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—¿Marte o Venus? No le entiendo.

—Vamos a destinarte a nuestra división misionera. Partirás de la Tierra el próximo verano y trabajarás en una de las colonias. Eres libre para elegir la que prefieras.

Mondschein estaba estupefacto. Eso no era lo convenido. Se había vendido a aquellos herejes, sólo para ser embarcado hacia un planeta extraño y un posible martirio… No, no esperaba nada semejante.

«Fausto tampoco esperaba problemas», pensó fríamente Mondschein.

—¿Qué clase de engaño es éste? —preguntó—. ¡No tienen derecho a pedirme que me haga misionero!

—Te ofrecimos un trabajo de grado diez —dijo el armonista sin alzar la voz—. Nos reservamos el derecho a elegir el destino.

Mondschein permaneció en silencio. La cabeza le dolía. El rostro del armonista pareció borrarse y oscilar. Era libre de marcharse, de salir por la puerta y mezclarse con la multitud. De convertirse en un don nadie. También podía claudicar y llegar a ser… ¿qué? Cualquier cosa. Cualquier cosa.

Tenía el cincuenta por ciento de posibilidades de estar muerto dentro de seis semanas.

—Acepto —dijo—. Venus. Iré a Venus —sus palabras resonaron como los barrotes de una jaula al cerrarse.

El armonista asintió.

—Esperaba que lo hicieras —dijo. Hizo ademán de marcharse, se paró y miró con curiosidad a Mondschein—. ¿De verdad pensabas que podías elegir tu puesto…, espía?

TRES

A donde van los transformados

2135

1

El muchacho venusino danzó con agilidad alrededor del Hongo Dañino que crecía detrás de la capilla, esquivando al asesino verdegrisáceo con consumada habilidad. En tres saltos dejó atrás el tronco elástico del limolimbo y se acercó a la apretada fila de humildes tallos mellados que crecían en la parte posterior del jardín. El muchacho les sonrió, y se apartaron con tanta diligencia como el mar Rojo ante Moisés algún tiempo antes.

—Aquí estoy —le dijo a Nicholas Martell.

—No creí que regresarías —contestó el misionero vorster.

El muchacho, Elwhit, le miró con aire travieso.

—El hermano Christopher dijo que no podría regresar. Por eso he venido. Habíame del Fuego Azul. ¿De veras puedes conseguir que los átomos hagan luz?

—Entra —dijo Martell.

El chico era su primer triunfo desde su llegada a Venus; por el momento, un triunfo insignificante. Pero Martell no se quejaba. Un paso era un paso. Había todo un planeta que ganar. Incluso un universo.

Al entrar en la capilla, el chico se hizo el remolón, repentinamente tímido. ¿Había venido impulsado por simple malicia, o era un espía enviado por los herejes de la capilla cercana? Daba igual. Martell le trataría como a un converso en potencia. Activó el altar y el Fuego Azul alumbró el pequeño recinto; motas de color bailaron sobre los tablones del techo de madera. La energía brotó del cubo de cobalto, y los rayos, inofensivos pero impresionantes, provocaron que Elwhit lanzara una exclamación de maravillado asombro.

—Este fuego es simbólico —murmuró Martell—. Existe una unidad fundamental en el universo; como los bloques de los juegos de construcción, ¿entiendes? ¿Sabes lo que son las partículas atómicas, protones, electrones, neutrones, de las que están hechas las cosas?

—Puedo tocarlas —dijo Elwhit—. Puedo moverlas.

—¿Me enseñarás cómo? —Martell recordaba la forma en que el chico había apartado aquellas plantas afiladas como la hoja de un cuchillo que había en el jardín posterior. Una mirada, un empujón mental, y habían retrocedido. Estos venusinos podían teleportarse; estaba seguro—. ¿Cómo mueves las cosas?

El chico se desentendió de la pregunta con un encogimiento de hombros.

—Cuéntame más cosas del Fuego Azul —pidió.

—¿Has leído el libro que te di, el que escribió Vorst? Te dirá todo lo que necesitas saber.

—El hermano Christopher me lo quitó.

—¿Se lo enseñaste? —preguntó Martell, estupefacto.

—Quiso saber por qué había venido a verte. Le dije que hablaste conmigo y me diste un libro. Me quitó el libro. He vuelto. Dime por qué estás aquí. Habíame de lo que enseñas.

Martell no había imaginado que su primer converso sería un niño. Sopesó con cuidado las palabras que pronunció a continuación.

—Nuestra religión es muy parecida a la que enseña el hermano Christopher, pero existen algunas diferencias. Su gente inventa muchos cuentos. Son buenos cuentos, pero sólo son cuentos.

—¿Sobre Lázaro, por ejemplo?

—Exacto. Simples leyendas. Intentamos evitar esas cosas. Intentamos centrarnos en los aspectos básicos del universo. Nosotros…

El chico perdió el interés. Tiró de su túnica y dio un codazo a una silla. Únicamente le fascinaba el altar. Sus ojos brillantes se desviaron hacia él.

—El cobalto es radiactivo —dijo Martell—. Es una fuente de rayos beta: electrones. Recorren el depósito y liberan fotones. Así se produce la luz.

—Yo puedo detener la luz —dijo el chico—. ¿Te enfadarás conmigo si la detengo?

Martell sabía que sería una especie de sacrilegio, pero sospechaba que le sería perdonado. Cualquier indicio de actividad telequinésica que detectara sería útil.

—Adelante —dijo.

El chico permaneció inmóvil, pero el resplandor disminuyó, como si una mano invisible hubiera penetrado en el reactor, interceptado el flujo de partículas. ¡Telequinesis a nivel subatómico! Martell estaba entusiasmado y estremecido a la vez mientras veían desvanecerse la luz. De pronto, recuperó su brillo de nuevo. Gotas de sudor resbalaban por la frente purpuroazulada del muchacho.

—Eso es todo —anunció Elwhit.

—¿Cómo lo haces?

—Me sale —rió el chico—. ¿Tú no sabes?

—Me temo que no. Oye, si te doy otro libro, ¿me prometes que no se lo enseñarás al hermano Christopher? No me quedan muchos. No puedo permitirme el lujo de que los armonistas los confisquen todos.

—La próxima vez. No tengo ganas de leer ahora. Volveré. Ya me lo contarás todo en otra ocasión.

Salió bailando de la capilla y avanzó a saltos entre la maleza, indiferente a los peligros que acechaban en el sombrío bosque que se extendía al otro lado. Martell le vio marcharse, sin saber si había logrado su primer converso o se estaban burlando de él.

Quizá ambas cosas a la vez, pensó el misionero.

Nicholas Martell había llegado a Venus diez días antes, a bordo de una nave de pasajeros procedentes de Marte. La nave trasportaba treinta pasajeros, pero ninguno había buscado la compañía de Martell. Diez eran marcianos, y detestaban compartir la misma atmósfera de Martell. Los marcianos, ahora que su planeta había sido terraformado a su gusto, preferían llenar sus pulmones de una mezcla de gases terrestres. Lo mismo le había sucedido a Martell en otro tiempo, pues era nativo de la Tierra, pero ahora formaba parte de los transformados, equipado con branquias del más puro estilo venusino.

En realidad, no eran branquias; no le servirían de nada bajo el agua. Eran filtros de alta densidad, que aprovechaban al máximo las moléculas de oxígeno decente de la atmósfera venusina. Martell se había adaptado bien. El helio y otros gases inertes no servían a su metabolismo, pero se alimentaba de nitrógeno y no ponía auténticos reparos a sustentarse de CO2 durante breves períodos. Los cirujanos de Santa Fe trabajaron en él durante seis meses. Era cuarenta años demasiado tarde para realizar alteraciones en el óvulo o en el feto de Martell, como se hacía normalmente para adaptar al hombre a la vida en Venus, de modo que alteraron al Martell ya adulto. La sangre que corría por sus venas ya no era roja. Su piel poseía un hermoso tono cianótico. Era como cualquier persona nacida en Venus.