—No entres en tu apartamento, Mondschein —dijo una voz suave—. Sigue adelante. Te espera un torpedo en la estación de Tarrytown.
No había nadie cerca de él.
—¿Quién ha hablado? preguntó, tenso.
—Relájate y colabora, por favor. No sufrirás el menor daño. Todo esto es por tu bien, Mondschein.
Miró a su alrededor. La persona más próxima era una anciana. Se hallaba a unos quince metros detrás de él, en la cinta deslizante, y le dedicó al instante una sonrisa boba, como si le pidiera la bendición. ¿Quién había hablado? Durante un frenético momento, Mondschein pensó que se había convertido en telépata, que algún poder latente había madurado de súbito. Pero no, no había sido un mensaje enviado mediante el pensamiento, sino una voz. Mondschein comprendió. El hombre que le había dado el golpe en la espalda debía haberle adherido una oreja emisora y receptora. Una diminuta placa metálica transpóndica, que probablemente sólo midiera media docena de moléculas de espesor, algún milagro de improbable subminiaturización… Mondschein no se molestó en buscarla.
—¿Quién es usted? —preguntó.
—Eso no importa. Ve a la estación y alguien saldrá a tu encuentro.
—Visto mis hábitos.
—También nos ocuparemos de eso —fue la tranquila respuesta.
Mondschein se mordisqueó el labio. No tenía autorización para abandonar las inmediaciones de la capilla sin el permiso de un superior, pero ahora no tenía tiempo para eso y, en cualquier caso, no iba a complicarse con trámites burocráticos después de la reciente regañina. Correría el riesgo.
La cinta deslizante le llevó hacia adelante.
No tardó en divisar la estación de Tarrytown. El estómago de Mondschein se retorció de tensión. Olió los vapores acres del combustible que utilizaba el torpedo. El frío viento le traspasó el hábito; no sólo temblaba de inquietud. Bajó de la pasarela deslizante y entró en la estación, una reluciente cúpula verdeamarilla de paredes de plástico. No había mucha gente. Los viajeros procedentes del centro de la ciudad aún no habían empezado a llegar, y la huida masiva a las ameras se produciría más tarde, a la hora de la cena.
Se le acercaron unas figuras.
—No les mires —le advirtió la voz del artilugio que llevaba en la espalda—. Sigúeles de forma indiferente.
Mondschein obedeció. Eran tres personas, dos hombres y una mujer delgada de rostro anguloso. Caminaban sin prisa, y fueron dejando atrás el quiosco de faxdiarios, los puestos de limpiabotas y las taquillas de consigna. Uno de los hombres, bajo, de cabeza cuadrada y pelo pajizo espeso y corto, posó la palma de su mano sobre una taquilla y la abrió. Sacó un paquete abultado y se lo puso bajo el brazo. Atravesó en diagonal la estación hacia el lavabo de caballeros.
—Espera treinta segundos y sigúele —dijo la voz a Mondschein.
El acólito fingió estudiar el reloj del quiosco. No le entusiasmaba su situación actual, pero presentía que sería inútil, e incluso peligroso, resistirse. Cuando pasaron los treinta segundos, se dirigió hacia el lavabo. El dispositivo examinador decidió que pertenecía al sexo masculino, y la señal de ADMISIÓN centelleó. Mondschein entró.
—Tercera cabina —murmuró la voz.
El hombre rubio no estaba a la vista. Mondschein entró en la cabina y encontró el paquete de la taquilla apoyado contra el váter. Al recibir la orden, lo tomó y abrió los cierres. El envoltorio cayó al suelo. Mondschein se encontró sujetando el hábito verde de un hermano armonista.
¿Los herejes? ¿Qué demonios…?
—Póntelo, Mondschein.
—No puedo. Si me ven con…
—No te verán. Póntelo. Te guardaremos tu hábito hasta que vuelvas.
Se sentía como una marioneta. Se desprendió de su hábito, lo colgó de un gancho y se puso el poco familiar uniforme. Le sentaba bien. En la superficie interior había algo prendido: una máscara termoplástica. Agradeció el detalle. La desdobló, apretándola contra su rostro hasta que se adaptó por completo. La máscara disimularía sus rasgos hasta hacerlos irreconocibles.
Mondschein puso con todo cuidado su hábito en el envoltorio y lo cerró.
—Déjalo sobre el asiento —le dijeron.
—No me atrevo. Si se pierde, ¿cómo lo explicaré?
—No se perderá, Mondschein. Date prisa. El torpedo está a punto de salir.
Mondschein salió de la cabina a regañadientes. Se vio en el espejo. Su cara, ya de por sí rechoncha, parecía hinchada: mejillas abultadas, papadas sin afeitar, labios gruesos y húmedos. Anormales círculos morados aparecían bajo sus ojos, como si hubiera estado de juerga toda la semana. También el hábito verde era extraño. Portar el símbolo de la herejía le hizo sentirse más cercano a su congregación que nunca.
La mujer delgada avanzó hacia él cuando entró en la sala de espera. Sus pómulos eran como filos de hacha, y sus párpados habían sido reemplazados quirúrgicamente por astillas de fino platino. Era una moda en desuso de la generación anterior. Mondschein recordó a su madre cuando salió de la consulta de cirugía estética con el rostro transformado en una máscara grotesca. Ya nadie lo hacía. Esta mujer debía tener por lo menos cuarenta años, pensó Mondschein, aunque parecía mucho más joven.
—Eterna armonía, hermano —dijo con voz hueca.
Mondschein buscó la respuesta armonista apropiada, improvisando un:
—Que la Unidad te sonría.
—Agradezco tu bendición. Tu billete está en orden, hermano. ¿Quieres venir conmigo?
Comprendió que se trataba de su guía. Había dejado la oreja en su hábito. Confió, aprensivo, en que no tardaría mucho en volver a ver la prenda. Siguió a la mujer hasta la plataforma de embarque. Podían llevarle a cualquier sitio: Chicago, Honolulú, Montreal…
El torpedo refulgía en la iluminada estación, esbelto, elegante, de pulido casco verdeazulado.
—¿Adonde vamos? —preguntó Mondschein a la mujer mientras subían a bordo.
—A Roma.
3
Los ojos de Mondschein se abrieron de par en par mientras veía pasar los monumentos de la antigüedad. El Foro, el Coliseo, el Anfiteatro de Marcelo, el recargado monumento a Víctor Manuel, la Columna de Mussolini. Su ruta atravesaba el corazón de la antiquísima ciudad. También vio el resplandor azul de una capilla vorster al recorrer a toda velocidad la Via dei Fori Imperiali, como una incongruencia en la capital de una religión más antigua. No obstante, Roma era una de las bases más sólidas de la Hermandad. Cuando Gregorio XVIII aparecía en la ventana del Vaticano, todavía atraía a cientos de miles de bulliciosos romanos, pero muchos de esos mismos romanos abandonaban la plaza tras ver al Papa y se dirigían a la capilla de la Hermandad más próxima.
Era evidente que los armonistas también se estaban abriendo paso aquí, pensó Mondschein, pero guardó las formas mientras el coche corría hacia la salida norte de la ciudad.
—Esta es la Via Flaminia —anunció su guía—. Cuando instalaron el lecho electrónico de la carretera, siguieron el antiguo trazado. Aquí están muy apegados a las tradiciones.
—Estoy seguro —dijo cansadamente Mondschein. Mediaba la tarde y sólo había comido un bocadillo en el torpedo. El viaje de noventa minutos le había depositado en Roma horas antes del ocaso. Una bruma invernal flotaba sobre la ciudad; la primavera se retrasaba. La máscara que Monschein llevaba le producía fuertes picores en la cara. El miedo atenazaba sus dedos.
Se detuvieron frente a un edificio de ladrillo parduzco, situado a unos veinte kilómetros al norte de Roma. Mondschein se estremeció cuando entró a toda prisa en su interior. La mujer de los párpados de platino le guió escaleras arriba, hasta llegar a una cálida y bien iluminada habitación, ocupada por tres hombres ataviados con los hábitos verdes armonistas. Ello confirmó la sospecha de Mondschein: «Estoy en un antro de herejes».