Joanna sorbió su café.
—Bueno, cabe dentro de lo posible —admitió—. No creo que hayas perdido el juicio. Lo que hay que hacer ahora, se me ocurre, es escribir una carta muy mesurada a… ¿al Departamento de Salud? ¿A la Comisión de Estudios Ambientales? No sé bien: al organismo del Estado que tenga autoridad para investigar. Podríamos averiguar cuál es en la biblioteca.
—Hummm… —Bobbie sacudió la cabeza—. Yo trabajé en un organismo del Estado: olvídalo. Yo pienso que lo primero es mandarse mudar. Después, en todo caso, bombardear con cartas.
Joanna la miró.
—Lo digo en serio —aseguró Bobbie—. Lo que ha podido convertir a Charmaine en una fregona, no va a tener mayor dificultad conmigo. Ni contigo.
—Oh, vamos…
—Hay algo aquí, Joanna. No estoy bromeando. ¡Esto es Villa Zombi! Y recuerda que Charmaine se vino a vivir en julio, yo en agosto, y tú en setiembre.
—Está bien, baja la voz. No soy sorda.
Bobbie tomó un bocado de hamburguesa proporcional a su boca grande. Joanna sorbió su café y frunció el ceño.
—Aunque yo esté equivocada —dijo Bobbie con la boca llena—, aunque no haya aquí ningún agente químico que actúe como sospechoso —tragó—, ¿es éste el lugar donde realmente deseas vivir? Cada una de nosotras cuenta ahora con una amiga: tú la has conseguido después de dos meses, yo al cabo de tres. ¿Responde esto a tu concepto de una comunidad ideal? Cuando fui a Norwood a hacerme peinar para tu comida, vi una docena de mujeres: todas estaban apuradas, desaliñadas, irritadas…, ¡vivas! ¡Me dieron ganas de abrazarlas a todas, una por una!
—Busca amigas en Norwood —sugirió Joanna, sonriendo—. Tienes el coche.
— ¡Esa maldita independencia tuya! —Bobbie tomó su café del tablero—. Voy a pedirle a Dave que nos mudemos —anunció—. Venderemos la casa y compraremos otra en Norwood o en Eastbridge. Nos costará, a lo sumo, algunas molestias y dolores de cabeza, más los gastos de mudanza…, que puedo cubrir empeñando el cacharro, si él insiste.
—¿Crees que accederá?
—Será mejor que lo haga, o su vida va a hacerse un verdadero infierno. Yo siempre quise que compráramos en Norwood, pero él dijo: «Hay demasiadas avispas.» Y bueno, prefiero que me piquen las avispas, a que me envenene eso que está actuando por aquí. De modo que vas a quedarte sin ninguna amiga dentro de poco…, salvo que a tu vez hables con Walter.
—¿De mudarnos?
Bobbie asintió, se quedó mirándola fijamente y sorbió su café.
Joanna meneó la cabeza.
—No podría pedirle que nos mudáramos de nuevo.
—¿Por qué no? Él quiere que seas feliz, ¿verdad?
—No estoy segura de no serlo. Y acabo de instalar el cuarto oscuro.
—Muy bien. Quédate clavada como una estaca. Transfórmate en tu vecina de al lado.
—Escucha, Bobbie: no puede tratarse de un agente químico. Es decir, podría ser, pero, francamente, no lo creo.
Conversaron sobre el mismo tema mientras terminaban de almorzar, y después siguieron viaje por la carretera de Eastbridge, y doblaron en la Ruta Nueve. Pasaron la galería comercial y las tiendas de antigüedades y llegaron a las plantas industriales.
—Los Solares del Envenenador —dijo Bobbie.
Joanna miró los limpios y bajos edificios emplazados a cierta distancia de la carretera, y separados entre sí por amplios espacios de césped verde. Óptica Ulitz (ahí trabajaba Herb Sundersen); CompuTech (Vic Stavros, ¿o estaba en Instatron?); Bioquímica Stevenson; Computadoras Haig-Darling; Microtécnica Burnham-Massey (Dale Coba —silbidos— y Claude Axhelm); Instatron; Reed & Saunders (Bill McCormick —¿cómo seguía Marge?—); Electrónica Vesey; Química Americana Willis.
—Experimentación sobre fluido nervioso, te apuesto cinco de los grandes —dijo Bobbie.
—¿En zona poblada?
—¿Por qué no? Con esa pandilla de Washington…
—Vamos, Bobbie…
Walter vio que andaba cavilosa, y le preguntó el motivo.
Joanna eludió la respuesta:
—Tienes que hacer ese contrato de Koblenz.
—Tengo todo el fin de semana libre. Vamos, desembucha.
Así, mientras raspaba los platos y los iba colocando en el lavaplatos, le contó que Bobbie quería mudarse, y le habló de su teoría de El Paso.
—Me parece bastante descabellado —dijo Walter.
—A mí también —convino Joanna—. Pero es cierto que las mujeres parecen cambiar aquí, y que el cambio es lamentable. Si Bobbie se va, y si Charmaine no recobra su personalidad anterior, que por lo menos era…
—¿Tú quieres que nos mudemos?
Ella lo miró con incertidumbre. Los ojos azules de Walter, que aguardaban la respuesta, no daban ningún indicio de sus sentimientos.
—No —dijo al fin Joanna—. No ahora, cuando estamos todos instalados. La casa es buena… Y sí: estoy segura de que sería más feliz en Eastbridge o en Norwood. Desearía que hubiéramos buscado en uno de esos pueblos.
—Vaya una respuesta inequívoca: no y sí —sonrió Walter.
—Pongamos un sesenta contra cuarenta por ciento—dijo Joanna.
Él se apartó de la alacena contra la cual estaba apoyado:
—Bueno, si la proporción llega a ser de cero contra cien, nos mudaremos.
—¿Querrías?
—Seguro. Si te sintieras realmente desdichada. No querría que fuera durante el año escolar…
—No, claro que no.
—Pero podríamos mudarnos en el verano próximo. No creo que perdiéramos nada, salvo el tiempo y los gastos de mudanza y embalaje.
—Es lo que dijo Bobbie.
—De manera que todo es cuestión de que te decidas.
Walter consultó su reloj y salió de la cocina.
—¿Sí?
Ella se adelantó hasta donde podía verlo, y se quedó parada en el pasillo.
—Gracias. Me siento mejor ahora —dijo, sonriendo.
—Eres tú quien tiene que pasar aquí todo el día, no yo —dijo Walter, y entró en el escritorio.
Joanna lo vio irse, volvió a la cocina, y echó un vistazo por la abertura hacia el comedor de diario. Pete y Kim, sentados en el suelo, miraban televisión… ¿El presidente Kennedy y el presidente Johnson juntos? ¡Qué raro! No: simplemente figuras que los representaban.
Miró un momento más, fue al fregadero y raspó los últimos platos.
También Dave estaba dispuesto a mudarse en cuanto acabara el período escolar.
—Accedió tan fácilmente, que le hubiera dado las gracias de rodillas —dijo Bobbie por teléfono a la mañana siguiente—. Lo único que espero es resistir hasta junio.
—Bebe agua mineral, por si acaso —bromeó Joanna.
—¿Crees que no? Acabo de mandar a Dave a comprar unas botellas.
Joanna se echó a reír.
—Ríe todo lo que quieras. Por unos pocos centavos diarios, más vale prevenir que lamentar. Además, he resuelto mandar una carta al Departamento de Salud. Pero, ¿cómo lo hago sin dar la impresión de una señora viejita con los tornillos flojos? Ahí está el problema. ¿Quieres ayudarme a escribir y firmar conmigo?
—Seguro. Ven más tarde. Walter está redactando un contrato de fideicomiso, y a lo mejor nos presta algunos vistos y considerandos.
Hizo collages de hojas otoñales con Pete y Kim. Ayudó a Walter a colocar las contraventanas de tormenta y se reunió con él en la ciudad, para ir a una cena de socios-y-sus-esposas: el plomo habitual de cordialidad falsa y auténtica inspección de trapos. Llegó un cheque de la agencia: doscientos dólares, por cuatro usos de su mejor fotografía.
Se encontró con Marge McCormick en el supermercado —sí, había tenido una indisposición, pero ya estaba bien, gracias—; con Frank Roddenberry en la ferretería: —«Hola, Joanna, ¿cómo le va?»— y con la delegada del Comité de Recepción, a la salida.