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Era una vida muy diferente de la que llevaba en la capilla de Nyack. No acudían fieles, y era fácil olvidar que formaba parte de un movimiento religioso. Se celebraban servicios regularmente, por supuesto, pero la profesionalidad que los envolvía implicaba cierta rutina mecánica. Sin algunos seglares en la casa, era difícil continuar dedicado al culto del Fuego Azul.

En este clima más enrarecido, la impaciencia de Mondschein se fue apaciguando. No podía soñar en ir a Santa Fe porque ya estaba allí, en el meollo, participando en experimentos. Sólo le quedaba esperar, contar los momentos de progreso y esperanza.

Hizo nuevos amigos, adquirió nuevos intereses. Fue con Capodimonte a ver las ruinas antiguas, fue a cazar a la sierra de Picuris con un larguirucho acólito llamado Weber, se incorporó al coro y cantó con vigorosa voz de tenor.

Era feliz aquí.

No sabía, por descontado, que era un espía de los herejes. Todo había sido borrado de su memoria. Su lugar lo ocupaba un mecanismo latente que se disparó una noche, a principios de septiembre, y Mondschein experimentó de repente una extraña compulsión.

Era la noche del Sagrado Mesón, una fiesta que preludiaba el solsticio de otoño. Mondschein, ataviado con su hábito azul, se hallaba de pie en la capilla entre Capidomonte y Weber, contemplando el reactor que brillaba en el altar y escuchando la voz que entonaba:

—El mundo gira y las configuraciones cambian. Se produce un salto cuántico en la vida de los hombres cuando dudas y temores quedan atrás y nace la certidumbre. Se produce un destello parecido al de la luz, una oleada de radiación interior, un sentimiento de Unidad con…

Mondschein se puso rígido. Eran las palabras de Vorst, palabras que había oído infinidad de veces, tan familiares para él que habían cavado surcos en su cerebro. Sin embargo, tenía la sensación de oírlas por primera vez. Cuando las palabras «un sentimiento de Unidad» fueron pronunciadas, Mondschein dio un respingo, aferró el asiento que tenía delante y se dobló en dos, presa del dolor. Parecía que le estuvieran perforando las tripas con un cuchillo afilado.

—¿Te encuentras bien? —susurró Capodimonte.

Mondschein asintió con la cabeza.

—Son sólo… retortijones…

Se obligó a erguirse. Pero sabía que no se encontraba bien. Algo iba mal, y no sabía qué. Estaba poseído. Ya no era dueño de su voluntad. Obedecería de buen o mal grado una orden interior cuya naturaleza desconocía de momento, pero que le sería revelada en el momento oportuno, y a la cual no opondría resistencia.

7

Siete horas después, en la oscuridad de la noche, Mondschein supo que el momento había llegado.

Se despertó, cubierto de sudor, y se puso el hábito. El dormitorio estaba en silencio. Salió de su habitación, se deslizó silenciosamente por el pasillo y entró en el descensor. Momentos más tarde emergía en la plaza que se hallaba frente a los edificios de los dormitorios.

La noche era fría. En la llanura, el calor del día se desvanecía en cuanto se hacía de noche. Mondschein, temblando un poco, avanzó por las calles del centro. No había guardias; en esta colonia de fieles cuidadosamente seleccionados y examinados con todo rigor no se temía a nadie. Era posible que algún esper estuviera despierto, buscando detectar pensamientos hostiles, pero Mondschein no desprendía ninguna emanación que pudiera ser considerada hostil. No sabía adonde iba, ni lo que estaba a punto de hacer. Las fuerzas que le impelían actuaban desde el fondo de su mente, fuera del alzance de cualquier esper. No guiaban sus centros cerebrales, sino sus respuestas motrices.

Llegó a uno de los centros de recogida de datos, un edificio de ladrillo cuya fachada carecía de ventanas. Mondschein apretó la mano contra el escáner identificador de la puerta y esperó a que le identificase. Sólo tardó un momento en comparar los datos con los que figuraban en la lista del personal, y fue admitido.

A su cerebro afluyó el conocimiento de lo que había venido a buscar: una cámara holográfica.

Las guardaban en el segundo nivel. Mondschein fue al almacén, abrió un armario y sacó un objeto compacto de quince centímetros cuadrados. Salió del edificio sin prisa y deslizó la cámara en su manga.

Mondschein cruzó otra plaza y se acercó al laboratorio XXIa, en el edificio de la longevidad. Había acudido allí aquel día para entregar una biopsia. Atravesó velozmente la puerta, bajó al sótano y entró en el cuartito situado a la izquierda. Sobre el banco de trabajo que ocupaba toda la pared posterior había una fila de fotomicrógrafos. Mondschein activó el activadorescáner y una correa transportadora fue arrojando los fotomicrógrafos en el tragante de un proyector. Empezaron a aparecer en el objetivo del visor.

Mondschein apuntó su cámara y fue haciendo un holograma de cada fotomicrógrafo a medida que aparecían. Trabajó con rapidez. El rayo láser de la cámara chasqueaba, golpeaba el objeto, rebotaba y lanzaba otro rayo que cortaba el primero en un ángulo de 45 grados. Los hologramas no se podían ver sin el equipo adecuado; sólo un segundo rayo láser, dispuesto en el mismo ángulo que el empleado para tomar los hologramas, podría transformar los dibujos irreconocibles de círculos entrecruzados que mostrarían las placas en imágenes. Mondschein sabía que tales imágenes serían tridimensionales y de una extraordinaria definición. Sin embargo, no se detuvo a pensar en el uso al que se destinarían.

Salió al frío de la madrugada, temblando ligeramente. Estaba amaneciendo. Mondschein devolvió la cámara a su lugar después de sacar la cápsula de placas holográficas. Eran diminutas; la cápsula no sobrepasaba el tamaño de una uña. La guardó en el bolsillo del pecho y volvió al dormitorio.

Olvidó que se había ausentado de la habitación en cuanto su cabeza tocó la almohada.

—Me apetece ir a Frijoles hoy —dijo Mondschein a Capodimonte por la mañana.

—Te ha entrado el gusanillo, ¿eh? —dijo Capodimonte, sonriente.

—Ya se me pasará —respondió Mondschein, encogiéndose de hombros—. Quiero ver las ruinas, eso es todo.

—En ese caso podríamos ir a Puye. No has estado allí. Es impresionante, y muy diferente de…

—No. Quiero ir a Frijoles. ¿De acuerdo?

Consiguieron el permiso para salir del centro (los técnicos de grado inferior no encontraban muchas dificultades al respecto), y a primera hora de la tarde partieron hacia el oeste, en dirección a las ruinas indias. La lágrima zumbó por la carretera hasta Los Álamos, una ciudad científica secreta de la era anterior, pero se desviaron a la izquierda y se internaron en el parque nacional de Bandelier antes de llegar a Los Alamos. Traquetearon por una vieja carretera de asfalto durante unos dieciocho kilómetros, hasta que llegaron al centro principal del parque.

Nunca había mucha gente, pero ahora, en pleno verano, el lugar estaba casi desierto. Los dos acólitos pasearon por el sendero principal, dejaron atrás las ruinas del pueblo conocido como Tyuonyi, en el fondo de un cañón, esculpido en bloques de piedra volcánica, y ascendieron por un tortuoso sendero que les llevó hasta las viviendas trogloditas. Se detuvieron ante el kiva, la cámara excavada en la roca que había sido el templo ceremonial de los antiguos indios.

Espera un momento —dijo Mondschein. Quiero echar un vistazo.

Subió por la escalerilla de madera y se izó hasta introducirse en el kiva. El humo de antiguas hogueras había ennegrecido las paredes. Una de ellas estaba sembrada de nichos, en los que antaño se habían guardado objetos de la mayor importancia ritual. Tranquilamente, sin comprender en realidad lo que hacía, Mondschein sacó la diminuta cápsula de hologramas del bolsillo y la depositó en un rincón del nicho situado más a la izquierda. Dedicó otro momento a examinar el kiva y salió.