Carol, en cuclillas para lavar la parte inferior de la franja, contestó:
—Lo siento, pero en realidad no dispongo de tiempo para esas cosas.
Joanna la observó un momento.
—¿No le molesta que la organización central de Stepford, la única que hace algo efectivo en lo referente a proyectos de bien común, sea terreno vedado para las mujeres? ¿No cree usted que tal exclusión resulta un poco arcaica?
—¿Ar-cai-ca? —repitió Carol, escurriendo la esponja dentro de un balde con agua jabonosa.
Joanna la miró.
—Anacrónica, anticuada, como prefiera.
Carol exprimió la esponja, fuera y por encima del balde.
—No, a mí no me parece arcaica.
Se levantó, se empinó y alcanzó con la esponja el borde superior de la franja inmediata.
—Ted está más capacitado que yo para esa clase de cosas —dijo, y empezó a pasar la esponja por los pliegues, con firmes movimientos descendentes, cuidando que cada golpe empezara exactamente donde había terminado el anterior.
—Además, los hombres necesitan un lugar donde poder distraerse y beber uno o dos tragos.
—¿Y las mujeres no?
—No, no tanto.
Carol meneó su cabeza pelirroja y prolija, de propaganda de champú, sin desviarla de su operación de limpieza.
—Disculpe, Joanna —concluyó—. Simplemente no tengo tiempo para ir a una reunión.
—Okay. Si cambia de opinión, avíseme.
—¿Le importa si no la acompaño hasta abajo?
—No, claro que no.
Habló a Bárbara Chamalian, que vivía al otro lado de los Van Sant.
—Gracias, pero no veo cómo podría arreglármelas para acudir —dijo Bárbara.
Era una mujer de mandíbula cuadrada y pelo oscuro, embutida en un vestido rosa que modelaba una figura excepcional.
—Lloyd se queda a menudo en la ciudad —explicó—. Y las noches que no se queda, le gusta ir a la «Asociación de Hombres». Me resultaría intolerable pagar a una baby sitter, solamente para…
—Podría hacerse dentro del horario escolar —insinuó Joanna.
—No. Será mejor que no cuente conmigo —insistió Bárbara, con una sonrisa amplia y atractiva—. Como quiera que sea, me alegro de haber tenido la oportunidad de conocerla. ¿No querría entrar a sentarse un rato? Estoy planchando.
—No, gracias. Quiero hablar con algunas otras mujeres.
Habló a Marge McCormick. («Francamente, no creo que eso llegara a interesarme»); a Kit Sundersen («Temo no disponer de tiempo. Lo lamento de veras, Mrs. Eberhart») y a Donna Claybrook («Es una excelente idea, pero yo estoy tan ocupada estos días… En todo caso, le agradezco la invitación»).
Se encontró con Mary Ann Stavros en un pasillo del Supermercado del Centro.
—No, no creo tener tiempo para nada por el estilo. ¡Hay tanto que hacer en la casa! Sabe usted.
—Pero saldrá de vez en cuando, ¿no?
—Por supuesto. ¿Acaso no he salido ahora?
—Le hablo de salir a distraerse.
Mary Ann sonrió y meneó la cabeza, balanceando las mechas de su pelo rubio y lacio.
—No, casi nunca. No siento mucha necesidad de distracción. Hasta la vista.
Se alejó, empujando su carrito de provisiones; un poco más allá se detuvo, sacó una lata de un estante, la observó, la colocó en el interior del carrito y siguió su camino.
Joanna la miró partir y volvió los ojos al carrito de otra mujer, que pasaba a su lado lentamente. « ¡Mi Dios!, son prolijas hasta para llenar sus carritos», pensó, y examinó el suyo: un revoltijo de tarros, cajas y frascos. La atravesó el impulso culpable de ordenarlo, pero maldito si lo iba a seguir. ¡No faltaba más! Por el contrario, arrebató una lata cualquiera de la estantería —helado de vainilla— y la arrojó entre las otras cosas. ¡Ni siquiera necesitaba el maldito producto!
Habló con la madre de una compañera de colegio de Kim, en la sala de espera del doctor Verry; con Yvonne Weisgalt, que vivía al lado de los Stavros, y con Jill Burke que vivía en la casa contigua. Todas declinaron su invitación. Les faltaba tiempo o interés para reunirse con otras mujeres, a conversar sobre sus experiencias comunes.
Bobbie tuvo peor suerte aún, considerando que había hablado con casi el doble de mujeres.
—Aceptó una sola —le contó a Joanna—. Una viuda de ochenta y cinco años, que me metió en su casa a tirones, me tuvo secuestrada una hora, y me sometió a una pulverización de saliva a corta distancia. En cualquier momento que estemos dispuestas a cargar contra la «Asociación de Hombres», encontraremos a Eda Mae Hamilton dispuesta de buena gana a secundarnos.
—Convendría que nos mantuviéramos en contacto con ella —dijo Joanna.
—¡Oh, no, todavía no hemos llegado a ese extremo!
Perdieron una mañana haciendo juntas las visitas, para ensayar la teoría (de Bobbie), según la cual, si hablaban las dos con ciertas ambigüedades premeditadas, podían crear la sugestión incitante de una falange de mujeres, con lugar para una más. No funcionó.
—¡Crrisstto! —explotó Bobbie en su automóvil, arremetiendo furiosa contra la cuesta de Short Ridge Hill—. Aquí está pasando algo que huele mal. Estamos en el Pueblo que el Tiempo Olvidó.
Una tarde, Joanna dejó a Pete y a Kim al cuidado de la quinceañera Melinda Stavros y tomó el tren para la ciudad, donde se encontró con Walter y un matrimonio amigo —Shep y Silvia Tackover— en un restaurante italiano del barrio de los teatros.
Fue agradable ver de nuevo a Shep y Silvia, una pareja optimista, hogareña y dinámica, que había sobrevivido a varios golpes rudos, entre ellos la muerte de un hijito de cuatro años, ahogado. También fue agradable estar de nuevo en la ciudad —Joanna disfruto a fondo del color y el movimiento del restaurante concurrido.
Tanto ella como Walter hablaron entusiastamente de Stepford, alabaron su belleza y su tranquilidad, y ponderaron las ventajas de vivir en una casa y no en un apartamento. Joanna se abstuvo de aludir a la tremenda domesticidad de las mujeres, y a la sensible falta de toda actividad extradoméstica. Calló, suponía que por orgullo; porque le repugnaba atraer la conmiseración ajena, aun la de Shep y Silvia. Habló en cambio de Bobbie y lo divertida que era, y de las excelentes escuelas de Stepford, sin sobrecarga de alumnos. Walter no sacó el tema de la «Asociación de Hombres» y ella tampoco. Silvia, que estaba empleada en la Administración de Vivienda y Desarrollo, habría sufrido un ataque.
A pesar de todo, ya en camino del teatro, Silvia le dirigió una penetrante mirada crítica y preguntó:
—¿Cuesta adaptarse?
—En algunos aspectos.
—Lo lograrás —dijo Silvia y le sonrió alentadoramente—. ¿Qué tal anda la fotografía? Debe resultarte formidable allí, donde lo abordas todo con ojos nuevos.
—No he hecho nada hasta ahora. Bobbie y yo hemos andado correteando por todos lados, tratando de promover una modesta actividad feminista. Aquello está un poco estancado, para serte franca.
—El correteo y la promoción no son cosa tuya. Tu trabajo es la fotografía, o debería serlo.
—Ya lo sé. He conseguido un fontanero que irá uno de estos días a instalar la pila en el cuarto oscuro.
—Walter parece eufórico.
—Lo está. En realidad, es una buena vida.
La pieza, un hit musical de la temporada anterior, los decepcionó. En el tren que los traía de vuelta, la desmenuzaron durante unos minutos; después, Walter se puso las gafas y sacó unos papeles para trabajar, y Joanna hojeó el Time y se quedó fumando y mirando por la ventanilla la oscuridad y las luces ocasionales que la atravesaban.
Silvia tenía razón: su trabajo era la fotografía. Al demonio las mujeres de Stepford, excepto Bobbie, naturalmente.