—El psiquiatra tendría que estar a favor de la admisión de las mujeres —observó Joanna.
—Y lo está. Así como el doctor Verry. No sondeé a nadie más. No quise presentarme como un activista furioso desde mi primera visita.
—¿Cuándo irás de nuevo? —preguntó Joanna y, de pronto (quién sabe por qué) tuvo miedo de que le contestara: mañana.
—No lo sé —dijo Walter—. Escucha, no pienso hacer de esto una forma de vida, como lo han hecho Ted y Vic. Presumo que iré aproximadamente dentro de una semana, pero no estoy seguro. En realidad, es un poco lugareño.
Joanna sonrió, y se apretó más contra él.
Había bajado aproximadamente un tercio de la escalera, tanteando los escalones con las puntas de los pies, y sosteniendo la maldita canasta de la ropa a la altura de la cara, por culpa del maldito pasamanos, cuando, ¡qué casualidad!, empezó a sonar el dos veces maldito teléfono.
No podía dejar allí la canasta, porque se caería; y tampoco podía llevarla de nuevo, porque no había espacio para volverse, con ella a cuestas. Siguió, pues, bajando despacito, tanteando los escalones con las puntas de los pies, y contestando mentalmente: « ¡ya va, ya va! » al timbre mandón y perentorio.
Perseveró hasta el fin y, cuando llegó a la meta, dejó la canasta en el suelo, y se encaminó al escritorio con paso airado.
— ¡Hola! —dijo, tal como lo sentía, sin el menor barniz de amabilidad.
—Hola, ¿es usted Joanna Eberhart? —la voz era fuerte, alegre, un poco áspera: parecida a la de Peggy Clavenger. Pero Peggy Clavenger estaba trabajando en Paris-Match según las últimas noticias que tuvo de ella, y ni siquiera debía saber que se había casado, cuánto menos conocer su nueva dirección.
—Sí. ¿Quién habla? —dijo.
—No hemos sido presentadas formalmente —prosiguió la voz que no podía pertenecer a Peggy Clavenger—, pero voy a remediarlo en seguida. Bobbie, tengo el gusto de presentarte a Joanna Eberhart. Joanna, tengo el gusto de presentarte a Bobbie Markowe, con K.O.W.E. finales. Bobbie reside en Ajax Country desde hace cinco semanas, y le encantaría entablar relación con una entusiasta aficionada a la fotografía, que tiene un vivo interés por la política y por el feminismo. Ésa eres tú, a juzgar por lo que dice la Crónica de Stepford (puedes tomar la palabra «crónica» en el buen sentido o en el malo, según tu criterio del periodismo). ¿Han dado una impresión exacta de tu persona? ¿Verdaderamente no te quita el sueño averiguar si las escamas de jabón celestes son mejores que las de las rosadas, o viceversa? Si tuvieras completa libertad de elección, ¿optarías instantáneamente por no andar con el estropajo en la mano? ¿Hola? ¿Todavía estás ahí, Joanna? ¿Hola?
— ¡Hola! Sí, aquí estoy. ¡Y cómo! ¡Vaya si estoy aquí! ¡La gran siete, vale la pena poner un aviso en los periódicos!
— ¡Qué gusto da ver una cocina tan revuelta! —dijo Bobbie—. No llega precisamente a la altura de la mía (te faltan las marquitas de manos grasientas en la superficie de los gabinetes) pero está bien, muy bien. Felicitaciones.
—Si quieres puedo mostrarte unos cuartos de baño desaseados y deprimentes —propuso Joanna.
—No, gracias, prefiero tomar café.
—¿No te importa que sea del instantáneo?
—¿Quieres decir que hay otro?
Bobbie, una mujer bajita y trastona, llevaba una camiseta celeste con la figura de Snoopy, vaqueros y sandalias. Tenía boca grande y dientes insólitamente blancos; ojos azules que no perdían detalle; melena corta, oscura y alborotada; manos pequeñas y uñas sucias. También tenía un marido llamado Dave, que era analista de stocks, y tres hijos, de diez, ocho y seis años, respectivamente. Y, además, un viejo perro ovejero y otro de tipo inglés. Representaba menos edad que Joanna, treinta y dos o treinta y tres como mucho. Bebió dos tazas de café, engulló una rosquilla bañada en chocolate, y habló largo y tendido sobre las mujeres de Fox Hollow Lane.
—Empiezo a pensar que hay un concurso nacional del que no me había enterado —dijo, lamiéndose las puntas de los dedos, embadurnadas de chocolate— con un premio de un millón de dólares y… Paul Newman, para la que tenga la casa más limpia en la próxima Navidad. Se pasan la vida friega que te friega, lustra que te lustra…
—Por acá ocurre lo mismo. Hasta de noche. Mientras los maridos…
—Ya sé: en la «Asociación de Hombres» —completó Bobbie.
Comentaron el anticuado juego sucio sexista de la asociación, su injusticia flagrante en un pueblo donde las mujeres no contaban con una sola organización propia, ni siquiera una «Liga de Mujeres Sufragistas».
—Créeme —dijo Bobbie—, he registrado el lugar de punta a punta: hay un club de Jardinería y una que otra pequeña congregación religiosa de viejas irlandesas que, por lo demás, no me admitirían: Markowe es una versión promocional de Markowitz… Está la «Sociedad Histórica», nada sexista, naturalmente. Me asomé y les dije: «Hola.» Cadáveres en posturas de seres vivos.
Dave había entrado en la «Asociación de Hombres» y pensaba, como Walter, que era factible cambiarla desde dentro. Pero Bobbie sabía los puntos que calzaban.
—Vas a ver; tendremos que encadenarnos a esa reja, antes de que hagan algo. Y, a propósito, ¿qué me dices de la reja? ¡Cualquiera pensaría que están refinando opio!
Conversaron sobre la posibilidad de reunirse con algunas de sus vecinas, aunque sólo fuera para espabilarlas un poco y estimularlas a desempeñar un papel más activo en la vida de la comunidad. Pero las mujeres que habían conocido —convinieron— no parecían predispuestas a aceptar siquiera un paso tan pequeño hacia la liberación.
Conversaron sobre la «Organización Nacional para las Mujeres», la «NOW»[2], a la que ambas pertenecían, y sobre las actividades de Joanna como fotógrafa.
— ¡Válgame Dios, éstas son formidables! —exclamó Bobbie, mirando las cuatro ampliaciones enmarcadas que había colgado en el escritorio—. ¡Son bárbaras!
Joanna le agradeció.
—Conque una aficionada entusiasta, ¿eh? Pensé que eso quería decir «Polaroids» de los chicos. ¡Pero estas fotos son fantásticas!
—Ahora que Kim está en el Jardín de Infancia, voy a ponerme a trabajar en serio —dijo Joanna.
Acompañó a Bobbie hasta su coche.
— ¡No, maldita sea! —estalló Bobbie de pronto—. Por lo menos tendríamos que intentarlo. Hablemos con esas mujeres de su casa. Debe haber algunas un poco mortificadas con la situación. ¿Y? ¿Qué te parece? ¿No sería grande que pudiéramos constituir un grupo acaso hasta una pequeña rama de la «NOW», y darle a esa «Asociación de Hombres» un buen vapuleo? Dave y Walter se engañan a sí mismos; la «Asociación» no va a cambiar, a menos que la obliguen. Las organizaciones de peces gordos no lo hacen jamás. ¿Qué me dices, Joanna? ¿Salimos por ahí a buscar adhesiones?
Joanna asintió con la cabeza.
—Podríamos. No es posible que todas estén tan conformes como aparentan.
Habló con Carol van Sant.
—Caramba, no, Joanna —dijo Carol—. No creo que esa clase de cosas pueda interesarme. Pero gracias por la invitación, de todos modos.
Estaba limpiando el tabique plástico en la habitación de Stacy y Allison, pasando una enorme esponja amarilla por una franja de pliegues de acordeón, con firmes movimientos descendentes.
—Sería sólo por un par de horas —dijo Joanna—. De noche o, si resultara más conveniente para todas, de día, dentro del horario escolar.