—Gracias, me encantaría —contestó Carol—. Pero tengo que encerar el piso del comedor de diario.
—¿Esta noche?
—La noche es la única oportunidad posible hasta que empiecen las clases.
—¿Y no puede esperar hasta entonces? Faltan sólo tres días.
Carol meneó la cabeza:
—No, ya lo he diferido demasiado. Está lleno de marcas de pisadas. Además, Ted tiene que ir a la «Asociación de Hombres» más tarde.
—¿Va todas las noches?
—Casi todas.
¡Santo Dios!
—¿Y usted se queda y hace el trabajo de la casa?
—Siempre hay una cosa u otra que hacer, usted sabe lo que es esto. Y ahora tengo que acabar con la cocina. Buenas noches.
—Buenas noches —dijo Joanna, y se quedó mirándola mientras entraba en su cocina (perfil de un busto exuberante, a contraluz) y cerraba la puerta. Casi instantáneamente reapareció en la ventana, abierta sobre el fregadero: ajustaba el grifo del agua, levantaba algo en sus manos y fregaba. Su pelo rojo estaba prolijamente peinado, y brillante; su cara, de nariz fina, tenía una expresión pensativa (y ¡qué diablos!, hasta inteligente); sus grandes senos purpúreos se bamboleaban al compás del fregado.
Joanna volvió a su parque. No, ella no sabía lo que era eso, gracias a Dios: no era una fregona compulsiva. ¿Quién podía culpar a Ted si se aprovechaba de semejante gansa del tipo explótame-por-favor? Bueno, ella podía.
Walter salió de la casa con una chaqueta liviana.
—No creo que esté más de una hora…
—Esta Carol Van Sant es increíble —dijo Joanna—. No puede venir a tomar una taza de café, porque tiene que encerar el comedor de diario. Ted va cada noche a la «Asociación de Hombres» y ella se queda haciendo el trabajo doméstico.
— ¡Cristo, qué barbaridad! —dijo Walter, meneando la cabeza.
— ¡Al lado de ella, mi madre es Kate Millett!
Él se echó a reír, le dijo «Hasta luego», la besó en la mejilla y atravesó el parque.
Joanna dirigió una última mirada a su estrella, ahora más luminosa.
«Trabaja tú», pensó. Y entró en la casa.
Los cuatro salieron juntos el sábado por la mañana, sujetos con cinturones de seguridad a los asientos de su flamante camioneta. Joanna y Walter llevaban gafas de sol y charlaban sobre tiendas y compras; Pete y Kim ponían a prueba el funcionamiento automático de las ventanillas, haciéndolas bajar y subir, subir y bajar, hasta que Walter les ordenó que acabaran con eso. Era un día radiante, presagiando el otoño. Fueron al Centro de Stepford (una estructura blanca de tiendas con frentes coloniales, hermosa como una tarjeta postal) a comprar varias cosas de ferretería y de farmacia, con bonos de descuento; de ahí tomaron hacia el Sur, por la Ruta Nueve, hasta una gran galería comercial nueva —zapatos para Pete y Kim, con descuento (¡qué plantón!) y un columpio de jardín, sin descuento—; se dirigieron hacia el Este, por la carretera de Eastbridge, hasta un parador de McDonald (grandes sandwiches y batidos de chocolate); siguieron un trecho más en la misma dirección, en busca de antigüedades (una mesa octogonal, no documentos); y luego recorrieron Stepford en todas direcciones —Norte, Sur, Este y Oeste— por las carreteras de Anvil y de Cold Creek, por Hunnicutt, Beavertail, Burgess Ridge, para que Pete y Kim vieran todo lo que Joanna y Walter ya habían visto cuando buscaban casa: su nueva escuela, y las otras, a las que asistirían con el tiempo; un edificio misterioso, que resultó ser ( ¡quién lo hubiera dicho desde fuera!) una planta incineradora no contaminante, y los terrenos para excursiones, donde estaban construyendo una piscina pública. Joanna cantó Good Morning Starshine, a petición de Pete, y todos juntos interpretaron MacNamara’s Band, encargándose cada uno de imitar un instrumento distinto, en la parte final. Después de eso, Kim vomitó, pero con preaviso suficiente para que Walter pudiera frenar, detenerse, desprenderle el cinturón y sacarla de la camioneta a tiempo, gracias a Dios.
El incidente aplacó los bríos. Volvieron a atravesar el Centro de Stepford, esta vez a poca velocidad, porque Pete dijo que quizá vomitara él también. Walter les señaló la estructura blanca de la biblioteca, y la estructura vieja, de dos siglos, del Cottage, que ahora ocupaba la «Sociedad Histórica».
Kim, mirando hacia arriba a través de la ventanilla, se despegó de la lengua un chicle muy chupado, para preguntar:
—Y eso grandote, ¿qué es?
—Ésa es la casa de la «Asociación de Hombres» —dijo Walter.
Pete se inclinó hasta el límite de su cinturón de seguridad, sacó la cabeza y miró.
—¿A donde vas a ir esta noche?
—En efecto.
—¿Y cómo se llega?
—Hay un camino para automóviles algo más lejos, que conduce a lo alto de la colina.
Se habían adelantado hasta un camión, en cuya parte posterior descubierta había un hombre de pie, vestido de color caqui, con los brazos estirados hacia los costados de la cabina. Tenía pelo oscuro, cara larga y enjuta, y usaba gafas.
—Ése es Gary Claybrook, ¿no? —dijo Joanna.
Walter tocó la bocina brevemente y agitó el brazo a través de la ventanilla.
El vecino de enfrente se dobló para mirarlos, sonrió, los saludó con la mano y tomó la dirección del camión. Joanna le devolvió la sonrisa y el saludo.
—¡Hola, Mr. Claybrook! —gritó Kim.
—¿Dónde está Jeremy? —gritó Pete.
—No os puede oír —dijo Joanna.
—¡Me gustaría saber conducir así un camión! —dijo Pete.
—¡A mí también! —coreó Kim.
El camión reptaba ahora, rechinante, pujando contra la pendiente brusca que describía una curva hacia la izquierda. Gary Claybrook les sonrió, cohibido. El camión estaba lleno a medias con pequeñas cajas de cartón.
—¿En qué trabaja, tiene una destilería clandestina? —preguntó Joanna.
—No, si gana tanto como dice Ted.
—Oh…
—¿Qué es una destilería clandestina? —preguntó Pete.
Se encendieron las luces de los frenos, y el camión paró, con la señal del viraje a la izquierda, parpadeante.
Joanna explicó lo que era una destilería clandestina.
Un coche pasó como una exhalación, colina abajo, y el camión enfiló hacia el camino vecinal de la izquierda.
—¿Ése es el camino de autos que decías? —preguntó Pete.
Walter se volvió y asintió con un movimiento de cabeza:
—Ése, sí.
Kim apretó el botón para bajar más su ventanilla, y gritó:
—¡Adiós, Mr. Claybrook!
Él los saludó con la mano mientras se alejaban.
Pete soltó la hebilla de su cinturón de seguridad, se dejó caer de rodillas a un lado del asiento, y miró por el vidrio posterior.
—¿Puedo ir yo alguna vez?
—Hummm, lo siento. No se admiten chicos —dijo Walter.
—¡Caracoles! ¡Qué pedazo de reja han conseguido! ¡Como la de los Héroes de Hogan!
—Para que no pasen las mujeres —dijo Joanna, mirando hacia delante y llevando una mano a la montura de sus gafas. Walter sonrió.
—¿De veras? ¿Para eso es? —preguntó Pete.
—Pete se ha soltado el cinturón —dijo Kim.
—Pete… —advirtió Joanna.
Subieron por la carretera de Norwood y tomaron hacia el Oeste por Winter Hill Drive.
Por una cuestión de principió, no pensaba ocuparse de ningún trabajo doméstico. Y bien sabía Dios que tenía un montón de cosas que hacer, y que hasta hubiera querido positivamete hacer algunas —por ejemplo, armar la estantería del living. Pero esa noche no, ¡no señor! Podía quedar para otro momento. Ella no era Carol van Sant, y tampoco Mary Ann Stavros, a quien acababa de ver pasando la aspiradora junto a una ventana del primer piso, cuando fue al cuarto de Pete a bajar la persiana.