—Me parece una gran idea. —Sonrió—. Pero francamente no puedo creer que de veras hayas renunciado al tenis.
—Ve y mira —dijo Charmaine.
Joanna no se movió ni le quitó los ojos de encima.
—Ve y mira —repitió Charmaine.
Joanna se volvió, atravesó el living y se aproximó a las puertas vidrieras. Descorrió una —oyó a su espalda los pasos de Charmaine— y salió a la terraza. La cruzó hasta el límite donde empezaba la barranca verde con su sendero de lajas, y miró hacia abajo.
Un camión cargado con secciones de cerca de tela metálica, estaba estacionado sobre el césped surcado de huellas de neumáticos, junto a la pista de tenis.
Dos lados de la verja habían desaparecido, y los otros dos —uno largo y otro corto— estaban derribados horizontalmente sobre el suelo. Dos hombres, de rodillas sobre el lado largo, trabajaban en él con unas cortadoras. Separaban y juntaban alternativamente los largos mangos de las cortadoras, y a cada doble movimiento sucedía un claro y breve sonido metálico.
En el centro de la pista, un montículo de tierra remplazaba la red y los postes desaparecidos.
—Ed necesita un putting green para practicar golf —dijo Charmaine, al llegar al lado de Joanna.
—¡Pero ésta es una pista de arcilla! —protestó Joanna, volviéndose hacia ella.
—Es la única superficie llana que tenemos en el terreno.
—¡Mi Dios! —dijo Joanna, consternada, mirando a los hombres que accionaban los mangos de las cortadoras—. ¡Qué disparate, Charmaine!
—Ed juega al golf, no juega al tenis.
Joanna la miró fijamente:
—¿Qué te hizo? ¿Te hipnotizó?
—No seas tonta —dijo Charmaine, sonriendo—. Ed es un tipo extraordinario, y yo una mujer de suerte que debería estarle agradecida. ¿Quieres quedarte un rato? Preparé un poco de café. Estoy limpiando a fondo la habitación de Merrill, pero podemos conversar mientras yo trabajo.
—Bueno —dijo Joanna, pero en seguida sacudió la cabeza y se rectificó—: No, no, yo…
Se apartó de Charmaine, retrocediendo unos pasos, sin dejar de mirarla.
—Hay varias cosas que yo también debería estar haciendo.
Se volvió y atravesó rápidamente la terraza.
—Perdona que haya olvidado llamarte —dijo Charmaine, entrando con ella en el living.
—No es nada —dijo Joanna mientras caminaba rápidamente. Se detuvo, se volvió, sujetando la raqueta ante sí con las dos manos, y añadió—: Vendré a verte dentro de unos días. ¿De acuerdo?
—Sí —dijo Charmaine, sonriente—. Pero avísame, por favor. Y dale saludos míos a Walter.
Bobbie fue a verlo con sus propios ojos, y la llamó para comentar.
—La encontré moviendo los muebles del dormitorio. ¡Se mudaron en julio! ¿Qué suciedad puede haber?
—No le va a durar —dijo Joanna—. No le puede durar. La gente no cambia así, de la noche a la mañana.
—¿Ah, no? —dijo Bobbie—. ¿Por estos lados tampoco?
—¿Qué quieres decir?
—¡Cállate la boca, Kenny! ¡Adam, dale eso inmediatamente! Joanna, escucha, necesito hablar contigo. ¿Podemos almorzar juntas mañana?
—Sí…
—Pasaré a recogerte alrededor de las doce. ¡Te dije que le dieras eso! A las doce, y no me vayas a fallar. ¿Okay?
—Convenido. ¡Kim, te estás mojando todo el…!
Walter no se sorprendió particularmente, al enterarse del cambio operado en Charmaine.
—Ed debe haberle ajustado las clavijas —dijo, haciendo girar contra su cuchara un tenedor cargado de spaghetti—. No creo que gane suficiente dinero para sostener ese tren. Una criada debe estar cobrando por lo menos cien dólares semanales, en este momento.
—¡Pero es que toda su actitud ha cambiado! —arguyó Joanna—. Cualquiera hubiera imaginado que se quejaría.
—¿Sabéis cuánto le dan a Jeremy para sus gastos? —preguntó Pete.
—Tiene dos años más que tú —le recordó Walter.
—Te va a parecer una locura —dijo Bobbie—, pero quiero que me escuches sin reír porque, una de dos: estoy en lo cierto, o estoy perdiendo la chaveta y hay que compadecerme —y mordió el panecillo de su hamburguesa con queso.
Joanna, que la observaba, tragó su hamburguesa y dijo:
—Está bien. Habla.
Se habían estacionado frente al parador de MacDonald, y estaban comiendo dentro del automóvil.
Bobbie tomó un bocadito de hamburguesa, masticó y tragó.
—Salió algo en el Time hace unas semanas —dijo—. Lo busqué, pero debo haber tirado el número. —Miró a Joanna—. Resulta que tienen un promedio muy bajo de criminalidad en El Paso, de Texas. Creo que era en El Paso, pero si no era no importa. De cualquier modo, en algún lugar de Texas, tienen un promedio de criminalidad muy bajo, más bajo que en todo el resto del territorio. Y la razón es que hay en el suelo un agente químico que pasa al agua, aplaca a todo el mundo y afloja las tensiones. Cierto, como que hay Dios.
—Sí, creo recordarlo —admitió Joanna, con la hamburguesa en la mano.
—Yo pienso que también aquí, en Stepford, hay algo, Joanna. Es posible, ¿no? Todas esas plantas industriales raras de la Ruta Nueve, electrónicas, computadoras, trebejos aeroespaciales, en combinación con el riachuelo de Stepford, que corre exactamente detrás, sabe Dios qué porquería están propagando en el ambiente.
—¿Qué pretendes decir?
—Reflexiona un minuto. —Bobbie cerró el puño de su mano libre y proyectó el meñique—. Charmaine ha cambiado y se ha convertido en una fregona. —Proyectó el anular—: La mujer con quien hablaste, la que era presidenta del club, también cambió, ¿verdad? Tuvo que haber sido diferente en otro tiempo…
Joanna asintió con la cabeza.
Apareció el dedo medio de Bobbie.
—La que jugaba al tenis con Charmaine antes que tú, cambió también. La misma Charmaine nos lo dijo.
Joanna arrugó el ceño. Sacó una patata frita de la bolsa que estaba en medio de las dos.
—¿Tú piensas que se debe… a un agente químico?
Bobbie movió la cabeza afirmativamente:
—Que puede provenir de alguna de esas plantas, o simplemente estar aquí ya, como en El Paso o donde sea. —Tomó su café del tablero—. Tiene que ser eso. No puede ser pura coincidencia que todas las mujeres de Stepford sean como son. Y algunas de las que visitamos, seguramente pertenecieron a ese club. Unos pocos años atrás aplaudían a Betty Friedan, y míralas ahora. Ellas también han cambiado.
Joanna comió su patata frita y mordió un bocado de hamburguesa. Bobbie tragó un bojeado de hamburguesa y sorbió su café.
—Hay algo —insistió Bobbie—. En la tierra, en el agua, en el aire… No sé dónde, pero algo hay. Hace que las mujeres se interesen en el manejo de la casa, y se desinteresen de todo lo demás. ¿Quién conoce a fondo la acción de los agentes químicos? Ni los ganadores del Premio Nobel. Tal vez se trate de una especie de hormona. Así se explicarían esas pechugas fabulosas. Te habrás fijado, sin duda.
— ¡Cómo no me voy a fijar! Cada vez que pongo un pie en el supermercado, me siento núbil.
—Y yo lo mismo, te lo juro. —Bobbie dejó su café sobre el tablero y sacó unas patatas fritas de la bolsa—. ¿Y bien?
—Supongo que es… posible. Pero suena tan… fantástico —dijo Joanna, y tomó del tablero su café, que había dejado un parche de | niebla en el parabrisas.
—No más fantástico, creo, que el asunto de El Paso.
—Sí, más, porque afecta únicamente a las mujeres. ¿Qué opina Dave?
—No se lo he comentado todavía. Me pareció mejor ensayarlo primero contigo.