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—De acuerdo —dijo ella—. Lo consultaré… con alguien. Pero tendrá que ser una psiquiatra.

—Me parece buena idea.

—¿Y tú harás mañana un depósito para que reserven la casa?

—Sí, a menos que le vea algún inconveniente serio.

—No lo hay. Es una buena casa, construida hace apenas seis años. Con una hipoteca satisfactoria.

—Muy bien.

Ella se quedó mirándolo.

—¿Tú quieres que cambie?

—No. Me gustaría sólo que te pusieras un poquito de carmín, de tiempo en tiempo. No es un cambio enorme. También me gustaría cambiar yo un poco: por ejemplo, bajando unos kilos.

Joanna se echó el pelo hacia atrás.

—Voy a trabajar un rato en el cuarto oscuro —dijo—. Pete sigue despierto. ¿Quieres estar con el oído alerta?

—Seguro —contestó Walter, sonriéndole.

Ella lo miró, se volvió y se fue.

Llamó al servicial Departamento de Salud, que la remitió a la sociedad médica de la jurisdicción, y allí le proporcionaron los nombres, con los correspondientes números telefónicos, de cinco psiquiatras de sexo femenino. Las dos más cercanas, residentes en Eastbridge, tenían ocupadas las horas de consulta hasta bien mediado enero; felizmente la tercera, que vivía en Sheffield, al norte de Norwood, podía atenderla el sábado, a las dos de la tarde. Era la doctora Margaret Fancher, y por teléfono parecía simpática.

Joanna acabó con las tarjetas de Navidad y con el disfraz de Pete; compró juguetes y libros de cuentos para los dos chicos, y una botella de champaña para Bobbie y Dave. Para Walter ya tenía una hebilla de cinturón, de oro, adquirida en la ciudad; y había pensado registrar todas las tiendas de antigüedades de la Ruta Nueve, en busca de documentos jurídicos; pero sustituyó ese regalo adicional por un cardigan tostado.

Llegaron los primeros saludos de Navidad —de sus padres, de los socios de Walter, de los McCormick, los Chamalian y los Van Sant. Los colocó en hilera sobre un estante del living.

También llegó un cheque de la agencia: ciento veinticinco dólares.

El viernes por la tarde, a pesar de los cinco centímetros de nieve, que pronto serían más, metió a Pete y a Kim en la camioneta y se dirigió a casa de Bobbie.

Ella los recibió con amabilidad; Adam, Kenny y los perros con turbulencia. Bobbie preparó chocolate caliente, y Joanna llevó la bandeja al comedor de diario.

—Vigila tus pasos —recomendó Bobbie—. Enceré el piso esta mañana.

—Ya me fijé.

Joanna se sentó en la cocina, y estuvo observando a Bobbie —una Bobbie preciosa y bien formada— mientras limpiaba el horno con toallas de papel y un tarrito de espuma limpiadora.

—¿ Cómo te las has arreglado para tener esa figura bárbara, por Dios?

—Como algo menos de lo que acostumbraba y hago más ejercicio.

— ¡Debes haber rebajado cinco kilos!

—No, sólo dos o tres. Y llevo faja.

—Bobbie, por favor, ¿quieres contarme qué ocurrió el último fin de semana?

—No ocurrió nada. Nos quedamos aquí.

—¿Fumaste algo, tomaste algo? Me refiero a drogas.

—No, ¡qué tontería!

—Bobbie, tú ya no eres tú. ¿Acaso no lo ves? ¡Te has vuelto igual a las otras!

—Francamente, Joanna, eso es un disparate. Por supuesto que soy yo. Comprendí que era terriblemente dejada y desprolija, y ahora hago mi trabajo a conciencia, lo mismo que Dave hace el suyo.

—Ya sé, ya sé. ¿Y él cómo lo ha tomado?

—Está muy contento.

—Apuesto que sí.

—Este producto da resultados excelentes. ¿Tú lo usas?

«No estoy loca —pensó Joanna—, no estoy loca.»

Jonny y otros dos chicos estaban haciendo un muñeco de nieve frente a la casa de al lado. Joanna dejó a Pete y a Kim en la camioneta y fue a saludarlo.

— ¡Hola! —dijo Jonny—. ¿Tienes algún dinero para mí?

—Todavía no —contestó Joanna, protegiéndose la cara contra la nieve, que caía en gruesos copos—. Jonny, yo… no salgo de mi asombro al ver cómo ha cambiado tu mamá.

—Sí, ¿no es cierto? —jadeó el chico, moviendo afirmativamente la cabeza.

—No alcanzo a comprenderlo —añadió Joanna.

—Tampoco yo. No pega más gritos, hace desayunos calientes… —Jonny miró hacia la casa y arrugó el ceño. La cara se le cubrió de copos de nieve—. Ojalá le dure, pero apuesto que no.

La doctora Fancher era una mujercita con cara de duende, que representaba poco más de cincuenta años. Tenía el pelo corto y revuelto, de un castaño canoso; nariz afilada de marioneta, y ojos risueños, entre celestes y grises. Llevaba un vestido azul oscuro, broche de oro con el símbolo chino del Yang y el Yin, y anillo de casada. Su consultorio era un ambiente alegre —muebles Chippendale, reproducciones de Paul Klee, y cortinas a rayas, que filtraban el resplandor del sol y de la nieve. Había un diván de cuero castaño, con el cabezal cubierto por una toalla de papel, pero Joanna se sentó en un sillón, delante del escritorio de caoba, sobre el cual docenas de papelitos blancos festoneaban los costados de un secante verde.

—Estoy aquí por consejo de mi marido —explicó—. Nos trasladamos a Stepford en los primeros días de setiembre, y yo quiero que nos vayamos de allí lo antes posible. Ya hicimos un depósito para reservar una casa en Eastbridge, pero sólo porque me empeñé. Él piensa que mi actitud es… irracional.

Le contó a la doctora Fancher por qué quería mudarse, cómo eran las mujeres de Stepford, y cómo Charmaine, y después Bobbie, habían cambiado y se habían vuelto iguales a ellas.

—¿Usted ha estado en Stepford? —le preguntó.

—Una sola vez —contestó la psiquiatra—. Había oído decir que valía la pena verlo, y lo comprobé. También he oído decir que es una comunidad insular y antisocial.

—Y yo lo comprobé, puede creerme.

La doctora Fancher conocía el caso de la ciudad de Texas que tenía un bajo índice de criminalidad.

—Se debe al litio, aparentemente —dijo—. Salió un artículo sobre eso en algún periódico.

—Bobbie y yo escribimos al Departamento de Salud —le informó Joanna—. Nos contestaron que no había nada en Stepford que pudiera estar afectando a nadie. Supongo que nos tomarían por dos lunáticas. A decir verdad, yo pensaba en aquel momento que la alarma de Bobbie era bastante exagerada. Suscribí la carta solamente porque me lo había pedido.

Se miró las manos crispadas y se las restregó.

La doctora permaneció en silencio.

—He empezado a sospechar… —prosiguió Joanna—. ¡Santo Dios!, «sospechar», suena tan… —Juntó las manos, mirándolas.

—¿Ha empezado a sospechar qué?

Ella apartó las manos y se las enjugó en la falda.

—He empezado a sospechar que los hombres andan detrás de esto —dijo, y miró a la psiquiatra, que no sonrió, ni pareció sorprendida.

—¿Qué hombres?

Joanna se miró las manos:

—Mi marido, el marido de Bobbie, el de Charmaine… —Alzó los ojos hacia la doctora—. Todos ellos.

Le hablo de la «Asociación de Hombres».

—Una noche, hace un par de meses, yo estaba tomando fotografías en el centro, donde están esas tiendas coloniales. La casa de la «Asociación» queda enfrente en lo alto. Las ventanas estaban abiertas, y había… un olor en el aire. A droga o algo químico. Y de pronto habían bajado las persianas, tal vez sabían que yo estaba ahí fuera. Ese policía me había visto. Paró el coche y me dio conversación. —Se inclinó hacia delante—. Hay un montón de plantas industriales ultramodernas sobre la Ruta Nueve. Y muchos de los técnicos que desempeñan cargos de alto nivel, residen en Stepford, y pertenecen a la «Asociación de Hombres». Algo tienen en marcha allí todas las noches, y no creo que se trate simplemente de organizar repartos de juguetes, ni de póquer o billar. Hay una Química Americana Willis y una Bioquímica Stevenson. Podría ser que estuvieran fabricando clandestinamente algo en la casa de la colina, sin que el Departamento de Salud se enterara…