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Capodimonte estaba sentado sobre la roca blanca que formaba la base del risco, y contemplaba el alto muro rojizo que se alzaba al fondo del cañón.

—¿Tienes ganas de hacer una buena excursión? —preguntó Mondschein.

—¿Adonde vamos? ¿A las ruinas de Frijolito?

—No —dijo Mondschein. Señaló la cumbre de la pared del cañón—. Vamos a Yapashi, o hacia los Leones de Piedra.

—Eso está a dieciocho kilómetros, y ya fuimos a mediados de julio. No tengo ganas de volver otra vez, Chris.

—Regresemos, pues.

—No hace falta que te enfades. Podemos ir a la Cueva Ceremonial. Es una caminata corta. Por hoy ya está bien, Chris.

—Muy bien. A la Cueva Ceremonial.

Impuso un paso rápido a la caminata. El regordete Capodimonte se quedó sin aliento antes de los primeros quinientos metros. Mondschein, malhumorado, no moderó la marcha, y Capodimonte se esforzó en seguirle. Llegaron a las ruinas, las visitaron brevemente y volvieron. Cuando se encontraron de nuevo en las dependencias del parque, Capodimonte dijo que quería descansar un rato, tomar un refrigerio antes de regresar al centro de investigación.

—Adelántate —dijo Mondschein. Entraré a curiosear en la tienda de recuerdos.

Esperó hasta que Capodimonte se perdió de vista. Después, entró en el bazar y se acercó a la comunicabina. Un número, implantado hipnóticamente en su cerebro meses antes, cuando yacía amodorrado en la Cámara de la Nada, acudió a su memoria. Introdujo monedas en la ranura y marcó.

—Armonía eterna —respondió una voz.

—Soy Mondschein. He de hablar con alguien de la Sección Trece.

—Un momento, por favor.

Mondschein aguardó, la mente en blanco. Era un sonámbulo.

—Adelante, Mondschein —dijo una voz ronroneante—. Déme los detalles.

Mondschein, con gran economía de palabras, le contó dónde había escondido la cápsula de hologramas. La voz ronroneante le dio las gracias. Mondschein cortó la comunicación y salió de la cabina. Capodimonte entró pocos minutos después en el bazar, con aspecto satisfecho y descansado.

—¿Has visto algo que quieras comprar? —preguntó.

—No —contestó Mondschein—. Vamonos.

Capodimonte se puso al volante. Mondschein contempló el paisaje cambiante y se abismó en una profunda meditación. «¿Por qué he venido aquí hoy?», se preguntó. No tenía ni idea. No recordaba nada, ni un simple detalle de su espionaje. El borrado había sido completo.

8

Fueron a buscarle una semana más tarde, a medianoche. Un voluminoso robot irrumpió en su habitación sin previo aviso y se inmovilizó junto a su cama, las enormes garras preparadas para sujetarle si intentaba huir. El robot venía acompañado de un hombrecillo de rostro afilado llamado Magnus, uno de los hermanos supervisores del centro.

—¿Qué pasa? preguntó Mondschein.

—Vístete, espía. Vamos a interrogarte.

—Yo no soy un espía. Te equivocas, hermano Magnus.

—Ahórrate las mentiras, Mondschein. Arriba. Levántate. No ofrezcas resistencia.

Mondschein estaba perplejo, pero sabía que era mejor no discutir con Magnus, considerando sobre todo los cuatrocientos kilos de velocísima inteligencia metálica presentes en la habitación. Desconcertado, el acólito saltó de la cama y se puso el hábito. Siguió a Magnus hasta el pasillo, donde aparecieron otros compañeros y se le quedaron mirando. Se produjo un intercambio de apagados murmullos.

Diez minutos después, Mondschein se encontraba en una sala circular situada en la quinta planta de las dependencias administrativas del centro, rodeado de más jerifaltes vorsters de los que esperaba ver en un recinto cerrado. Había ocho, absortos en un estrecho conciliábulo. El estómago de Mondschein se contrajo de tensión. Una luz le deslumbró.

—La esper ha llegado —murmuró alguien.

Habían enviado a una chica de apenas dieciséis años, de cara pálida y fea. Su piel estaba cubierta de pequeñas manchas rojas. Sus ojos eran despiertos, brillaban de una forma desagradable y nunca estaban quietos. Su aspecto disgustó a Mondschein en cuanto la vio, pero trató desesperadamente de disimular sus sentimientos, sabiendo que la muchacha podía sellar su destino con una palabra. Fue inúticlass="underline" ella detectó su desprecio en cuanto entró en la sala, y los labios carnosos esbozaron una breve y torcida sonrisa. Enderezó su cuerpo rechoncho.

—Éste es el hombre —dijo el supervisor Magnus—. ¿Qué lees en él?

—Miedo. Odio. Obstinación.

—¿Y deslealtad?

—Antes que nada, es fiel a sí mismo —dijo la esper, enlazando las manos sobre el estómago.

—¿Nos ha traicionado? —preguntó Magnus.

—No. No capto nada en ese sentido.

—Me gustaría saber qué significa… —dijo Mondschein.

—Tranquilo —le interrupió Magnus.

—Las pruebas son abrumadoras —dijo otro supervisor—. Quizá la muchacha se equivoca.

—Explórale más profundamente —ordenó Magnus—. Retrocede día a día, examina sus recuerdos. No descartes nada. Ya sabes lo que debes buscar.

Mondschein, confuso, dirigió una mirada suplicante a los rostros impenetrables que le rodeaban. La chica parecía disfrutar. «Asquerosa mirona —pensó—. Que te lo pases bien.»

—Cree que me lo estoy pasando bien —dijo la esper—. Debería sumergirse en una letrina para saber lo que se siente en momentos así —dijo la muchacha.

—Explórale —indicó Magnus—. Es tarde y necesitamos muchas respuestas.

La joven asintió. Mondschein aguardó alguna sensación indicadora de que estaban sondeando sus recuerdos, de que unos dedos invisibles hurgaban su cerebro. No ocurrió nada semejante. Se sucedieron largos minutos en silencio y la chica levantó la vista con aire de triunfo.

—La noche del trece de marzo ha sido borrada.

—¿Puedes averiguar lo que sucedió, pese a ello? —preguntó Magnus.

—Imposible. Fue un trabajo de expertos. Le extirparon toda la noche. Además, le suministraron una buena dosis de contramnemónicos. No sabe nada del papel que le tocó jugar —dijo la chica.

Los supervisores intercambiaron miradas. Mondschein sintió que el sudor le pegaba el hábito al cuerpo, y el olor hirió su nariz. Un músculo palpitaba en su mejilla y la frente le dolía atrozmente, pero, a pesar de ello, no se movió.

—La chica puede marcharse —dijo Magnus.

La tensión que reinaba en la atmósfera disminuyó un poco cuando la esper salió, pero Mondschein no se serenó. Abrigaba la convicción desesperada de que había sido juzgado y condenado por un crimen cuya naturaleza ignoraba. Pensó en algunas de las habladurías, tal vez falsas, que corrían sobre el espíritu vengativo de la Hermandad: el hombre al que extirparon los centros del dolor, el esper condenado a redoblar sus esfuerzos, el biólogo lobotomizado, el supervisor renegado al que abandonaron en una Cámara de la Nada durante noventa y seis horas consecutivas. Comprendió que no tardaría en saber hasta qué punto eran falsos aquellos rumores.

—Para que lo sepas, Mondschein —dijo Magnus, alguien entró subrepticiamente en el laboratorio de longevidad y fotografió todo con un hológrafo. Un trabajo excelente, sólo que tenemos montado un dispositivo de alarma allí, y tú lo activaste.

—Se lo juro, señor, nunca he puesto el pie dentro…

—Ahórrate saliva, Mondschein. A la mañana siguiente, realizamos un análisis de activación neutrónica en el lugar, por pura rutina. Descubrimos rastros de tungsteno y molibdeno que se desprendieron de ti mientras tomabas los hologramas. Coinciden con el modelo de tu piel. Nos condujeron hasta ti sin tardanza. No cabe duda: el mismo modelo neutrónico en la cámara, en el equipo del laboratorio y en tu mano. Fuiste enviado aquí como espía, a sabiendas o no.