—Espera un minuto —dijo el tipo bajo—. Se me ocurre una idea. Supongamos que una de esas mujeres que usted cree robots, se hiciera un tajo en el dedo, y sangrara. ¿Bastaría eso para convencerla de que es una persona real? ¿O diría que fabricamos robots con sangre debajo de la piel?
—Bernie, por el amor de Dios. —dijo el hombre del medio.
Y Frank añadió:
—No puedes… pedirle a alguien que se corte el dedo, sólo para…
—¿Quieren dejar que ella conteste la pregunta, por favor? ¿Y bien, Mrs. Eberhart? ¿La convencería esto? ¿Si se cortan un dedo y sangrara?
—Bernie…
— ¡Maldición!, déjenla contestar a ella.
Joanna se quedó mirándolo, azorada, y asintió con la cabeza.
—Si sangrara, yo… pensaría que es… real.
—No vamos a pedirle a nadie que se haga un tajo. Iremos a…
—Bobbie se prestaría —dijo Joanna—. Si es realmente Bobbie. Es mi amiga. Hablo de Bobbie Markowe.
—¿Vive en Fox Hollow Lane? —preguntó el hombre bajo.
—Sí.
—¿Ven? —dijo el hombre—. A dos pasos de aquí. Piensen un segundo, ¿quieren? Evitamos todo el viaje hasta el Centro, y no obligamos a Mrs. Eberhart a ir adonde no desea ir…
Nadie dijo nada.
—Supongo que no es… una mala idea —admitió Frank, después de un momento—. Podríamos hablar a Mrs. Markowe…
—No sangrará —dijo Joanna.
—Sangrará —afirmó el hombre del medio—. Y entonces usted se dará cuenta de que está equivocada, y permitirá que la llevemos a su casa y a Walter, sin más discusión.
—Si sangra, sí.
—De acuerdo —concluyó el hombre—. Tú, Frank, corre a casa de Mrs. Markowe, ve si está, y explícale las cosas. Voy a dejar mi linterna aquí en el suelo, Mrs. Eberhart. Bernie y yo nos adelantaremos un poco, y usted la recoge y nos sigue a la distancia que le resulte tranquilizadora. Pero mantengámonos enfocados con el haz de la linterna, para que sepamos que no se ha ido. Voy a dejarle mi chaquetón, además. Póngaselo. Oigo castañetear sus dientes.
Estaba equivocada, lo sabía. Equivocada, aterida, húmeda, muerta de cansancio y de hambre, arrastrada en dieciocho direcciones por exigencias conflictivas, entre ellas la de hacer pis.
Si fueran asesinos, la habrían matado entonces. La rama no habría detenido a tres hombres contra una mujer sola.
Alzó la rama y la miró, mientras caminaba lentamente, con los pies doloridos. La dejó caer. Tenía el guante húmedo y sucio, y los dedos helados. Se los restregó y metió la mano bajo la otra axila. La linterna era larga y pesada: la mantuvo tan firme como pudo.
Los hombres caminaban delante, a pasos cortos. El bajo llevaba chaqueta marrón y gorra de cuero rojo; el alto, camisa verde y pantalones tostados, metidos en las botas oscuras. Tenía el pelo de un rubio rojizo.
Su chaquetón de badana reposaba, tibio sobre los hombros de Joanna, envolviéndola en un olor fuerte y saludable; olor a animal, a vida.
Bobbie iba a sangrar. Era pura coincidencia que Dale Coba hubiera trabajado en robots para Disneylandia, y que Claude Axhelm se las echara de Henry Higgins, que Ike Mazzard dibujara sus croquis halagüeños. Coincidencia que ella se hubiera ofuscado hasta…, hasta la locura. Sí, locura. («No es catastrófico —había dicho la doctora Fancher sonriendo—. Estoy segura de poder ayudarla.»)
Bobbie iba a sangrar, y ella volvería a su casa y entraría en calor.
¿A su casa, con Walter?
¿Cuándo había empezado a desconfiar de él, a sentir que nada los unía? ¿De cuál de los dos era la culpa?
Se le había puesto la cara más redonda. ¿Por qué no lo había advertido hasta hoy? ¿Había estado demasiado ocupada tomando fotografías, trabajando en el cuarto oscuro?
Llamaría a la doctora Fancher el lunes, iría a tenderse en el diván de cuero marrón; lloraría un poco, probablemente, y procuraría llegar a ser feliz.
Los hombres aguardaban en la esquina de Fox Hollow Lane.
Se obligó a caminar más de prisa.
Frank estaba esperando en la puerta iluminada de Bobbie. Los hombres conversaron con él y se volvieron a Joanna que avanzaba lentamente por el senderito.
Frank sonrió:
—Dice que sí, que lo hará con gusto si eso representa un alivio para usted.
Joanna entregó la linterna al hombre de la camisa verde. Su cara, ancha y curtida tenía una expresión enérgica; le sacó de los hombros su chaquetón y dijo:
—Nosotros esperaremos aquí.
—No es necesario que ella se…
—Sí, lo es. Ande, o volverá a empezar con sus cavilaciones.
Frank salió al umbral y anunció:
—Está en la cocina.
Joanna entró en la casa, y se sintió inmediatamente envuelta en su tibieza. Una música de rock trompeteó y aporreó desde el piso alto.
Recorrió el pasillo, flexionando las manos doloridas.
Bobbie estaba esperando, parada en la cocina; vestía pantalones rojos y delantal con una enorme margarita aplicada.
—Hola, Joanna —dijo, sonriendo.
Una Bobbie acicalada y pechugona. Pero no un robot.
—Hola —dijo Joanna. Se aferró a la jamba de la puerta, se reclinó y apoyó la cabeza.
—Lamento saber que estás en semejante estado.
—Lamento estar en él.
—No me importa cortarme un poco el dedo si eso va a sosegar tu mente.
Bobbie se dirigió a una alacena. Su andar era suave, parejo, gracioso. Abrió un cajón.
—Bobbie… —dijo Joanna. Cerró un momento los ojos, y los abrió de nuevo—. ¿Eres realmente Bobbie?
—Por supuesto que sí —dijo Bobbie con una cuchilla en la mano. Fue hasta el fregadero y añadió—: Acércate. Desde ahí. no puedes ver.
La música de rock atronó.
—¿Qué pasa arriba? —preguntó Joanna.
—No sé. Dave tiene allí a los chicos. Acércate. No puedes ver.
La cuchilla era grande y de hoja puntiaguda.
—Te vas a amputar la mano con esa cosa —dijo Joanna.
—Tendré cuidado —sonrió Bobbie—. Acércate. —Y le hizo una seña, empuñando la cuchilla.
Joanna enderezó la cabeza y soltó la mano de la jamba. Entró en la cocina, tan inmaculada, tan reluciente, tan poco de Bobbie.
Se paró de pronto. «La música es por si grito —pensó—. Ella no va a cortarse el dedo: va a…
—Acércate —dijo Bobbie, de pie junto al fregadero, haciéndole señas y empuñando la cuchilla de hoja puntiaguda.
Nada catastrófico, doctora Fancher, ¿eh? ¿Pensar que son robots…? ¿Pensar que Bobbie sea capaz de matarme…? ¿Está segura de que me puede ayudar?
—No es necesario que lo hagas —dijo a Bobbie.
—Sosegará tu mente.
—Voy a ver a una psicoanalista en los primeros días del año. £50 es lo que sosegará mi mente. Así lo espero, por lo menos.
—Acércate —dijo Bobbie—. Los hombres aguardan.
Joanna se adelantó hacia Bobbie, que estaba de pie junto al fregadero, cuchilla en mano, con un aspecto tal de realidad —la piel, los ojos, el pelo, las manos, el movimiento acompasado del seno bajo el delantal— que no podía ser un robot, sencillamente no podía serlo, y se acabó el asunto.
Los hombres estaban parados en el umbral, exhalando vapor, con las manos hundidas en los bolsillos. Frank zarandeaba las caderas al compás de la estrepitosa música de rock.
—¿Qué puede llevar tanto tiempo? —dijo Bernie.
Wynn y Frank se encogieron de hombros.
La música de rock atronó.
—Voy a llamar a Walter para informarle que la encontramos —dijo Wynn. Y entró en la casa.
— ¡Consigue las llaves del coche de Dave! —le gritó Frank.