Los dos coches estaban en la estación, por lo que tuvieron que ir separados a casa. Joanna salió delante en la camioneta, y Walter la siguió en el «Toyota». El Centro estaba desierto y escenográfico a la luz de sus tres faroles —sí, tomaría allí unas cuantas fotos, antes de que estuviera terminado el cuarto oscuro— y más arriba, había reflectores encendidos y ventanas iluminadas en la sede de la «Asociación de Hombres», ante la cual aguardaba un automóvil con el motor en marcha, a punto de salir por el camino particular.
Encontraron a Melinda Stavros, bostezante pero risueña, y a Pete y Kim en sus camitas, profundamente dormidos.
En el comedor de diario había vasos de leche vacíos y platos sucios sobre la mesa de la lámpara; bolas de papel blanco estrujado encima del sofá, y en el suelo, delante del sofá; y una botella de ginger-ale vacía tirada en el suelo, entre las bolas de papel.
«Menos mal que no se lo transmiten a sus hijas», pensó Joanna.
La tercera vez que Walter fue a la «Asociación de Hombres», llamó a Joanna alrededor de las nueve, y le avisó que iba a volver en seguida a casa con la Comisión de Nuevos Proyectos, para la que había sido designado la vez anterior. Estaban haciendo algún trabajo de construcción en el edificio (ella alcanzaba a percibir un zumbido de maquinarias al fondo) y no encontraban un lugar tranquilo para sentarse a conversar.
—Estupendo —dijo Joanna—. Yo estoy ocupada con los trastos que faltaba sacar del cuarto oscuro, así que ustedes podrán disponer de todo el…
—No, escucha —la interrumpió Walter—. Quédate arriba con nosotros y participa en la conversación. Hay entre ellos un par de exclusivistas fanáticos. No les vendrá nada mal oír a una mujer que hace comentarios inteligentes. Porque estoy seguro que los harás.
—Gracias. ¿Pero si ellos se oponen?
—La casa es nuestra.
—¿Seguro que lo que buscas no es una sirvienta?
Walter se echó a reír.
—¡Cielos, no hay forma de engañarla! Está bien, me pescaste. Pero una criada inteligente, ¿de acuerdo? ¿Harás lo que te pido? Creo que puede resultar útil.
—Okay. Dame quince minutos y seré una criada inteligente, y además bonita. ¿Qué te parece como colaboración?
—¡ Fantástica! ¡ Increíble!
Llegaron cinco, y uno de ellos, un hombrecito jovial y carirrojo que aparentaba unos sesenta años y lucía un bigote engomado, de guías rematadas en puntas de palillos, era Ike Mazzard, el ilustrador de revistas.
—No estoy segura de que me sea usted simpático —dijo Joanna estrechando cordialmente su mano—. Me arruinó la adolescencia con esas muchachas de ensueño que dibuja.
—Usted debía imitarlas bastante —contestó él con una risita complacida.
—¿Quiere apostar algo?
Los cuatro restantes andaban alrededor de los cuarenta. El alto de pelo negro y aire de negligente arrogancia, era Dale Coba, el presidente de la Asociación. Le sonrió, con una mirada desdeñosa de sus ojos verdes, y dijo:
—Mucho gusto, Joanna.
«Uno de los exclusivistas fanáticos —pensó ella—: las mujeres son para la cama, y punto.»
Su mano era suave, sin presión.
Los otros eran un tal Anselm o Axhelm, Sundersen y Roddenberry.
—Conocí a su esposa —le dijo Joanna a Sundersen, un hombre pálido y barrigón, que parecía nervioso—. Suponiendo que sean ustedes los Sundersen que viven al otro lado del camino.
—¿La conoció? Sí, somos ésos. No hay otros Sundersen en Stepford.
—La invité a una reunión, pero no podía asistir.
—Es poco sociable…
Los ojos de Sundersen miraban a cualquier parte, menos a Joanna, que dijo:
—Perdone. No escuché bien su nombre.
—Herb —contestó sin mirarla.
Joanna los introdujo a todos en el living, fue a la cocina a buscar hielo y soda, y los llevó a Walter, que aguardaba junto al mueble bar.
—¿Inteligente? ¿Bonita? —cuchicheó, y él le hizo una mueca.
Volvió a la cocina y llenó unos boles con patatas fritas y cacahuetes.
No partió ninguna objeción del círculo de hombres cuando, vaso en mano, dijo: «¿Me permiten?», y se acomodó en el extremo del sofá que Walter le había reservado. Ike Mazzard y el tal Anselm (o Axhelm) se pusieron de pie, y los demás amagaron hacerlo, con excepción de Dale Coba, que siguió sentado, comiendo cacahuetes que se sacaba del puño y mirándola por encima de la mesa de copetín, con sus desdeñosos ojos verdes.
Discutieron el proyecto de los Juguetes-de-Navidad y el proyecto de Preservación-del-Paisaje. Roddenberry tartamudeaba un poco; tenía una cara simpática —nariz de dogo, barba azuleña— y se llamaba Frank. Y Coba tenía un sobrenombre que aparentemente no se justificaba: Diz[3]. Consideraron la conveniencia probable de que hubiera ese año en el Centro un festival de luces de Hannukah, simultáneamente con el pesebre de Navidad, en atención al número de residentes judíos que había ahora en Stepford. Propusieron ideas para nuevos proyectos. Y en este punto intervino Joanna.
—¿Puedo sugerir algo?
—Por supuesto —dijeron Frank Roddenberry y Herb Sundersen.
Coba, echado hacia atrás en su asiento, miraba al cielo raso (desdeñosamente, sin duda), la nuca apoyada en las manos y las piernas extendidas.
—¿Les parece que habría posibilidad de organizar algunas conferencias nocturnas para adultos, o bien algunos debates entre padres y adolescentes? —preguntó Joanna—. Podría utilizarse el salón de actos de una de las escuelas…
—¿Sobre qué tema? —preguntó Frank Roddenberry.
—Cualquiera, de interés general. El asunto de las drogas, por ejemplo, que nos concierne a todos, aunque la Crónica lo meta a escobazos debajo de la alfombra; la invasión de la música rock…, ¡qué sé yo!, cualquier cosa que haga salir a la gente de su encierro y la incite a escuchar lo que dice otra gente, y a dialogar con los demás.
—Es interesante —dijo Claude Anselm, o Axhelm, inclinándose hacia delante, cruzando las piernas y rascándose la sien. Era delgado y rubio, le brillaban los ojos y nunca estaba quieto.
—Y puede ser que con esto se consiga sacar de su encierro aun a las mujeres —prosiguió Joanna—. Por si no lo saben, este pueblo es una zona de siniestro para las baby sitters.
Todos soltaron una carcajada, y ella se sintió satisfecha de sí misma y cómoda en su papel. Adelantó otros posibles temas de debate, a los que Walter, y después Herb Sundersen, añadieron unos pocos más. Se expusieron otras ideas para nuevos proyectos; Joanna participó en la discusión de todos, y los hombres (excepto el maldito Coba) le prestaron sostenida atención; Ike Mazzard, Frank, Walter, Claude, el mismo Herb, que ahora la miraba de frente, expresaban su asentimiento con cabezazos y de viva voz; o la interrogaban gravemente, y ella se sentía muy satisfecha de sí misma, ¡claro que sí!, respondiendo a sus preguntas con inteligencia y buen sentido. ¡Adelante, Gloria Steinem!
Advirtió, con sorpresa y azoramiento, que Ike Mazzard la estaba dibujando. Sentado en su silla (junto al perseverante contemplador del cielo raso, Dale Coba), picoteaba con un bolígrafo azul en una libreta, posada sobre su pulcra rodilla a rayas, mirando alternativamente a Joanna y a su obra de picoteo.
¡Ike Mazzard, dibujándola a ella!
Los hombres se habían quedado silenciosos. Miraban el interior de sus vasos, revolvían sus cubitos de hielo.
—¡Epa! —dijo Joanna, meneándose desasosegada pero sonriente—:¡Yo no soy una muchacha de Ike Mazzard!
—Toda muchacha es una muchacha de Ike Mazzard —contestó el hombrecito; le sonrió y sonrió a su obra de picoteo.
3
Diz puede ser apócope de