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—Hola, Mrs. Eberhart, ¿cómo está usted?

—Bien. Feliz y contenta. ¿Y usted?

—Muy bien, gracias —dijo Mrs. Cornell.

Limpió el objeto que tenía en la mano, limpió el anaquel, y puso el objeto encima, y se repitió el retintín de vidrios; y tomó otro objeto, lo limpió, y…

—Qué bien hace eso —observó Joanna.

—No es más que quitar el polvo —dijo Mrs. Cornell, limpiando el anaquel.

Una máquina de escribir tec-tec-tec-tecleó adentro.

—¿Conoce la oración de Gettysburg? —preguntó Joanna.

—Temo que no —dijo Mrs. Cornell, limpiando algo.

—Oh, vamos. Todo el mundo la conoce. «Ochenta y siete años atrás…»

—Sé esa parte, pero no lo que sigue. —Mrs. Cornell puso el objeto limpiado sobre el anaquel, repitiendo el retintín de vidrios, y tomó otro y lo limpió.

—Comprendo, es prescindible —dijo Joanna—. ¿Sabe «Estos cerditos fueron al mercado»?

—Por supuesto —dijo Mrs. Cornell, limpiando el anaquel.

—¿A cuenta? —preguntó en este punto Mr. Cornell.

Joanna se volvió.

El farmacéutico le tendió un frasquito tapado con una cápsula blanca.

—Sí —contestó, recibiendo el frasquito. Y añadió—: ¿Puede darme un poco de agua? Querría tomar uno ahora.

Él asintió con la cabeza y volvió adentro.

Parada ahí, con el frasquito en la mano, empezó a temblar. Hubo un retintín de vidrios a su espalda. Desprendió la cápsula y pellizcó la mota de algodón. Debajo había unas pastillas blancas; hizo caer una en la palma de la otra mano, temblando todavía, hundió el algodón en el frasquito y apretó la cápsula. Hubo un retintín de vidrios a su espalda.

Mr. Cornell le llevó el agua en un vaso de papel.

—Gracias. —Se puso la pastilla sobre la lengua, bebió y tragó.

Mr. Cornell estaba escribiendo en un bloc. Su cráneo era una cosa pelada y blancuzca como un bicho de humedad —una babosa— con unos pocos pelos castaños pegoteados transversalmente. Joanna bebió el resto del agua, dejó el vaso y metió el frasco en el bolso. Hubo un retintín de vidrios a su espalda.

Mr. Cornell volvió el bloc hacia ella y le ofreció su bolígrafo, sonriendo. Era feo: de ojos chicos y mentón sumido.

Joanna tomó el bolígrafo y dijo, mientras firmaba el bloc:

—Tiene usted una esposa encantadora: bonita, servicial, sumisa a la voluntad de su amo y señor. Es un hombre de suerte.

Le tendió el bolígrafo, y Mr. Cornell lo tomó; su cara estaba sonrosada. Bajó los ojos Y dijo:

—Ya lo sé.

—En este pueblo abundan los hombres de suerte —añadió Joanna—. Buenas noches.

—Buenas noches —dijo Mr. Cornell.

—Buenas noches —coreó su mujer—. Vuelva pronto.

Salió a la calle, iluminada de Navidad. Pasaba alguno que otro coche, con ruido de chorro.

Las ventanas de la «Asociación de Hombres» estaban encendidas, como las de todas las casas, escalonadas más allá, pendiente arriba. El rojo, el verde y el naranja hacían guiños desde algunas. Inhaló profundamente el aire de la noche, franqueó un banco de nieve afirmándose en las botas, y atravesó la calle.

Caminó hasta el pesebre inundado de luz y se paró a mirar: María, José y el Niño; los corderos y las cabras alrededor. Todo tenía apariencia de realidad, y, sin embargo, resultaba un poquito disneylesco.

—¿También ustedes hablan? —preguntó a María y a José.

No hubo respuesta; siguieron sonriendo, y nada más.

Permaneció allí un momento —ya no temblaba— y se encaminó de nuevo hacia la biblioteca.

Entró en el auto, puso en marcha el motor y encendió los faros; tomó el medio de la calle, dio marcha atrás, aceleró, pasó delante del pesebre y enfiló cuesta arriba.

La puerta se abrió cuando iba llegando por el senderito de la entrada, y Walter preguntó:

—¿Dónde estuviste?

Joanna se sacudió las botas contra el umbral.

—En la biblioteca.

—¿Por qué no llamaste? Pensé que habías tenido un accidente. Con esta nieve…

—Los caminos están despejados —dijo Joanna, restregando las suelas contra el felpudo.

— ¡Deberías haber llamado, por Dios! Son más de las seis.

Ella entró y Walter cerró la puerta.

Dejó su bolso sobre la silla y empezó a quitarse los guantes.

—¿Qué tal la doctora? —preguntó Walter.

—Muy agradable. Comprensiva.

—¿Y qué dijo?

Ella se metió los guantes en los bolsillos y empezó a desabrocharse el abrigo.

—Piensa que necesito un poco de terapia —contestó—. Para sacar a luz mis sentimientos, antes de mudarnos. Estoy «arrastrada en dos direcciones por exigencias conflictivas». —Se quitó el abrigo.

—Bueno, a mí me parece un consejo bastante sensato. ¿Y a ti?

Ella miró el abrigo, que sujetaba por el forro del cuello, y lo dejó caer encima del bolso y de la silla. Tenía las manos frías; se las frotó, palma contra palma, mirándolas.

Miró a Walter, que la vigilaba atentamente y había ladeado la cabeza. La barba le enarenaba las mejillas y le sombreaba el surco del mentón. Tenía la cara más redonda de lo que ella hubiera creído —estaba engordando— y debajo de sus ojos maravillosamente azules, la piel había empezado a formar bolsas. ¿Cuántos años tenía ahora? Iba a cumplir cuarenta el tres de marzo.

—A mí me parece un error —dijo por fin—. Un tremendo error. —Bajó los brazos y se palmeó los costados—. Me voy con Pete y Kim a la ciudad —añadió—, a casa de Shep y…

—¿Para qué?

—…Silvia, o a un hotel. Te llamaré dentro de uno o dos días, o te haré llamar por alguien. Otro abogado.

Walter la miró fijamente:

—¿De qué estás hablando?

—Lo sé todo —dijo Joanna—. Estuve leyendo números viejos de la Crónica. Sé lo que Dale Coba hacía antes, y sé lo que está haciendo ahora. Él y esos otros… genios de «CompuTech» y de «Instatron».

Walter, que la miraba fijamente, parpadeó:

—No sé de qué estás hablando.

—¡Oh, acaba con eso!

Joanna le volvió la espalda, fue por el pasillo a la cocina y encendió las luces. La abertura que daba al comedor de diario mostró oscuridad. Se volvió: Walter estaba en la puerta.

—No tengo la más remota idea de lo que estás hablando —dijo.

Ella pasó de largo a su lado.

—Déjate de mentir. No haces más que mentirme desde que tomé la primera fotografía.

Giró sobre sí misma, se abalanzó a la escalera y empezó a subir, gritando:

—¡Pete! ¡Kim!

—No están aquí.

Lo vio llegar del pasillo por encima del pasamanos.

—Como no llegabas, juzgué prudente sacarlos de casa esta noche. Por si hubiera ocurrido algo mala.

Ella se volvió: y lo miró desde arriba:

—¿Dónde están?

—Con amigos. Están perfectamente.

—¿ Cuáles amigos?

Walter dobló y llegó al pie de la escalera.

—Están perfectamente —repitió.

Ella giró hasta tenerlo de frente; encontró el pasamanos y lo aferró.

—Nuestro fin de semana solos, ¿eh?

—Creo que deberías tumbarte un rato—dijo Walter.

Apoyó una mano en la pared y la otra en la barandilla, y prosiguió:

—Estás desvariando, Joanna. ¡Y luego Diz! ¿Qué pinta Diz en el asunto? Y eso de que yo no he hecho más que mentirte, como acabas de decir…

—¿Qué pasó? ¿Ordenaste que adelantara la entrega? ¿Por eso estaban todos tan ocupados esta semana? ¡Juguetes de Navidad!, ése es el espantapájaros. ¿Y tú qué estabas haciendo, probando las medidas?

—Francamente, no entiendo de qué estás.

—El autómata —dijo Joanna. Se inclinó hacia él sosteniéndose del pasamanos—. ¡El robot! Oh, ya veo: el fiscal se sorprende ante un nuevo alegato. Te estás desperdiciando en fideicomisos y herencias; el lugar que te corresponde es una sala de justicia. ¿Y cuánto cuesta? ¿Quieres decírmelo? ¿Cuánto se paga corrientemente por una esposa de cocina con mucha pechuga y ninguna exigencia? ¡Un dineral, supongo! ¿O las fabrican baratas en la «Asociación de Hombres» por puro espíritu de camaradería? ¿Y adonde van a parar las verdaderas, al incinerador? ¿A la laguna de Stepford?.