—¡Oh, Dios! ¡Cómo me la dieron! —exclamó Joanna—. ¡Qué papelón! ¡Qué paliza!
—¡Uno más! —gritó Charmaine, retrocediendo hasta la línea de saque—. ¡Vamos, uno más!
—¡No puedo! Con esto me alcanza para no poder andar mañana. —Recogió la pelota—. ¡Ven, Bobbie, juega tú!
Bobbie, sentada en el césped con las piernas cruzadas, al otro lado de la verja de tela metálica, ofrecía la cara en bandeja sobre una lámpara de sol.
—No he jugado desde el colegio, ¡juro que es verdad!
—Un solo juego, entonces —gritó Charmaine—. ¡Un juego más, Joanna!
—¡Está bien, un juego más!
Lo ganó Charmaine.
—Me has dejado muerta, pero fue bárbaro. Gracias —dijo Joanna cuando salían juntas de la cancha.
—Lo único que te falta es volver a practicar un poco —dijo Charmaine, pasando cuidadosamente la punta de una toalla por sus mejillas de pómulos altos—. Tienes un saque de primera.
—Mucho me sirvió.
—¿Quieres jugar a menudo? Todo lo que he conseguido hasta ahora es un par de muchachitos, los dos con erecciones permanentes.
—Mándamelos —dijo Bobbie, levantándose del suelo.
Caminaron por el sendero de lajas en dirección a la casa.
—Es una pista estupenda —comentó Joanna, pasándose la toalla por el brazo.
—Úsala, pues. Yo solía jugar diariamente con Ginnie Fisher, ¿la conoces?, pero me plantó. Tú no lo harás, ¿verdad? ¿Qué te parece mañana?
— ¡Oh, no puedo!
Se sentaron en una terraza, bajo una sombrilla de «Cinzano», y la criada, una mujer delgada y canosa que se llamaba Nettie, les llevó una jarra de Bloody Mary, un tazón de crema de pepinos y galletitas crocantes.
—Es maravillosa —dijo Charmaine—. Una alemana de Virgo; si le ordenara lamer mis zapatos, lo haría. ¿Tú que eres, Joanna?
—Una americana de Tauro.
—Si le mandas lamer tus zapatos, te escupe en el ojo —dijo Bobbie—. No creerás realmente esas monsergas, ¿no?
—Por supuesto que sí —contestó Charmaine, sirviendo Bloody Mary—. Y tú también creerías, si te acercaras a estas cosas con espíritu abierto.
(Joanna la miró de reojo, no era Raquel Welch, pero andaba cerca.)
—Por eso me dejó plantada Ginnie Fisher —prosiguió Charmaine—. Es de Géminis, y ésos cambian todo el tiempo. Los Tauro son constantes y uno puede contar con ellos. Lo que significa que tendremos tenis al por mayor.
—Esta nativa de Tauro tiene una casa y dos chiquillos que atender, sin ninguna alemana de Virgo.
Charmaine tenía un hijo único, de nueve años, llamado Merrill. Su esposo, Ed, era productor de Televisión. Se habían trasladado a Stepford en julio. Sí, Ed era miembro de la «Asociación de Hombres» y, no, a ella no le incomodaba la injusticia sexista.
—Cualquier cosa que lo retenga fuera de casa por la noche me viene bien —declara—. Él es de Aries y yo de Escorpio.
—Oh, vamos… —dijo Bobbie, y se metió en la boca una galletita cargada con crema de pepinos.
—Es una combinación pésima —explicó Charmaine—. Ah, si yo hubiera sabido antes lo que sé ahora…
—¿Pésima en qué sentido? —preguntó Joanna.
Y fue un error. Charmaine se explayó sin trabas acerca de las incompatibilidades que existían entre ella y Ed, en múltiples aspectos: social, emocional y sobre todo sexual.
Nettie llevó langosta a la Newburg con patatas juliana.
— ¡Pobres caderas mías! —gimió Bobbie, sirviéndose langosta a cucharadas, mientras Charmaine entraba en pormenores con una franqueza portentosa. Ed era un sátiro y un pervertido sexual.
—Me mandó hacer ese vestido de goma en Inglaterra, sabe Dios a qué precio. De goma, ¿se dan una idea? Se lo pones a alguna de tus secretarias, le dije yo. A mí no me vas a meter dentro de eso. Cierres relámpagos con candaditos, de arriba abajo. No se puede tener encerrada a una Escorpio. A las Virgo sí, en todo momento, porque han nacido para el yugo. Pero las de Escorpio han nacido para andar sueltas. —Si Ed hubiera sabido antes lo que tú sabes ahora… —dijo Joanna.
—No habría habido la menor diferencia —dijo Charmaine—. Está loco por mí. Es un Aries típico.
Netti llevó pastelillos de frambuesa y café. Bobbie rezongó. Charmaine les habló de otros pervertidos sexuales que había conocido en sus tiempos de modelo profesionaclass="underline" eran varios.
Las acompañó hasta el auto de Bobbie.
—Escucha, Joanna —le dijo al despedirse—, ya sé que eres una persona muy ocupada, pero en cualquier momento que tengas una hora libre, vienes directamente. Ni siquiera necesitas llamar. Yo estoy casi siempre en casa.
—Gracias, lo haré. Y gracias también por el día de hoy. Ha sido grandioso.
—En cualquier momento —repitió Charmaine. Se inclinó hacia la ventanilla—. Otra cosa, ¿querrían hacerme un favor las dos? ¿Querrían leer Los signos del Zodíaco, de Linda Goodman, aunque sólo sea por complacerme? Léanlo y verán lo acertada que es. Lo tienen en la farmacia del Centro, en rústica. ¿Lo harán? ¿Por favor…?
Se rindieron sonrientes, y prometieron que lo harían.
—¡Chau! —gritó Charmaine, saludándolas con la mano cuando se alejaban.
—Bueno —dijo Bobbie, doblando la curva de la carretera—, tal vez no sea el elemento ideal para la N O W, pero al menos no está enamorada de su aspiradora.
—¡Es despampanante!
—¿Verdad que sí? Aun para estas regiones, donde las mujeres pueden tener poco seso, hay que reconocer que les sobra presencia. ¡Caray, qué matrimonio! ¿Qué me dices de ese vestido de goma? ¡Y yo pensaba que el pobre Dave tenía ocurrencias espeluznantes!
—¿Dave? —dijo Joanna, mirándola.
Bobbie le enfocó una sonrisa lateral.
—A mí no me vas a arrancar ninguna confesión verídica. Soy Leo, y las Leo hemos nacido para cambiar de tema. ¿Queréis ir al cine tú y Walter el sábado a la noche?
Habían comprado la casa a un matrimonio Pilgrim, que la había habitado solamente dos meses y se habían trasladado al Canadá. Los Pilgrim, a su vez, se la habían comprado a una tal Mrs. McGrath, quien por su parte se la había comprado al constructor, once años antes. Mrs. McGrath era, pues, la que había dejado la mayoría de los trastos que había en el depósito del sótano. No era justo, en realidad, llamarlos trastos: había dos buenas sillas de comedor coloniales, que Walter iba a desarmar y a componer algún día: una edición completa del Libro del saber, en veinte tomos, que estaba ahora en los anaqueles del cuarto de Pete; además, cajas y paquetitos de trabajos de ferretería y restos de materiales: cosas que si no eran precisamente hallazgos, podían resultar útiles. Mrs. McGrath había sido un ama de casa ahorrativa y previsora.
Joanna había pasado ya la mayor parte de lo. que no eran realmente trastos a un rincón del fondo del sótano, antes de que el fontanero instalara la pila, y ahora estaba pasando el resto —tarros de pintura y envoltorios de tejas de amianto—, mientras Walter martillaba una alacena de madera contrachapada, y Pete le alcanzaba los clavos. Kim había ido con las chicas de los Van Sant y Carol a la biblioteca.
Joanna desenrolló un envoltorio de papel de diario amarillento, y encontró un pincel de una pulgada, con las cerdas limpias un poco endurecidas, pero todavía flexibles. Empezaba a enrollarlo de nuevo en el diario —media hoja de la Crónica— cuando las palabras club de mujeres atrajeron su atención. el club de mujeres escucha a una escritora. Volvió el papel y miró.