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No se presentaron. Uno era bajo y rechoncho, de rostro cetrino y nariz protuberante. Otro era alto y espectralmente delgado, de brazos y piernas como patas de araña. El tercero, de piel pálida y estrechos ojos insulsos, carecía de rasgos distintivos. El regordete era el mayor, y actuaba como portavoz.

—Así que te han rechazado, ¿eh? —dijo sin más preámbulos.

—¿Cómo…?

—Eso no importa. Te hemos estado observando, Mondschein. Confiábamos en que lo lograrías. Deseamos infiltrar a un hombre en Santa Fe tanto como tú deseas ir allí.

—¿Son ustedes armonistas?

—Sí. ¿Te apetece un poco de vino, Mondschein?

El acólito se encogió de hombros. El hereje alto hizo un gesto, y la mujer delgada, que no se había ido de la habitación, se adelantó con una botella de vino dorado. Mondschein aceptó una copa, pensando lúgubremente que, casi con toda seguridad, contendría una droga. El vino estaba frío y poseía un toque dulzón, como un Graves semiseco. Los demás también tomaron vino.

—¿Qué desean de mí? —preguntó Mondschein.

—Tu ayuda —dijo el gordo. Estamos en guerra, y queremos que luches a nuestro lado.

—Yo no entiendo de guerras.

—Una guerra entre la oscuridad y la luz —prosiguió el hombre alto con voz afable—. Somos los guerreros de la luz. No pienses que somos fanáticos, Mondschein. La verdad es que somos hombres muy razonables.

—Tal vez creas —dijo el tercer armonista— que nuestro credo deriva del tuyo. Nosotros respetamos las enseñanzas de Vorst, y las seguimos casi todas. De hecho, nos consideramos más fieles a sus enseñanzas originales que la actual jerarquía de la Hermandad. Somos una fuerza purificadora. Toda religión necesita reformadores.

Mondschein bebió vino.

—Por lo general —dijo pestañeando con malicia—, los reformadores suelen tardar mil años en aparecer. Sólo estamos en 2095. La Hermadad apenas tiene treinta años de existencia.

El hereje rechoncho asintió con la cabeza.

—En nuestros días se progresa con rapidez. Los cristianos tardaron trescientos años en hacerse con el control político de Roma, desde los tiempos de Augusto a los de Constantino. Los vorsters no necesitaron tanto tiempo. Ya conoces la historia: hay hombres de la Hermandad en todos los cuerpos legislativos del mundo. En algunos países han llegado a organizar sus propios partidos políticos. Tampoco es preciso que te recuerde el crecimiento económico de la organización.

—¿Y vosotros, los purificadores, predicáis la vuelta al viejo y sencillo estilo de hace teinta años? —preguntó Mondschein—. ¿Los edificios desvencijados, las persecuciones y todo lo demás? ¿Es eso?

—No. No desdeñamos los usos del poder. Simplemente creemos que el movimiento se ha dejado atrapar en irrelevancias. El poder por el poder se ha convertido en más importante que el poder dirigido a lograr objetivos más esenciales.

—La cúpula vorster es reacia a comprometerse políticamente e intriga para provocar cambios en la estructura de los impuestos. Inmiscuirse en la política nacional es una pérdida de tiempo y energía. Entretanto, el movimiento es un completo fracaso en Marte y Venus: ni una capilla entre los colonos, nada de nada; el rechazo total. ¿Dónde están los grandes resultados del programa de reproduccción de espers? ¿Dónde están los impresionantes saltos hacia adelante? —terminó el hombre alto.

—Sólo estamos en la segunda generación —dijo Mondschein—. Han de tener paciencia —el que pidiera paciencia a los demás le hizo sonreír, y añadió—: Creo que la Hermandad va por el buen camino.

—Es obvio que no lo crees así —dijo el hombre pálido—. Cuando nuestra reforma desde dentro fracasó, tuvimos que marcharnos y empezar nuestra propia campaña, paralela a la original. Los objetivos a largo plazo son los mismos. La inmortalidad individual mediante la regeneración del cuerpo. Pleno desarrollo de los poderes extrasensoriales, en busca de nuevos métodos de comunicación y transporte. Eso es lo que queremos…, no el derecho a decidir la cuantía de los impuestos locales.

—Primero, controlar los gobiernos —dijo Mondschein—. Después, concentrarse en los objetivos a largo alcance.

—No es necesario —interrumpió el armonista gordo—. A nosotros nos interesa la acción directa. También confiamos en el éxito. De uno u otro modo, lograremos nuestros propósitos.

La mujer delgada sirvió más vino a Mondschein. Intentó disuadirla, pero ella insistió en llenarle la copa. Mondschein bebió.

—Imagino que no me ha traído a Roma sólo para comunicarme su opinión sobre la Hermandad. ¿Para qué me necesitan?

—Supon que estemos en condiciones de trasladarte a Santa Fe —dijo el gordo.

Mondschein se enderezó de un salto. Su mano apretó la copa y estuvo a punto de romperla.

—¿Cómo podrían hacerlo?

—Supon que podamos. ¿Aceptarías obtener cierta información de los laboratorios y transmitírnosla?

—¿Espiar para ustedes?

—Puedes llamarlo así.

—Me parece repugnante.

—Serás recompensado por ello.

—Mejor que la recompensa sea buena.

—Te ofrecemos un puesto de décimo grado en nuestra organización —dijo el hereje en voz baja, inclinándose hacia delante—. Lo mismo te costaría quince años en la Hermandad. Somos una organización mucho más pequeña; ascenderás más rápido en nuestra jerarquía que donde estás ahora. Un hombre ambicioso como tú podría llegar muy cerca de la cumbre antes de cumplir cincuenta años.

—¿Qué tiene de bueno llegar muy cerca de la cumbre en una jerarquía de segunda división? —preguntó Mondschein.

—¡Es que no seremos de segunda división, gracias a la información que nos proporcionarás! Nos ayudará a crecer. Millones de personas abandonarán la Hermandad para unirse a nosotros cuando sepan lo que les ofrecemos… Todo lo que ella posee, más nuestros propios valores. Nos extenderemos con rapidez, y conseguirás una posición elevada, porque habrás apostado por nosotros desde el principio.

Mondschein comprendió la lógica que encerraban aquellas palabras. La Hermandad ya estaba plagada de burócratas bien afianzados, poderosos y ricos. El ascenso era virtualmente imposible. Sin embargo, si brindaba su lealtad a un grupo pequeño pero dinámico, cuya ambición rivalizaba con la suya…

—No saldrá bien —dijo con tristeza.

—¿Porqué?

—Dando por sentado que puedan introducirme en Santa Fe, seré examinado por espers mucho antes de llegar allí. Sabrán que voy como espía y me rechazarán. Mis recuerdos de esta conversación me traicionarán.

El hombre gordo esbozó una amplia sonrisa.

—¿Por qué piensas que recordarás esta conversación? ¡Nosotros también tenemos nuestros espers, acólito Mondschein!

4

La habitación en la que se encontró Christopher Mondschein estaba pavorosamente vacía. Era un cuadrado perfecto, construido tal vez con un margen de error de centésimas de milímetro, y no había nada más que el propio Mondschein. Ni muebles, ni ventanas, ni siquiera una telaraña. Apoyó el peso del cuerpo sobre un pie y luego sobre el otro, levantó la vista hacia el alto techo y buscó sin éxito la fuente de la constante y suave iluminación. Tampoco sabía en qué ciudad se hallaba. Le habían sacado de Roma al amanecer. Podría estar en Yakarta, o quizá en Akron.

Todo el asunto despertaba en él una profunda desconfianza. Los armonistas le habían asegurado que no correría riesgos, pero Mondschein no compartía su seguridad. La Hermandad no habría alcanzado su envergadura sin desarrollar métodos de autoprotección. A pesar de las garantías recibidas, cabía la posibilidad de que le detectaran mucho antes de acceder a los laboratorios secretos de Santa Fe, y lo que sucedería a continuación no sería agradable.