron a Eastbridge, para obsequiarse con un lunch de dos cócteles en un restaurante francés.
Hacia finales de octubre, Walter ya regresaba a comer, después de haber dejado convenientemente desenredadas, remendadas y tapadas las malversaciones del socio difunto. En la casa todo funcionaba, todos andaban bien. Tallaron una calabaza enorme para la fiesta de Todos los Santos, a la que Pete asistió, por-la-razón-o-por-la-fuerza, en figura de Batman desdentado, y Kim disfrazada de Heckel o Jeckel (insistía en que era las dos). Joanna repartió cincuenta bolsas de bombones, y después tuvo que ponerse a régimen de fruta y galletitas. Ya sabía para el año próximo.
El primer sábado de noviembre dieron una comida: Bobbie y Dave, Charmaine con Ed, su marido, y de la ciudad, Shep y Silvia Tackower, Don Ferrault —uno de los socios de Walter— y su esposa, Lucy.
La asistenta local que Joanna tomó para que ayudara a servir y a lavar la vajilla, estaba contentísima de trabajar en Stepford, para variar un poco.
— ¡Antes había aquí tanta vida social! —añoró—. Yo tenía una rueda de señoras que se disputaban mis servicios. Y ahora tengo que ir a Norwood, a Eastbridge y a New Sharon. ¡Y eso que aborrezco conducir de noche!