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¡Vivir eternamente! Someter su cuerpo a los experimentadores que estaban consiguiendo reemplazar las células, regenerar los órganos, devolver la juventud. Mondschein sabía en qué se trabajaba aquí. Existían riesgos, por supuesto, pero ¿y qué? En el peor de los casos, moriría…, pero también estaba previsto que ocurriera en el esquema normal de los acontecimientos. En contrapartida, podía ser uno de los elegidos, uno de los escogidos.

Un portal se cernió sobre ellos. El sol brillaba furiosamente sobre la hoja de metal.

—Hemos llegado —anunció Capodimonte.

El portal comenzó a abrirse.

—¿No me someterán a un examen antes de dejarme entrar? —preguntó Mondschein.

—Hermano Mondschein —rió Capodimonte—, hace quince minutos que le están examinando. Si hubiera algún motivo para rechazarle, ese portal no se estaría abriendo. Relájese. Y sea bienvenido. Lo ha conseguido.

6

El nombre oficial del lugar era Centro de Ciencias Biológicas Noel Vorst. Ocupaba unos veintidós kilómetros cuadrados de llanura, y todo el perímetro, hasta el último milímetro, estaba rodeado por una verja provista de toda clase de detectores. Dentro había docenas de edificios: dormitorios, laboratorios y otras dependencias de carácter indefinido. Las donaciones de los fieles, que colaboraban en función de sus medios (desde un dólar a varios miles), constituían los cimientos financieros de todo el proyecto.

El centro era el corazón y el núcleo de la organización vorster. Las investigaciones que aquí se llevaban a cabo servían para mejorar las vidas de todos los vorsters. La esencia del atractivo que ejercía la Hermandad era que no sólo ofrecía consuelo espiritual, al igual que las viejas religiones, sino también las prestaciones científicas más avanzadas. Los médicos vorsters se destacaban por encima de sus colegas. La Hermandad de la Radiación Inmanente sanaba el alma y el cuerpo.

Y, cosa que la Hermandad no trataba de ocultar, el principal objetivo de la organización era la conquista de la muerte. No sólo desterrar las enfermedades, sino también la vejez. Incluso antes de que naciera el movimiento vorster, los hombres habían hecho grandes progresos en ese sentido. La esperanza media era de noventa y pico años, e incluso sobrepasaba los cien en ciertos países. Por eso la Tierra rebosaba de gente, a pesar de los rigurosos controles de natalidad que se hacían efectivos en casi todas partes. Ya había cerca de once mil millones de seres, y la tasa de natalidad, aunque en fuerte descenso, seguía siendo mayor que la de mortalidad.

Los vorsters confiaban en aumentar la esperanza de vida para los que deseaban vidas más largas. Ciento veinte, ciento cincuenta años: éste era el objetivo inmediato. ¿Por qué no doscientos, trecientos, mil? «Dadnos la vida eterna», gritaban las masas, y afluían a las capillas para asegurarse un puesto entre los elegidos.

La prolongación de la vida complicaría todavía más el problema de superpoblación, por suspuesto. La hermandad lo sabía. Aspiraba a otras metas que aliviarían el problema. Abrir las puertas de la galaxia al hombre: ése era el auténtico objetivo.

La colonización del universo por el hombre había empezado varias generaciones antes de que Noel Vorst fundara el movimiento. Marte y Venus habían sido colonizados, de manera diferente en cada caso. Para empezar, ninguno de ambos planetas era habitable por el hombre. Habían cambiado Marte para acomodar al hombre, y el hombre había cambiado para sobrevivir en Venus. Las dos colonias prosperaban. Sin embargo, apenas se había hecho nada para solventar la crisis de población. Sería preciso que partieran naves desde la Tierra día y noche durante cientos de años, transportando gente a las colonias, para reducir las multitudes que asfixiaban el planeta natal, algo económicamente imposible.

Pero, si fuera posible llegar a los mundos extrasolares, si no fuera necesaria una carísima terraformación antes de ser ocupados, y si se inventara un nuevo medio de transporte mucho más barato…

—Demasiados «si» —dijo Mondschein.

—No lo niego —asintió Capodimonte—, pero vale la pena intentarlo.

—¿Piensa en serio que se podrá enviar a la gente a las estrellas en virtud de los poderes esper? —preguntó Mondschein. ¿No cree que es un sueño desmedido y fantástico?

—Sueños desmedidos y fantásticos siguen moviendo a los hombres —sonrió Capodimonte—. La busca del Preste Juan, la busca del Paso del Noroeste, la busca de los unicornios… Bien, éste es nuestro unicornio, Mondschein. ¿Por qué tanto escepticismo? Mire a su alrededor. ¿No ve lo que ocurre?

Mondschein llevaba una semana en el centro de investigaciones. Todavía no se desenvolvía con confianza, pero había aprendido mucho. Sabía, por ejemplo, que una ciudad entera de espers había sido contruida en la parte más alejada del cauce seco que dividía el centro en dos. Seis mil personas vivían en ella. Ninguna sobrepasaba los cuarenta años y todas se reproducían como conejos. Llamaban al lugar la Calle de la Fertilidad. Gozaba de una dispensa especial del gobierno para procrear un número ilimitado de niños. Algunas familias tenían hasta cinco o seis hijos.

Era una lenta forma de desarrollar una nueva especie de hombre. Se escoge un grupo de personas provistas de talentos excepcionales, se les circunscribe en un entorno aislado, se les deja escoger a la pareja y multiplicar el banco genético… Bien, ésa era una forma. Otra consistía en manipular directamente el plasma original. Lo estaban haciendo en el centro, y de diversas maneras. Microcirugía tectogenética, moldeado polinuclear, manipulación del DNA… lo probaban todo. Cortar y cincelar los genes, estimular los cromosomas, lograr que los diminutos replicantes produjesen algo ligeramente diferente de lo que había antes: tal era el objetivo.

¿Funcionaba? Hasta el momento, resultaba difícil saberlo. Se tardarían cinco o seis generaciones en evaluar los resultados. Mondschein, como mero acólito, carecía de conocimientos para juzgar por sí mismo. Lo mismo se podía decir respecto de la gente con la que se relacionaba, técnicos en su mayoría. Sin embargo, podían especular, y lo hacían, hasta bien entrada la noche.

A Mondschein le interesaba mucho más el trabajo centrado en la prolongación de la vida que los experimentos en genética esper. Los vorsters, también en este aspecto, estaban estableciendo una técnica. Los bancos de órganos proporcionaban recambios para casi todas las formas de tejido humano: pulmones, ojos, corazón, intestinos, páncreas, riñones. Ahora, todo podía implantarse utilizando las técnicas de irradiación que destruían la reacción contraria al injerto. Pero ese rejuvenecimiento pieza por pieza no era la auténtica inmortalidad. Los vorsters buscaban una forma de que las células del cuerpo regenerasen el tejido perdido, a fin de que el impulso hacia la continuación de la vida surgiera desde dentro, no mediante injertos externos.

Mondschein aportó su granito de arena. Como a toda la gente de nivel inferior del centro, se le pidió que donara un trozo de tejido cada pocos días, que sería empleado como material para experimentos. Las biopsias eran un engorro, pero formaban parte de la rutina. También contribuía regularmente al banco de esperma. Al no ser esper, se le consideraba un sujeto de control adecuado para el trabajo que se realizaba. ¿Cómo descubrir el gene de la teleportación? ¿Por telepatía? ¿Y el de todos los fenómenos paranormales a los que se colgaba la etiqueta de «esp»?

Mondschein colaboró. Jugó su humilde papel en la gran campaña, consciente de que era como un soldado de infantería en una batalla. Fue de laboratorio en laboratorio, sometiéndose a pruebas y pinchazos, y cuando no tomaba parte en dichas empresas, se dedicaba a su especialidad, trabajar como hombre de mantenimiento en la planta nuclear que proporcionaba energía a todo el centro.