Robert Silverberg
Las puertas del cielo
Para Frederik Pohl
UNO
Fuego Azul
2077
Demos gracias por la luz, que se extiende más allá de nuestra visión.
Humillémonos ante el calor.
Bendigamos la energía que nos santifica.
Bendito sea Balmer, que nos dio las longitudes de onda.
Bendito sea Bohr, que nos dio la comprensión.
Bendito sea Lyman, que trascendió la visión.
Recitemos ahora las franjas del espectro.
Benditas sean las ondas largas de radio, que oscilan lentamente.
Benditas sean las ondas medias de radio, que a Hertz agradecemos.
Benditas sean las ondas cortas, eslabones de la humanidad, y benditas sean las microondas.
Benditos sean los infrarrojos, portadores del calor vivificador.
Bendita sea la luz visible, magnifícente en angstroms.
(Sólo en festividades señaladas: Bendito sea el rojo, sagrado para Doppler. Bendito sea el naranja. Bendito sea el amarillo, santificado por la mirada de Fraunhofer. Bendito sea el verde. Bendito sea el azul por su línea de hidrógeno. Bendito sea el añil. Bendito sea el violeta, henchido de energía.)
Benditos sean los ultravioletas, portadores de la riqueza solar.
Benditos sean los rayos X, sagrados para Roentgen, que los sondeó a fondo.
Benditos sean los gamma, en toda su energía; benditas sean las frecuencias más altas.
Demos gracias a Planck. Demos gracias a Einstein. Demos gracias en especial a Maxwell.
¡En nombre del espectro, del cuanto y del sagrado angstrom, paz!
1
El caos se extendía sobre la faz de la Tierra, pero a hombre que se hallaba en la Cámara de la Nada no le importaba en absoluto.
Diez mil millones de seres (¿o acaso serían ya doce en este momento?) luchaban por un lugar bajo el sol. Los rascacielos apuntaban hacia el firmamento como tallos de frijoles. Los marcianos se mofaban. Los venusinos escupían. Cultos extravagantes florecían por todas partes, y los vorsters se inclinaban ante sus diabólicas luces azules en un millar de capillas. Todo esto, por el momento, carecía de significado para Reynolds Kirby. Estaba al margen. Era el hombre encerrado en la Cámara de la Nada.
El lugar donde descansaba se encontraba a mil doscientos metros sobre las aguas azules del Caribe, en su apartamento del piso cien situado en Tortola, Islas Vírgenes. Un hombre tenía que descansar en alguna parte. Kirby, un importante funcionario de las Naciones Unidas, tenía derecho a gozar del calor y a dormitar, y destinaba una cantidad sustancial de su playa. Pudo ver la línea oscura del arrecife de coral; las aguas eran verdes en la zona de la orilla y de un azul intenso a medida que se alejaban de ella. El arrecife estaba muerto, por supuesto. Los sistemas vitales de las delicadas criaturas que lo habían construido ya no podían asimilar más combustible de motor, y el límite de tolerancia había sido sobrepasado bastante tiempo antes. Los aerodeslizadores que se desplazaban de isla en isla dejaban una estela mortífera a su paso.
El hombre de las Naciones Unidas cerró los ojos. Y los abrió enseguida, porque al bajar los párpados apareció en la pantalla de su cerebro la visión de la chica esper, retorciéndose, chillando, mordiéndose los nudillos, su piel amarilla cubierta de sudor. Y el vorster que estaba junto a ella movía de un lado a otro aquella condenada luz azul, mientras murmuraba: «Sosiégate, hija mía, sosiégate, pronto estarás en armonía con el Todo».
Eso había ocurrido el pasado jueves. Hoy era el miércoles siguiente. A estas alturas ya estará en armonía con el Todo, pensó Kirby, y habrán dispersado a los cuatro vientos un irreemplazable banco de genes. O a los siete vientos. A Kirby le costaba últimamente precisar los tópicos.
«Siete mares —pensó—. Cuatro vientos.»
La sombra de un helicóptero cruzó su campo de visión.
—Tu invitado está llegando —anunció el robot.
—Magnífico —replicó Kirby con ironía.
La noticia de que el marciano estaba al llegar puso nervioso a Kirby. Le habían elegido como guía, mentor y perro guardián del visitante procedente de la colonia marciana. Mucho dependía de mantener re laciones cordiales con los marcianos, porque representaban mercados vitales para la economía de la Tierra. También representaban vigor y energía, cuali dades que escaseaban en la Tierra.
Pero relacionarse con ellos —susceptibles, veleido sos, impredecibles— era también sumamente compli cado. Kirby sabía que le esperaba un trabajo difícil Tenía que alejar al marciano de todo posible peligro mimarle y cuidarle, sin parecer en ningún momento condescendiente u obsequioso. Y si Kirby lo estro peaba… Bien, podría ser lamentable para la Tierra y fatal para la carrera de Kirby.
Opacó la ventana y corrió hacia su dormitorio pa ra ataviarse como correspondía a su alcurnia: túnica gris ajustada, fular verde, botas de piel azul, guantes de malla dorada reluciente. Cuando el anunciador llegó con un estruendo metálico para informarle que Nathaniel Weiner de Marte había llegado, Kirby iba vestido de pies a cabeza como el importante funcionario terrícola que era.
—Hágale pasar —dijo.
La puerta se abrió como un diafragma y el marciano entró con movimientos ágiles. Era un hombre pequeño y corpulento, de unos treinta años, hombros anormalmente anchos, labios finos, pómulos salientes y ojos brillantes y oscuros. Parecía físicamente fuerte, como si no hubiera pasado la vida en la atmósfera liviana de Marte, sino luchando contra la gravedad asesina de Júpiter. Estaba muy bronceado, y una red de arrugas partía del rabillo de los ojos. Parecía agresivo, pensó Kirby. Parecía arrogante.
—Ciudadano Kirby, es un placer conocerle dijo el marciano con voz rasposa y pronfunda.
—El honor es mío, ciudadano Weiner.
—Permítame —dijo Weiner, desenfundando la pistola láser. El robot de Kirby se apresuró a adelantarse con la almohada de terciopelo. El marciano colocó el arma con todo cuidado sobre el lujoso complemento. El robot se deslizó por la estancia y entregó la pistola a Kirby.
—Llámame Nat —dijo el marciano.
Kirby esbozó una breve sonrisa. Tomó la pistola, resistió la loca tentación de reducirle a cenizas en el acto y la examinó. Después volvió a depositarla sobre la almohada, haciendo un gesto al robot para que la devolviera a su propietario.
—Mis amigos me llaman Ron —dijo Kirby—. Reynolds es un nombre bastante feo.
—Encantado de conocerte, Ron. ¿Qué hay de beber?
La ruptura del protocolo desagradó a Kirby, pero mantuvo una imperturbabilidad diplomática. El marciano había respetado meticulosamente el ritual de la pistola, pero cabía esperarlo de cualquier habitante de la frontera; no implicaba que siguiera comportándose con el mismo escrúpulo.
—Lo que quieras, Nat —dijo con suavidad Kirby—. Sintéticos, auténticos… Pide y lo tendrás. ¿Qué te parece un ron filtrado?
—He tomado tanto ron que ya me sale por las orejas, Ron. Esos gabogos de San Juan se lo beben como si fuera agua. ¿Tienes un whisky decente?
—Teclea —dijo Kirby, con un majestuoso gesto de la mano. El robot cogió el tablero del bar y lo acercó al marciano. Weiner echó un vistazo a los botones y tecleó un par, casi al azar.
—He pedido uno de centeno doble para ti —anunció Weiner—, y un bourbon doble para mí.
Kirby empezaba a divertirse. El rudo colono no sólo escogía su bebida, sino la de su anfitrión. ¡Un whisky de centeno doble! Kirby disimuló su sorpresa y aceptó la bebida. Weiner se arrellanó en un balancín de espuma trenzada. Kirby también se sentó.