Joanna, acercándose al escritorio, se quitó los guantes y sacó su tarjeta del bolsillo. Miró el cartelito con el nombre de Miss Austrian sobre el escritorio y, un poco más lejos, la pila de libros bajo los largos y finos dedos de la negra. Una cabeza cortada de Iris Murdoch; Yo sé por qué cantan los pájaros en su jaula, y, por último, El mago. Miró la tarjeta que ella misma había llenado: Autor: Skinner; título: Más allá de la libertad y la dignidad; fecha de entrega: 12 de diciembre. Hubiera querido decir alguna palabra de amistosa bienvenida a la mujer de color —esposa o hija, seguramente, de la familia que la delegada del Comité de Recepción había mencionado—; pero no quería adoptar la actitud protectora de una liberal blanca. ¿Diría algo si la mujer no fuera negra? Sí, por supuesto, en las mismas circunstancias, ella…
—Podríamos arrear con todo lo que nos diera la gana —dijo la negra.
—Y deberíamos hacerlo —dijo Joanna con una sonrisa—; para que aprenda a permanecer en su puesto. —Y señaló hacia el escritorio con un cabezazo.
La negra sonrió:
—¿Siempre está esto tan desierto?
—Yo nunca lo había visto así —contestó Joanna—. Pero siempre he venido por la tarde y en sábado.
—¿Hace mucho que vive en Stepford?
—Tres meses.
—Yo tres días —dijo la negra.
—Espero que le guste.
—Creo que me va a gustar.
Joanna le tendió la mano y se presentó, sonriendo:
—Soy Joanna Eberhart.
—Ruthanne Hendry —dijo la negra, sonriendo y estrechándole la mano.
Joanna ladeó la cabeza y la miró de soslayo:
—Conozco ese nombre. Lo he leído en alguna parte.
La otra volvió a sonreír:
—¿Tiene hijos chicos?
Joanna asintió, intrigada.
—He escrito un libro para niños: Penny tiene un plan. Está aquí. Lo primero que hice fue consultar el catálogo.
— ¡Pero, claro! Acabé de leérselo a Kim hace un par de semanas. ¡La deleitó! Y también a mí. ¡Es tan bueno encontrar un libro donde una niña hace positivamente algo, fuera de servir el té a sus muñecas!
—Ingeniosa propaganda —sonrió Ruthanne.
—Y usted dibujó, además, las ilustraciones. ¡Eran estupendas!
—Gracias.
—¿Está escribiendo otro?
Ruthanne Hendry asintió.
—Tengo planteado uno. Empezaré a concretarlo apenas estemos instalados.
—Perdonen ustedes —dijo Miss Austrian, que llegaba cojeando en ese momento, desde el fondo de la sala—. Está todo tan tranquilo aquí por las mañanas, que yo… —Se detuvo, parpadeó y se acercó a ellas cojeando— …trabajo en la oficina. Hay que poner uno de esos timbres que suenan con unos golpecitos. Hola, Mrs. Eberhart.
Y sonrió a las dos.
—Hola —dijo Joanna—. Le presento a Ruthanne Hendry, autora de uno de los libros que hay aquí: Penny tiene un plan.
— ¡Ooh! —Miss Austrian se dejó caer en su silla pesadamente, y se cruzó de brazos, sujetándolos con sus manos rosadas y regordetas—. Es un libro muy popular —añadió—. Tenemos dos ejemplares en circulación, y los dos son reposiciones.
—Me gusta esta biblioteca. ¿Puedo suscribirme? —preguntó Ruthanne.
—¿Reside usted en Stepford?
—Sí. Acabo de mudarme.
—En tal caso, la recibiremos gustosos. Miss Austrian abrió un cajón, sacó una tarjeta en blanco y la depositó sobre la mesa, junto a los libros.
Ante el mostrador del pequeño bar del centro, sin más parroquianos que dos operarios del servicio telefónico, Ruthanne revolvió su café y, mirando fijamente a Joanna, le preguntó:
—Dígame con franqueza: ¿hubo mucho revuelo cuando se supo que habíamos comprado casa aquí?
—Ni el más mínimo, que yo sepa. En este pueblo no puede haber revuelos… por nada. No hay ningún lugar para que la gente se encuentre con el prójimo, salvo la «Asociación de Hombres».
—Por ese lado, todo anda bien. Royal va a ser recibido como socio mañana por la noche. Pero las mujeres de la vecindad…
—Oh, escuche, eso no tiene nada que ver con el color, créalo. Son así con todo el mundo. Les falta tiempo para tomar una taza de café con usted, ¿verdad? ¿Están siempre atadas a sus tareas domésticas?
Ruthanne movió la cabeza afirmativamente.
—Por mí no me importa —dijo—. Me basto a mí misma, y no necesito a nadie, de lo contrario me habría opuesto a la mudanza, pero yo…
Joanna le habló de las mujeres de Stepford, y también de Bobbie, tan asustada de llegar a ser igual a ellas, que hasta planeaba irse de allí, para evitarlo.
Ruthanne sonrió.
—No hay peligro de que yo me convierta en una fregona. Si ellas son así, estupendo. Me preocupaba que se tratara de un prejuicio de color, únicamente por las chicas.
Tenía dos, de cuatro y seis años, y su marido, Royal, era director del Departamento de Sociología en una Universidad de la ciudad. Joanna le habló de Walter, de Pete y Kim, y de sus actividades fotográficas.
Se dieron sus números de teléfono respectivos.
—Me convertí en una anacoreta cuando trabajaba en Penny —dijo Ruthanne—, pero ya la llamaré, tarde o temprano.
—La llamaré yo —dijo Joanna—. Si está ocupada, no tiene más que decírmelo. Quiero que conozca a Bobbie. Estoy segura de que simpatizarán.
Camino de sus coches, que habían estacionado delante de la biblioteca, Joanna vio a Dale Coba, mirándola desde cierta distancia. Estaba de pie, con un cordero en los brazos, junto a un grupo de hombres que armaban un pesebre cerca del cottage de la «Sociedad Histórica». Lo saludó con una inclinación de cabeza y él, apretando el cordero, que parecía vivo, le devolvió el saludo y le sonrió.
Ella le dijo a Ruthanne quién era, y le preguntó si sabía que Ike Mazzard vivía en el pueblo.
—¿Quién?
—Ike Mazzard, el dibujante.
Ruthanne no tenía noticia de su existencia, lo que hizo que Joanna se sintiera muy vieja O demasiado blanca.
Tener a Adam con ellos durante el fin de semana no fue una bendición. El sábado, los tres chicos jugaron divinamente, dentro y fuera de la casa. En cambio, el domingo, un día de perros, nublado y frío, cuando Walter reivindicó sus derechos al comedor de diario para ver fútbol (cosa bastante justa después del paseo del domingo anterior), Adam y Pete atravesaron una serie de transformaciones, y fueron sucesivamente: soldados del Fuerte Sábana, que improvisaron con una, y la mesa, en el comedor; exploradores en el sótano. (¡Cuidadito con entrar en ese cuarto oscuro!); conductores del Star Treck, en el cuarto de Pete. Y lo curioso era que todos esos personajes tenían un solo enemigo común, llamado Kim-Adoquín, a quien alejaban con gritos y con burlas, vigilando que no estorbara sus aprestos de defensa. Y la pobre Kim, empeñada en jugar con ellos, se resistía como un verdadero adoquín a cualquier otra cosa: no quería dibujar, ni ayudar a poner en orden los negativos, ni siquiera (Joanna desesperada ya no sabía qué proponerle) a hacer galletitas. Adam y Pete ignoraron las amenazas; Kim ignoró las zalamerías: Walter lo ignoró todo.
Joanna se alegró cuando llegaron Bobbie y Da ve para llevarse a Adam.
Pero también se alegró de haberlo tenido allí, cuando vio el aspecto radiante del papá y la mamá. Bobbie, peinada de peluquería, estaba absolutamente preciosa, fuese por el maquillaje o por haber hecho el amor; por las dos cosas probablemente.