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Era una mujer regordeta y movediza, de pelo blanco, que se llamaba Mary Migliardi.

—Todo por culpa de la «Asociación de Hombres» —añadió, mientras clavaba palillos en un plato de camarones—. La vida social se fue por la ventana desde que ellos inauguraron. Los hombres salen y las mujeres se quedan en casita. Si viviera mi viejo, tendría que tumbarme de un garrotazo en la cabeza, antes que lo dejara hacerse socio.

—Pero es una institución muy antigua, ¿no? —dijo Joanna, mezclando la ensalada a la distancia de un brazo, en atención a su vestido.

—¿Habla en broma? Es nueva. Seis o siete años, no más. Antes estaba la «Asociación Cívica», los «Elks» y la «Legión». —Siguió pinchando camarones a una velocidad automática—. Pero todas se refundieron en ésa, en cuanto empezó a funcionar. Menos la «Legión», que todavía está separada. Seis o siete años, y nada más. Esto no será todo lo que tiene para hors d’oeuvres, ¿verdad?

—Hay un rollo de queso en el refrigerador.

Llegó Walter, elegantísimo con su chaqueta a cuadros, con el cubo para el hielo.

—Andamos de suerte. Hay una buena película de animales. Pete ni siquiera piensa en bajar. Llevó el «Sony» a su cuarto.

Abrió el congelador y sacó una bolsa de cubitos.

—Mary acaba de informarme que la «Asociación de Hombres» es nueva —dijo Joanna.

—No es nueva —dijo Walter, tirando del extremo de la bolsa.

—Unos seis o siete años —intervino Mary.

—A eso en mi pueblo lo llaman viejo.

—Yo creía que se remontaba a los puritanos —dijo Joanna.

—¿Qué te dio esa idea? —preguntó Walter, volcando los cubitos de hielo en el cubo.

Ella revolvía la ensalada.

—No sé… La forma en que está establecida. Esa casa tan vieja…

—Era la propiedad Terhune —dijo Mary, cubriendo con una hoja de plástico la fuente erizada de palillos—. La compraron tirada. Salió a remate judicial y no hubo otro postor.

La comida resultó un desastre. Lucy Ferrault era alérgica a algo y no paraba de estornudar; Silvia estaba preocupada; Bobbie, con quien Joanna había contado como estrella de la conversación, tenía laringitis. Charmaine era Miss Vamp: provocativa y gancho en ristre, moldeada en seda blanca hasta el suelo y con una ventana a la altura del ombligo. Dave y Shep fueron provocados y enganchados. Walter (¡que el diablo se lo llevase!) conversaba de leyes con Don Ferrault, en un rincón. Ed Wimperis —corpulento, carnoso, bien trajeado y adobado— hablaba de televisión, palmeando el brazo de Joanna y explicando con palabras parsimoniosas por qué los cachets iban a cambiarlo todo. Ya en la mesa, Silvia sacudió sus preocupaciones y arremetió contra las comunidades suburbanas, que se enriquecían a costa de los flojos gravámenes de la industria liviana, y al mismo tiempo se encastillaban en un parcelamiento de dos y de cuatro acres. Ed Wimperis derramó su copa de vino. Joanna procuró mantener la conversación en un nivel superficial, y Bobbie acudió valerosamente en su ayuda, intentando una explicación afónica sobre el origen de su laringitis: había estado grabando cintas para un amigo de Dave, que «se las daba de Henry Higgins, el desgraciado». Pero en este punto Charmaine, que conocía al aludido, y también había hecho grabaciones para él, le interrumpió:

—Nunca tomes a risa lo que haga un Capricorniano. Producen.

Tras lo cual, se internó en un análisis de signos que dio toda la vuelta de la mesa y reclamó la atención de cada uno.

El asado estaba demasiado hecho y Walter pasó un mal rato cortándolo en tajadas. El soufflé levantó, pero no tanto como hubiera debido, tal y como Mary se cuidó de hacer notar cuando lo servía. Lucy Ferrault siguió estornudando.

—Nunca más —dijo Joanna mientras apagaba las luces de fuera.

—Para mí será bastante pronto —dijo Walter en un bostezo.

—Oye, tú, ¿cómo pudiste quedarte parado ahí, parrafeando con Don, cuando había tres mujeres sentadas como postes en el sofá?

Silvia llamó para disculparse, le habían birlado un ascenso que estaba segura de merecer; y Charmaine llamó para decir que habían pasado un rato estupendo, y para posponer una cita de tenis, concertada condicionalmente para el martes.

—A Ed se le ha metido un tema entre ceja y ceja —explicó—. Va a tomarse unos días de descanso; haremos quedarse a Merrill con los Da-Costas (¿no los conoces?, ¡dichosa tú!) y los dos nos dedicaremos al «redescubrimiento mutuo». Significa que me va a andar persiguiendo todo el tiempo alrededor de la cama. Y mi período no llega hasta la semana próxima, ¡maldito sea!

—¿Por qué no dejar que te alcance? —sugirió Joanna.

—¡ Vaya una pregunta! Simplemente, porque no me hace gracia que un tremendo gallo se me eche encima. Nunca me gustó y nunca me gustará. Y no es que sea una lesbiana, porque lo probé, y eso tampoco es gran cosa. No, simplemente no me interesa el sexo. No creo que a ninguna mujer le interese, en realidad, ni siquiera a las de Piscis. ¿Te interesa a ti?

—Bueno, no soy una «ninfo», pero me interesa, cómo no.

¿Realmente, o sólo porque se supone que debe interesarte?

—Realmente.

—Bueno, cada uno es como es. En fin… Dejémoslo para el jueves, ¿de acuerdo? Ese día él tiene una conferencia de la que no puede zafarse, gracias a Dios.

Okay. El jueves, si no surge algún inconveniente.

—No permitas que surja.

—Está empezando a hacer frío.

—Usaremos suéters.

Concurrió a una asamblea de la «Asociación de Padres y Maestros». Allí se encontró con las maestras de Pete y de Kim, Miss Turner y Miss Gay, dos agradables mujeres de mediana edad, solícitamente dispuestas a contestar sus preguntas sobre métodos de enseñanza y los resultados que estaban obteniendo con el nuevo programa de actividad escolar. La concurrencia era escasa. Aparte de las maestras, sentadas al fondo del salón, sólo había nueve madres, y aproximadamente una docena de padres. La presidenta de la Asociación, una atractiva rubia llamada Mrs. Hollingsworth, dirigió el asunto con sonriente y calmosa eficiencia.

Joanna compró ropa de invierno para Pete y Kim y dos pantalones de lana para ella. Hizo unas ampliaciones fantásticas de «Receso Nocturno» y «La Biblioteca de Stepford». Además, llevó a Pete y a Kim al dentista, doctor Coe.

—¿En eso quedamos? —preguntó Charmaine haciéndola pasar.

—Por supuesto que sí. Yo dije que bueno, si no surgía algún inconveniente.

Charmaine cerró la puerta y le sonrió.

—Caramba, Joanna, discúlpame. Se me olvidó completamente.

—No importa. Corre a cambiarte.

—No podemos jugar —dijo Charmaine—. Primero, porque tengo muchísimas cosas que hacer…

—¿Cosas que hacer?

—Quehaceres de la casa.

—Joanna la miró.

—Despedimos a Nettie. Son absolutamente inconcebibles los líos con que salía del paso. Esto parece limpio a primera vista, pero mira un poco los rincones, son un horror. Ayer limpié a fondo el comedor y la cocina, pero me faltan los otros cuartos. No es justo que Ed tenga que vivir en la mugre.

—Muy gracioso el chiste —dijo Joanna, mirándola.

—No estoy jugando. Ed es un tipo verdaderamente extraordinario, y yo he sido egoísta y holgazana. Para mí se acabó el tenis, y se acabó la lectura de esos libros de Astrología. De ahora en adelante voy a cumplir como corresponde a mis deberes para con él, y también para con Merrill. Soy una mujer muy afortunada al tener un esposo y un hijo tan extraordinarios.

Joanna miró la raqueta prensada y enfundada que tenía en la mano, y luego a Charmaine.