—También se puede comprar oxígeno envasado, como sabes… —le decía Joanna.
—Tómalo a pitorreo. Ya te veo comparando el polvo de lavar «Ayax» con el de la marca que usas actualmente.
La búsqueda inclinó a Joanna a seguir buscando. Las mujeres que conocieron en Eastbridge —las propietarias de inmuebles y una agente de propiedades llamada Miss Kirgassa— eran despiertas, animadas y originales. El contraste acentuaba la uniforme placidez de las mujeres de Stepford. Eastbridge ofrecía, por añadidura, una amplia gama de actividades colectivas, tanto para mujeres, como para hombres y mujeres. Hasta se estaba constituyendo una rama de la NOW.
—¿Por qué no buscaron aquí primero? —preguntó Miss Kirgassa, zangoloteando su coche a una velocidad estremecedora por un camino en zigzag.
—Mi marido había oído hablar de Stepford —contestó Joanna, aferrándose al apoyabrazos, vigilando el camino, saltando sobre los suspirados frenos.
—Es un pueblo muerto. Nosotros estamos mucho más al día.
—Sin embargo, nos gustaría volver una vez más para empaquetar —dijo Bobbie desde el asiento trasero.
Miss Kirgassa lanzó una carcajada.
—Puedo conducir por estos caminos con los ojos vendados —aseguró—. Y deseo mostrarles dos casas más, después de ésta.
Camino de Stepford, Bobbie declaró:
—Ese trabajo me viene como anillo al dedo. Voy a ser agente de propiedades, acabo de resolverlo. Uno sale, conoce gente, y puede meter la nariz en los armarios del prójimo. Además, se fija el horario que le conviene. Lo digo en serio. Voy a ver cuáles son los requisitos.
Recibieron una larga carta (dos carillas) del Departamento de Salud. Se les aseguraba que su interés en la protección ambiental era compartido solidariamente por el Gobierno de su Estado y por el gobierno de su jurisdicción. Los establecimientos industriales en toda la extensión del territorio, estaban sometidos a rigurosas reglamentaciones tendentes a impedir la contaminación ambiental, entre ellas, las que se enumeraban seguidamente. Para mantenerlas en vigor, se procedía a efectuar, aparte y en apoyo de las inspecciones frecuentes, un examen periódico de muestras del suelo, el agua y el aire. No había indicio alguno de contaminación nociva en la zona de Stepford, ni de agente químico alguno que, surgido espontáneamente, pudiera producir un efecto tranquilizante o depresivo. Podrían estar seguras de que su preocupación carecía de fundamento, a pesar de lo cual se apreciaba debidamente su carta.
—Mucho olor y poco estiércol —comentó Bobbie, y se atuvo al agua mineral.
Cada vez que iba a casa de Joanna, llevaba consigo un termo de café.
Walter estaba tendido de costado. Y le daba la espalda, cuando ella salió del cuarto de baño. Joanna se sentó en la cama, apagó el velador y se metió bajo la sábana. Se acostó, y se quedó mirando el cielo raso, que generalmente iba cobrando forma allá arriba.
—¿Walter? —murmuró.
—¿Humm?
—¿Te resultó… bien?
—Claro. ¿A ti no?
—Sí.
Él no dijo nada.
—Tuve la impresión de que no te había resultado… Las últimas veces…
—No, ¿por qué? Fue tan agradable como siempre.
Joanna estaba tendida de espaldas. Veía el cielo raso. Pensó en Charmaine, que no quería dejarse alcanzar por Ed. (¿O había cambiado también en eso?) Recordó la alusión de Bobbie a las ideas raras de Dave.
—Buenas noches —dijo Walter.
— ¿Hay alguna cosa que yo no hago, y tú desearías que hiciera? ¿O que yo hago, y tú desearías que no hiciera? —preguntó Joanna.
Hubo un silencio, y después Walter dijo:
—Yo deseo que hagas cualquier cosa que tú desees hacer. Nada más. —Se volvió y la miró, apoyado sobre un codo. Sonrió—. Siempre es agradable, de veras. Tal vez he estado un poco cansado últimamente por los viajes diarios. —La besó en la mejilla—. Duerme, ahora.
—Tienes… ¿un asunto con Esther?
— ¡Por amor de Dios! Ella anda con un Black Panther. No tengo un asunto de esa clase con nadie.
—¿Un Black Panther?
—Eso le contó a Don su secretaria. Ni siquiera conversamos sobre el sexo. Todo lo que yo hago es corregir su pronunciación. Bueno, vamos a dormir.
Le besó la mejilla y se volvió al otro lado.
Ella se tendió boca abajo y cerró los ojos. Se corrió a un lado, al otro; se revolvió, inquieta, buscando una posición cómoda.
Fueron a ver una película en Norwood, con Bobbie y Dave, y pasaron una velada con ellos, delante de la estufa, jugando al Banquero en broma.
Un sábado a la noche cayó una espesa nevada, y a la tarde siguiente Walter renunció, un poco a regañadientes, a su fútbol televisado de los domingos, para llevar a Pete y Kim a deslizarse sobre la nieve, por la cuesta de Winter Hill. Joanna, entretanto, fue en el coche a New Sharon, y usó un rollo y medio de película en colores fotografiando un refugio de pájaros.
Pete obtuvo el papel principal de su clase para la función de Navidad. Walter, en el viaje de vuelta, perdió una noche su billetera, si no se la robaron.
Joanna llevó dieciséis fotografías a la agencia. Bob Silberberg, con quien trataba allí, demostró una admiración muy halagadora, pero dijo que por el momento no hacían contratos con nadie. Retuvo las fotos, y prometió hacerle saber, en un par de días, si encontraba algunas vendibles. Ella, decepcionada, almorzó con una vieja amiga, Doris Lombardo, y después se fue a comprar los regalos de Navidad para sus padres y para Walter.
Le devolvieron diez fotografías, entre ellas «Receso nocturno», que instantáneamente resolvió presentar en el próximo concurso de la Saturday Review. Una de las seis que la agencia había aceptado y se encargaría de colocar, era «Estudiante», la de Jonny Markowe ante su microscopio. Llamó a Bobbie para contarle la noticia, y dijo:
—Daré a Markowe el diez por ciento de las ganancias.
—¿Significa que podemos dejar de pagarle su cuota semanal?
—Me parece que no. La mejor, me ha producido hasta ahora algo más de mil dólares; pero las otras dos, apenas unos doscientos cada una.
—No está tan mal, después de todo, para una criatura que es el vivo retrato de Peter Lorre —dijo Bobbie—. Me refiero a él, no a ti. Oye, iba a llamarte en este momento. ¿Puedes alojar a Adam por el fin de semana? ¿Lo harías?
—Sin duda. Pete y Kim estarían encantados. ¿Por qué?
—Dave sufre un arrechucho pasional, y vamos a pasar un fin de semana juntos, los dos solitos. Una segunda luna de miel.
La sensación de algo que se repetía, de algo déjàvu, rozó a Joanna fugazmente. Se la sacudió y dijo:
— ¡Qué maravilla!
—Ya encontramos alojamiento para Jonny y Kenny en la vecindad, pero se me ocurrió que Adam se divertiría más en tu casa.
—Seguro. Y me ayudará a evitar que Pete y Kim se peleen todo el tiempo. Y ustedes qué piensan hacer, ¿van a ir a la ciudad?
—No, nos quedaremos aquí mismo. Aislados por la nieve, si nuestras esperanzas se cumplen. Te lo llevaré mañana, después de la escuela, ¿te viene bien?, y volveré a buscarlo el domingo, a última hora.
—Estupendo. ¿Qué tal anda la caza de casas?
—Regular. Hoy por la mañana vi una divina en Norwood, pero no se desocupa hasta el primero de abril.
—Espera hasta entonces.
—No, gracias. ¿Quieres que nos reunamos un rato?
—No puedo. Tengo imprescindiblemente que limpiar un poco.
—¿Ves cómo estás cambiando? El maleficio de Stepford empieza a obrar.
Una mujer de color, con bufanda anaranjada y abrigo a franjas, de piel sintética, aguardaba de pie ante el escritorio de la biblioteca, posadas las puntas de los dedos sobre una pila de libros. Dirigió una breve mirada a Joanna, y esbozó una inclinación de cabeza y una casi sonrisa. Ella le devolvió el casi saludo, y la mujer negra volvió los ojos a otro lado: a la silla vacía, detrás del escritorio, y a los anaqueles cargados de libros, detrás de la silla. Era alta y de cutis color canela, pelo negro crespísimo, grandes ojos castaños y apariencia exótica y atractiva. Podía tener unos treinta años.