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Walter lavó los platos, y después fue a la «Asociación de Hombres». Los juguetes estaban destinados a niños de la ciudad, del ghetto o de los hospitales. ¿Tiene usted alguna queja al respecto, señora Eberhart? ¿O seguía siendo la señorita Ingalls…? ¿La señorita Ingalls-Eberhart, quizá?

Dejó a Pete y a Kim bañados y en la cama, y llamó a Bobbie. Era extraño que ella no la hubiera llamado en dos días enteros.

—¿Hola? —dijo la voz de Bobbie.

—Hace mucho que no hablamos.

—¿Quién es?

Joanna.

—Ah, hola, ¿qué tal? ¿Cómo estás?

—Bien, ¿y tú? Tu voz suena un poco apagada.

—No, estoy perfectamente.

—¿Tuviste más suerte esta mañana?

—¿A qué te refieres?

—A la búsqueda de casa.

—Esta mañana salí de compras —dijo Bobbie.

—¿Por qué no me llamaste?

—Era muy temprano.

—Yo fui alrededor de las diez. No tuvimos que encontrarnos por muy poco.

Bobbie no contestó.

—¿Bobbie?

—¿Sí?

—¿Estás segura de que te sientes bien?

—Positivamente. Me había puesto a planchar.

—¿A esta hora?

—Dave necesita una camisa para mañana.

— ¡Oh! Llámame por la mañana, entonces. Tal vez podamos almorzar juntas. A menos que vayas a ver casas.

—No.

—Llámame, pues. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. Hasta pronto, Joanna.

—Hasta mañana, Bobbie.

Colgó y se quedó sentada, mirando el teléfono, y su mano sobre el teléfono. Le sobresaltó la idea —ridícula— de que Bobbie hubiera cambiado, lo mismo que Charmaine. No, Bobbie no: ¡imposible! Debía haber tenido una pelea con Dave, una pelea de marca mayor, que todavía no estaba dispuesta a comentar. ¿O sería que ella misma había ofendido a Bobbie de algún modo, sin darse cuenta? ¿Había dicho algo el domingo, sobre la permanencia de Adam, que Bobbie pudiera haber tomado a mal? Pero no, se habían despedido tan amigas como siempre, rozándose las mejillas y prometiendo recíprocamente llamarse. (Sin embargo, ya entonces, ahora que lo pensaba, Bobbie había parecido diferente: no había dicho la clase de cosas que solía decir, y se había movido con más lentitud también.) Quién sabe si ella y Dave no habían estado fumando yerba el fin de semana. Lo habían probado un par de veces sin mayor resultado, según Bobbie le había dicho. A lo mejor esta vez…

Escribió unos pocos sobres más.

Llamó a Ruthanne Hendry, que se mostró cordial y complacida de oírla. Conversaron acerca de El Mago, que Ruthanne estaba saboreando, como antes Joanna; y Ruthanne le habló de su nuevo libro, otra historia de Penny. Convinieron en almorzar juntas la semana próxima: Joanna se combinaría con Bobbie, y las tres irían al restaurante francés de Eastbridge. Ruthanne la llamaría el lunes por la mañana.

Siguió con los saludos de Navidad, y estuvo leyendo el libro de Skinner en la cama, hasta que llegó Walter.

—Esta noche hablé con Bobbie —le contó—. Me pareció diferente, como desteñida…

—Probablemente está cansada de tanto correr de aquí para allá en los últimos tiempos —dijo Walter mientras vaciaba sus bolsillos encima de la cómoda.

—El domingo también parecía diferente —observó Joanna—, no dijo…

—Tenía un poco de maquillaje, eso es todo. No vas a empezar con ese asunto del agente químico, ¿verdad?

Ella contrajo el ceño, apretando el libro cerrado contra las rodillas forradas de sábana.

—¿Te dijo Dave que hubieran estado probando marihuana de nuevo? —preguntó.

—No, pero bien podría ser ésa la explicación —dijo Walter.

Hicieron el amor, pero ella estaba tensa y no podía entregarse realmente, y no sirvió de nada.

Bobbie no llamó. A eso de la una, Joanna fue a su casa. Cuando bajó de la camioneta, le ladraron los perros, atados a una cuerda alta, al fondo del terreno. El perrillo inglés, erguido sobre sus patas traseras, manoteaba el aire y chillaba: «hip…, hip…, hip…»; el ovejero, inmóvil y lanudo, resoplaba: «ruff, ruff, ruff…» El «Chevy» azul de Bobbie estaba estacionado en la calzada.

Bobbie, en su living inmaculado —almohadones bien mullidos, maderas relucientes, revistas dispuestas en abanico sobre la mesita lustrada de atrás del sofá—, le sonrió y se excusó.

—Perdona. Estuve tan atareada que se me olvidó. ¿Almorzaste? Ven a la cocina, te prepararé un emparedado. ¿De qué te gustaría?

Estaba igual que el domingo: hermosa, recién peinada, con un maquillaje impecable. Llevaba algún corpiño relleno que le abultaba y levantaba el busto, debajo del suéter verde, y una faja que le rebanaba las caderas, bajo la falda tableada marrón.

Ya en su cocina inmaculada, admitió:

—Sí, he cambiado. Recapacité y comprendí que era terriblemente dejada y desprolija. No es ninguna vergüenza ser una buena ama de casa. He resuelto hacer mi trabajo concienzudamente, como Dave hace el suyo, y cuidar más de mi apariencia. ¿Estás segura de que no quieres un emparedado?

Joanna sacudió la cabeza.

—Bobbie, yo… —comenzó a decir—. ¿Es que no ves lo que te ha ocurrido? ¡Eso que hay acá, sea lo que sea, te ha atacado, lo mismo que a Charmaine!

Bobbie le sonrió.

—Nada me ha atacado. No hay nada raro aquí. Todo fue un montón de insensateces. Stepford es un lugar hermoso y saludable para vivir.

—Tú…, ¿no quieres mudarte ya?

— ¡Oh, no! También esa idea fue una insensatez. Me siento perfectamente feliz aquí. ¿Te preparo una taza de café, por lo menos?

Llamó a Walter al estudio. Contestó Esther.

—¿Oh, es usted? Buenas taaardes. ¡Me alegro taaanto de oírla! Debe hacer un día sobeeerbio allí. ¿O habla desde aquí mismo?

—No, estoy en casa. Puede comunicarme con Walter, ¿por favor?

—Temo que está ocupado en este momento.

—Se trata de algo importante. Avísele, por favor.

—Aguarde un segundo, entonces.

Esperó, sentada ante el escritorio, mirando los papeles y los sobres que había sacado del cajón del medio, y el calendario —Diciembre, Martes, 14: la fecha de ayer— y el dibujo de Ike Mazzard.

—En seguida está con usted, Mrs. Eberhart —dijo Esther—. No le habrá pasado algo malo a Pete o a Kim, espero…

—No, ellos están bien.

—Me alegro. Deben div…

—¿Hola? —dijo la voz de Walter.

—¿Walter?

—Hola. ¿Qué pasa?

—Walter, quiero que me escuches y no discutas —empezó Joanna—. Bobbie ha cambiado. Estuve en su casa. Parece como si… ¡No hay una sola manchita, Walter, está inmaculada! Y ella misma, se ha puesto toda… Oye, ¿tienes ahí las libretas de Banco? Las busqué y no puedo encontrarlas. ¿Walter?

—Sí, las tengo yo. Estuve comprando unas acciones por consejo de Dave. ¿Para qué las quieres?

—Para saber con cuánto contamos. Había una de las casas que vi en Eastbridge, que era…

—¡Joanna!

—…un poco más cara que ésta, pero…

—Joanna, escúchame.

—No voy a quedarme aquí un…

—¡Maldición!, ¿vas a escucharme?

Ella se aferró al brazo del sillón.

—Anda, te escucho.

—Procuraré estar de vuelta temprano. No hagas nada, hasta que yo llegue. ¿Me oyes? No contraigas ningún compromiso, ni des ningún paso. Creo que puedo despacharlo todo en una media hora.

—No voy a quedarme aquí un día más —insistió ella.

—Espera hasta que llegue; ¿lo harás? No podemos hablar de esto por teléfono.

—Trae las libretas de Banco.

—Tú no hagas nada, hasta que yo llegue.

El teléfono emitió un clic y se quedó muerto.