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Walter la miró, sin moverse: una mano en la pared, la otra sobre la barandilla.

—Sube y acuéstate —dijo. —Voy a salir.

Él sacudió la cabeza:

—No. No, mientras estés hablando de esa forma. Sube y descansa.

Joanna bajó un escalón:

—No pienso quedarme aquí para…

—No vas a salir. Ahora sube y descansa. Cuando te hayas calmado, los dos… trataremos de conversar razonablemente.

Ella lo miró, parado ahí, bloqueando la escalera; miró su abrigo sobre la silla…, se volvió y subió rápidamente. Entró en el dormitorio, cerró la puerta con llave, encendió las luces.

Fue a la cómoda, tiró de un cajón y sacó un grueso suéter blanco. Lo desdobló con una sacudida, metió los brazos y los embutió en las mangas. Tiró del cuello alto hacia abajo, por encima de la cabeza, se juntó el pelo y lo dejó en libertad.

La puerta fue probada desde el otro lado; resistió y recibió unas palmadas.

—¿Joanna?

— ¡Lárgate! —dijo, mientras se bajaba el suéter alrededor del cuerpo—. Estoy descansando. Me dijiste que descansara.

—Déjame entrar un minuto.

Ella se quedó vigilando la puerta, sin hablar.

—Joanna, quita la llave.

—Después. Quiero estar sola un rato.

Se quedó inmóvil, vigilando la puerta.

—Muy bien. Después.

Parada, escuchó… el silencio…, volvió a la cómoda y deslizó suavemente el cajón superior. Hurgó hasta encontrar un par de guantes blancos; se los puso, los ajustó; sacó una larga bufanda a rayas y se la enlazó al cuello.

Fue a la puerta, tendió el oído, apagó las luces.

Fue a la ventana y alzó la cortina. Brilló la luz del senderito. El living de los Claybrook estaba iluminado pero vacío; las ventanas del piso alto, oscuras.

Alzó el marco de la ventana sigilosamente. La contraventana de tormenta estaba detrás.

Se había olvidado de la maldita.

Empujó contra la parte inferior; estaba apretada, no se movería. La golpeó con el canto del puño enguantado primero, y empujó nuevamente con las dos manos. Cedió unas pulgadas hacia afuera y hacia arriba, y no cedería más. Las abrazaderas metálicas de los lados estaban abiertas hasta el límite posible; habría tenido que desclavarlas del marco.

Abajo, un abanico de luz se desplegó sobre la nieve.

Walter estaba en el escritorio.

Joanna se irguió, inmóvil, y escuchó. Un ruidito dentado venía de atrás, desde el teléfono de la mesa de noche. Una y otra vez: largo-corto-largo.

Estaba marcando un número en el teléfono del escritorio.

Llamando a Dale Coba para informarle que ella estaba allí.

Procedan de acuerdo con instrucciones. Todos los sistemas en marcha.

De puntillas, despacio, se dirigió a la puerta, escuchó, hizo girar la llave, y la entornó apenas, manteniendo una mano contra la cara interior. El rifle del «Star Trek» de Pete estaba tirado a la entrada de su cuarto. La voz de Walter sonó débilmente.

Joanna se encaminó de puntillas a la escalera, y empezó a bajar despacio y en silencio, pegada a la pared, mirando a través de los barrotes del pasamanos, hacia el rincón donde se abría el arco del escritorio.

…no creo que pueda conducirla yo mismo…

Tienes razón de sobra, abogado, no puedes.

Pero la silla junto a la puerta de entrada estaba vacía; su abrigo y su bolso (con las llaves del auto y la billetera) habían desaparecido. De cualquier modo, era mejor esto que salir por la ventana.

Siguió bajando hasta el hall. Walter acabó de hablar y se quedó en silencio. ¿Le convendría buscar su bolso?

Pero lo oyó moverse en el escritorio: corrió, agachada, al living y se pegó a la pared.

Los pasos de Walter entraron en el hall, se acercaron a la puerta del frente, se detuvieron.

Ella contuvo el aliento.

Una cadena de silbidos breves —su musiquilla habitual de vamos-a-ver, cuando acometía planes de importancia: colocar las contraventanas de tormenta, armar un triciclo… (¿matar una esposa? ¿O Coba, el cazador, prestaba ese servicio?). Cerró los ojos y procuró no pensar, temerosa de que sus pensamientos alertaran de algún modo a Walter.

Los pasos subieron la escalera, lentamente. Abrió los ojos y soltó el aliento poco a poco, aguardando, mientras los pasos se alejaban escalera arriba. Después, cruzó el living, de prisa y sigilosamente, sorteando los sillones y la mesa de la lámpara; quitó la llave de la puerta que daba al parque y la abrió: descorrió el pestillo de la contrapuerta de tormenta, y la empujó contra un zócalo de nieve acumulada.

Se escabulló fuera y echó a correr sobre la nieve; corrió y corrió, con el corazón palpitante, corrió hacia la sombra de árboles oscuros, sobre la nieve surcada por huellas de patines, marcada por las botas de Pete y Kim. Corrió, corrió y se aferró a un tronco; giró alrededor para tomar impulso y siguió corriendo tropezando; agarrándose a tientas de un tronco, a través de árboles y árboles oscuros. Corrió, tropezó y se aferró a los troncos manteniéndose siempre en el centro del largó cinturón de árboles que separaba las casas de Fairview Lane de las casas de Harvest.

Tenía que llegar a casa de Ruthanne. Ella le prestaría dinero y un abrigo, le permitiría llamar un taxi de Eastbridge, o tal vez a alguien de la ciudad —Shep, Doris, Andreas—, alguien que tuviera coche y quisiera ir a buscarla.

Pete y Kim debían estar perfectamente; necesitaba creerlo. Estarían bien, hasta que ella llegara a la ciudad y hablara con la gente, hablara con un abogado; y consiguiera sacárselos a Walter. Probablemente iban a estar cuidados a las mil maravillas por Bobbie o Carol, o Mary Ann Stavros…, mejor dicho, por las cosas llamadas con esos nombres.

Y había que poner sobre aviso a Ruthanne; quizá pudieran irse juntas, aunque ella todavía tenía tiempo.

Llegó al final del cinturón de árboles, se cercioró de que no se acercaban coches, y atravesó a la carrera Winter Hill Drive. Una hilera de abetos almohadillados de nieve bordeaba el camino por ese lado: echó a andar apresuradamente a lo largo de ella, detrás de los árboles, con los brazos cruzados sobre el pecho, y las manos, mal protegidas por los guantes finos, bajo las axilas.

Gwendolyn Lane, donde vivía Ruthanne, quedaba en alguna parte cerca de Short Ridge Hill, más allá de la casa de Bobbie; llegar hasta allí le llevaría casi una hora. Probablemente más, con toda la nieve que había en el suelo, y en la oscuridad de la noche. Y no se atrevía a hacer una seña a cualquier auto que pasara, porque podía ser Walter, y ella no lo sabría hasta que fuera demasiado tarde.

No sólo Walter, advirtió de pronto. Todos debían haber salido en su persecución, y seguramente estarían controlando las carreteras con linternas y faros. ¿Cómo iban a permitir que se les escapara y luego contara el cuento? Cualquier hombre era una amenaza; cualquier auto, un peligro. Tendría que comprobar que el marido de Ruthanne no estaba ahí, antes de tocar el timbre: mirar por las ventanas, y asegurarse.

Oh, Dios, ¿podría escapar? Ninguna de las otras había podido. Pero tal vez ninguna lo hubiera intentado. No lo había intentado Bobbie, ni Charmaine. Tal vez ella era la primera en descubrir las cosas a tiempo. Si todavía era tiempo…