Se retiró en silencio y bajó la escalera recién alfombrada. La noche se presentaba bien: la tarea de desempaquetar había quedado definitivamente concluida; se sentía limpia y fresca, y contaba con unos minutos de libertad —diez o quince, si la ayudaba la suerte— quizá para sentarse fuera con Walter, a contemplar sus árboles y sus dos acres y pico de terreno.
Dobló y atravesó el hall. La cocina estaba hecha un primor y el lavaplatos funcionaba.
Walter, delante del fregadero, se inclinaba para mirar por la ventana hacia la casa de los Van Sant. Tenía en la camisa una mancha Rorschach de sudor: un conejo, con las orejas torcidas hacia fuera.
Walter se volvió, pegó un respingo y le preguntó, sonriendo:
—¿Cuánto tiempo hace que estás ahí?
—Acabo de llegar.
Él se secó las manos en un paño:
—Parece como si hubieras vuelto a nacer.
—Así me siento. Los chicos están jugando como dos ángeles, ¿quieres que vayamos fuera?
—Okay —dijo Walter, doblando el paño—. Pero sólo unos minutos. Voy a ir a conversar con Ted. —Deslizó el paño sobre un barrote del estante—. Por eso estaba mirando. En este momento acaban de comer.
—¿Sobre qué quieres conversar con él?
Salieron al parque.
—Iba a contártelo —dijo Walter mientras caminaban—. He cambiado de opinión: voy a entrar en esa «Asociación de Hombres».
Ella se detuvo y lo miró.
—Hay demasiadas cosas centradas allí, para optar por la abstención sin más ni más —prosiguió Walter—. La politiquería local, las campañas de caridad y todo eso…
—¿Cómo puedes incorporarte a una anacrónica, vetusta…?
—Hablé con algunos socios en el tren —la interrumpió Walter—. Ted, Vic Stavros y algunos más que ellos me presentaron. Están de acuerdo en que ese asunto de «no se admiten mujeres» es arcaico.
La tomó del brazo y siguieron caminando juntos.
—Pero el cambio sólo puede intentarse desde dentro —continuó Walter— y como yo quiero contribuir a él, me incorporo el sábado a la noche. Ted me va a informar sobre las comisiones y la gente.
Le ofreció sus cigarrillos.
—¿Fumas o «esta noche no»?
—Sí, fumo —dijo Joanna, y tendió la mano para coger un cigarrillo.
Se quedaron en el límite extremo del parque, en la fresca penumbra azul rechinante de grillos, y Walter acercó la llama de su encendedor al cigarrillo de Joanna y después al suyo.
—Mira ese cielo —dijo—. Vale hasta el último penique que nos cuesta.
Ella miró —un cielo malva, azul, azul oscuro: maravilloso— y en seguida bajó los ojos a su cigarrillo.
—Las organizaciones pueden modificarse desde fuera —reflexionó—. Se elevan petitorios, se recogen…
—Pero es más fácil desde dentro —insistió él—. Ya lo verás. Si los hombres con quienes conversé son socios típicos, antes de que te des cuenta tendremos una «Asociación de Todos». Con póquer coeducacional y sexo alrededor de las mesas de billar.
—Si los hombres con quienes conversaste fueran socios típicos, tendríamos ya una «Asociación de Todos». Oh, bueno, sigue adelante, incorpórate. Yo pensaré eslóganes para una campaña publicitaria. Me sobrará tiempo cuando empiecen las clases.
Walter le rodeó los hombros con el brazo.
—Ten un poco de paciencia. Si en seis meses no se consigue la admisión de las mujeres, renuncio y peleamos juntos, hombro con hombro. «Sexo sí, sexismo no.»
—«Stepford perdió el Step»[1] —dijo Joanna tendiendo la mano hacia el cenicero de la mesa de jardín.
—No está mal.
—Espera a que entre en acción.
Acabaron sus cigarrillos y permanecieron del brazo, contemplando la ancha y oscura franja de césped, y los altos árboles —negros contra el cielo malva— que la festoneaban. Brillaban luces en medio de los troncos; ventanas de las casas de Harvest Lane, la calle siguiente.
—Robert Ardrey tiene razón: me siento muy «territorial» —comentó Joanna.
Walter volvió los ojos hacia la casa de los Van Sant, y consultó de reojo su reloj.
—Voy dentro a lavarme —dijo a Joanna y la besó en la mejilla.
Ella se volvió, le tomó del mentón y lo besó en los labios.
—Yo me quedaré fuera unos minutos más. Si los chicos han empezado la función, grita.
—Okay. —Y Walter entró en la casa por la puerta del living.
Joanna cruzó los brazos y se los friccionó: estaba refrescando. Echó la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados, y aspiró el olor del césped, de los árboles, del aire puro. Una delicia. Abrió los ojos a una sola motita de estrella en la oscuridad azul del cielo, un trillón de kilómetros arriba.
—Estrella luminosa, estrella brillante… —dijo, y no añadió el resto, pero lo pensó.
Deseó… que fueran felices en Stepford. Que Pete y Kim anduvieran bien en la escuela; que Walter y ella encontraran buenos amigos y plenitud. Que a Walter no le resultara demasiado pesado el viaje de ida y vuelta diario —aunque la idea de la mudanza había sido originariamente suya—. Que la vida de los cuatro se enriqueciera allí, en vez de empobrecerse, como había temido al dejar la ciudad, esa ciudad malsana, abarrotada y regida por el crimen, pero intensamente viva.
Sonido y movimiento la hicieron volverse hacia la casa de los Van Sant.
Carol Van Sant, una silueta oscura contra el resplandor enmarcado por la puerta de su cocina, ajustaba la tapa de un cubo de basura. Se inclinó hasta el suelo —fulguró su cabellera roja— y se enderezó con algo grande y redondo, una piedra, que colocó sobre la tapa.
— ¡Hola! —gritó Joanna.
Carol se irguió y se quedó parada frente a ella. Una figura alta, zanquilarga y aparentemente desnuda, salvo el contorno purpúreo del vestido, a contraluz.
—¿Quién anda ahí? —preguntó.
—Joanna Eberhart. ¿La asusté? Si es así, lo lamento.
Se aproximó al seto que dividía las propiedades.
—Hola, Joanna —saludó Carol, con su acento nasal de Nueva Inglaterra—. No, no me asustó. Hermosa noche, ¿verdad?
—Sí —convino Joanna—. Y lo que la hace todavía más hermosa para mí es que he terminado de desempaquetar.
Tuvo que hablar en voz alta. Carol no se había movido del quicio de su puerta, y seguía demasiado lejos para mantener cómodamente el diálogo, aunque ella estaba ya en la zona que orillaba el seto doble.
—Kim pasó un rato estupendo con Allison esta tarde —dijo—. Se llevan divinamente.
—Kim es una criatura amorosa —dijo Carol—. Me alegro que Allison tenga una amiguita tan simpática en la casa de al lado. Buenas noches, Joanna —y se volvió para entrar.
— ¡Eh, aguarde un minuto! —gritó Joanna.
Carol se volvió de nuevo:
— ¿Sí?
Joanna hubiera querido que el cantero y el seto desaparecieran, para poder avanzar un poco más; pero ¡qué diablos!, a esa Carol no le habría costado mucho acercarse a su lado del seto. ¿Qué asunto de tan vital urgencia podía reclamarla en esa cocina de iluminación fluorescente y cacerolas de cobre colgadas por todas partes?
—Walter va a ir a conversar un rato con Ted —dijo en voz alta a la silueta aparentemente desnuda de su vecina—. ¿Por qué no viene usted a tomar una taza de café conmigo? ¿Después que haya acostado a las chicas?