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La Hermandad contaba con medios para castigar a quienes la traicionaban. Tras la fachada bondadosa se ocultaba cierta vena de crueldad necesaria. Mondschein había oído rumores; aquel sobre el supervisor regional de Filipinas, por ejemplo, que se había dejado engañar con falsas promesas para entregar informes sobre los consejos de alto nivel a ciertos oficiales de policía antivorsteritas.

Quizá fuera falso. Mondschein había oído que el hombre fue llevado a Santa Fe para ser sometido a la extirpación de los centros del dolor. ¿Podía considerarse un destino feliz no volver a sentir dolor? En absoluto. El dolor era la medida de la seguridad. Sin dolor, ¿cómo podía saberse que algo estaba demasiado caliente o demasiado frío al tocarlo? Se producirían miles de pequeñas lesiones: quemaduras, cortes, erosiones. El cuerpo se iría mutilando. Un dedo ahora, la nariz después, un ojo, una tira de piel… Bien mirado, alguien podía devorar su propia lengua sin darse cuenta.

Mondschein se encogió de hombros. La pared sin hendiduras que había frente a él se telescopó de repente y un hombre entró en la habitación. La pared se cerró a su espalda.

—¿Es usted el esper? barbotó Mondschein, nervioso.

El hombre asintió con la cabeza. No poseía rasgos característicos. Mondschein se imaginó que su rostro tenía cierto aspecto euroasiático. Era de labios delgados, cabello lustroso y oscuro, y tez casi olivácea. Parecía a punto de quebrarse.

—Tiéndase en el suelo —dijo el esper con voz suave y aterciopelada—. Relájese, por favor. Usted me tiene miedo, y no debería tenerlo.

—¿Por qué no? ¡Va a introducirse en mi mente!

—Relájese. Por favor.

Mondschein lo intentó. Se acomodó sobre el flexible y elástico suelo y puso las manos junto a sus costados. El esper adoptó la posición del loto en una esquina de la habitación sin mirar a Mondschein. El acólito esperó, inseguro.

Había visto a pocos espers. Actualmente había muchos; tras años de duda y confusión, sus características habían sido aisladas y reconocidas más de un siglo antes, y un aumento considerable y deliberado de apareamientos entre espers había incrementado su número. De todas formas, los talentos seguían siendo impredecibles. La mayoría de los espers carecían de control sobre sus habilidades. Además, eran individuos inestables, muy nerviosos por lo general, y no era raro que la tensión les condujera a la psicosis. A Mondschein no le hacía ninguna gracia la idea de estar encerrado en una habitación con un esper psicótico.

¿Qué pasaría si el esper era un malvado? ¿Qué pasaría si, en lugar de provocar una amnesia selectiva en Mondschein, decidía causar graves alteraciones en sus pautas memorísticas? Se podía dar el caso de que…

—Ya puede levantarse —dijo el esper bruscamente—. Ha concluido.

—¿Qué ha concluido? —preguntó Mondschein.

El esper emitió una carcajada triunfal.

—No es necesario que lo sepa, idiota. Ha concluido, eso es todo.

La pared se abrió por segunda vez. El esper salió. Mondschein se irguió con una extraña sensación de vaciedad; se preguntó dónde estaba y qué le estaba ocurriendo. Iba a casa por la cinta deslizante, un hombre le empujó, y después…

—Sigúeme, por favor —dijo una mujer delgada, de pómulos improbables y párpados de platino brillante.

—¿Por qué?

—Confía en mí. Ven por aquí.

Mondschein suspiró y dejó que le guiara por un estrecho pasillo hasta otra habitación, brillantemente pintada e iluminada. En una esquina de la estancia había un depósito metálico del tamaño de un ataúd. Mondschein, por supuesto, lo reconoció. Era una cámara de privación sensorial, una Cámara de la Nada. Se flotaba en una cálida solución nutritiva, vista y oído desconectados, liberado de la atracción de la gravedad. Poseía usos más siniestros: un hombre que pasara demasiado tiempo en la Cámara de la Nada adquiría una gran docilidad, resultaba muy sencillo adoctrinarle.

—Desnúdate y entra —dijo la mujer.

—¿Y si no lo hago?

—Lo harás.

—¿Cuánto tiempo estaré?

—Dos horas y media.

—Demasiado. Perdone, pero no me siento tan tenso. ¿Quiere hacer el favor de indicarme la salida?

La mujer hizo una señal. Un robot de nariz roma y pintado de un feo tono negro entró en la habitación. Mondschein nunca se las había tenido con un robot, y ahora no lo intentó. La mujer indicó la Cámara de la Nada por segunda vez.

Estoy soñando, se dijo Mondschein. De hecho, es una pesadilla.

Empezó a despojarse de su ropa. La Cámara de la Nada zumbaba, dispuesta. Mondschein entró y se dejó engullir. No podía ver. No podía oír. Un tubo le suministraba aire. Mondschein cayó en una pasibidad total, en un bienestar fetal. El batiburrillo de ambiciones, conflictos, sueños, culpas, deseos e ideas que constituía la mente de Christopher Mondschein se disolvió temporalmente.

Despertó a su debido tiempo. Le sacaron de la Cámara (las piernas le temblaban y tuvieron que sostenerle) y le dieron sus ropas. Reparó en que su hábito no era del color adecuado: verde, el color de los herejes. ¿Cómo era posible? ¿Le estaban enrolando por la fuerza en el movimiento armonista? Sabía que lo mejor era no hacer preguntas. Le pusieron una máscara termoplástica sobre la cara. «Por lo visto, voy a viajar de incógnito.»

Al cabo de poco rato, Mondschein llegó a una estación de torpedos. Las letras arábigas de los letreros le dejaron estupefacto. ¿El Cairo? ¿Argel? ¿Beirut? ¿La Meca?

Le habían reservado un compartimiento privado. La mujer de los párpados alterados estuvo sentada a su lado durante el veloz viaje. Mondschein intentó hacerle preguntas en repetidas ocasiones, pero la única respuesta que obtuvo fue un encogimiento de hombros.

El torpedo aterrizó en la estación de Tarrytown. Territorio familiar, por fin. Un letrero horario anunció a Mondschein que eran las 07,05 horas del miércoles 13 de marzo de 2095, hora oficial del Este. Recordaba perfectamente que había sido el martes por la tarde cuando regresaba a casa desde la capilla, tras haber recibido una merecida reprimenda por el asunto del traslado a Santa Fe. Serían las 16,30 horas. Había perdido en algún sitio todo el martes por la noche y parte de la mañana del miércoles, unas quince horas en total.

—Ve al lavabo —susurró la mujer delgada cuando entraron en la sala de espera principal—. Tercera cabina. Cambíate de ropa.

Mondschein, muy preocupado, obedeció. Había un paquete sobre el asiento. Lo abrió y descubrió su hábito añil de acólito. Se despojó a toda prisa del hábito verde y se ciñó el suyo. Recordó la máscara facial y también se la quitó. Empaquetó el hábito verde y, no sabiendo lo que debía hacer con él, lo dejó en la cabina.

Al salir, un hombre maduro de cabello oscuro se le acercó y le extendió la mano.

—¡Acólito Mondschein!

—¿Sí? —dijo Mondschein. No le reconoció, pero le estrechó la mano.

—¿Has dormido bien?

—Yo… Sí—dijo Mondschein—. Muy bien —hubo un intercambio de miradas, y de pronto Mondschein olvidó para qué había entrado en el lavabo, qué había hecho allí, y también que había llevado un hábito verde y una máscara termoplástica en el vuelo procedente de un país cuyo principal idioma era el árabe, que había estado en otro país y que, además, había salido desconcertado de una Cámara de la Nada apenas unas horas antes.

Ahora creía que había pasado una confortable noche en su casa, en su modesta vivienda. No sabía por qué estaba en la estación de torpedos de Tarrytown a esta hora de la mañana, pero se trataba de un misterio insignificante que no merecía un escrutinio detallado.