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En la nave también viajaban diecinueve venusinos de pura cepa, pero no demostraron la menor camaradería con Martell y le obligaron a desaparecer de su presencia. La tripulación alojó a Martell en una cámara de almacenaje, disculpándose educadamente.

—Ya sabe cómo son esos arrogantes venusinos, hermano. Una mirada que induzca a error y se le echarán encima con sus puñales. Quédese aquí. Estará más seguro —una breve carcajada—. Incluso estará más seguro, hermano, si vuelve a casa sin poner pie en Venus.

Martell había sonreído. Estaba preparado para lo peor.

Durante los últimos cuarenta años, docenas de miembros pertenecientes a la orden religiosa de Martell habían sufrido el martirio en Venus. Era un vorster o, dicho en términos más precisos, un miembro de la Hermandad de la Radiación Inmanente, y se había integrado en la rama misionera. Al contrario que sus prodecesores martirizados, Martell se había adaptado quirúrgicamente a la vida en Venus. Los demás se habían visto obligados a protegerse con trajes de respiración, limitando tal vez su eficacia. Los vorsters no se habían abierto camino en Venus, a pesar de que eran el grupo religioso más numeroso de la Tierra desde hacía más de una generación. Martell, solo y adaptado, se había impuesto la tarea largamente aplazada de fundar una orden de la Hermandad en Venus.

Martell recibió una gélida bienvenida al llegar a Venus. Cuando la nave descendió en picado, atravesando las capas de nubes, las turbulencias del aterrizaje le marearon. Se recobró y aguardó sentado pacientemente. Era un hombre flaco, de rostro en forma de cuña y ojos hundidos. Distinguió a través de la portilla su primera visión de Venus: un terreno llano, de aspecto fangoso, bordeado por una franja de árboles feos, de tronco macizo y cuyas hojas azulinas poseían un brillo siniestro. El cielo era gris, y remolineantes masas de nubes bajas formaban dibujos en espiral contra el fondo más oscuro. Técnicos robot salían de un edificio cuadrado y de aspecto extraño para atender las necesidades de la nave. Los pasajeros fueron saliendo.

En la aduana, un venusino de casta inferior miró al vorster con indiferencia y cogió su pasaporte.

—¿Religioso? preguntó con frialdad.

—Exacto.

—¿Cómo le han permitido venir?

—Tratado de 2128 —dijo Martell—. Un número limitado de observadores de la Tierra con propósitos científicos, éticos o…

—Corte la historia —el venusino presionó con el dedo una página del pasaporte y apareció un sello de visado brillante—. Nicholas Martell. Morirá aquí, Martell. ¿Por qué no vuelve por donde vino? En la Tierra los hombres viven enternamente, ¿no?

—Viven mucho tiempo, pero tengo trabajo aquí.

—¡Idiota!

—Tal vez convino Martell sin perder la calma—. ¿Puedo irme?

—¿Dónde se alojará? Aquí no hay hoteles.

—La embajada marciana cuidará de mí hasta que me haya establecido.

—Nunca se establecerá.

Martell no le contradijo. Sabía que hasta un venusino de casta inferior se consideraba por encima de cualquier terrestre, y que contradecirle supondría un insulto mortal. Martell no estaba preparado para entablar un duelo a cuchillo. Como no era orgulloso por naturaleza, estaba dispuesto a tragarse todos los insultos por el bien de su misión.

El aduanero le indicó que pasara con un ademán. Martell tomó su única maleta y salió del edificio. «Ahora, un taxi», pensó. Se encontraba a muchos kilómetros de la ciudad. Necesitaba descansar y hablar con el embajador marciano, Weiner. Los marcianos no miraban con mucha simpatía su objetivo, pero al menos toleraban la presencia de Martell. En Venus no había embajada de la Tierra, ni tan siquiera consulado. Los vínculos entre el planeta madre y su orgullosa colonia se habían roto mucho tiempo atrás.

En el extremo de la pista aguardaban algunos taxis. Martell se encaminó hacia ellos. El suelo crujía bajo sus pies, como si fuera una frágil corteza. El planeta parecía sombrío. Ni un rayo de sol asomaba por entre las nubes. No obstante, su cuerpo adaptado estaba funcionando bien.

El espaciopuerto tenía un aspecto de abandono, pensó Martell. Casi únicamente se veían robots. Un equipo de cuatro venusinos se responsabilizaba del lugar; había los diecinueve de la nave y los diez marcianos, pero nadie más. Venus era un planeta poco poblado, y apenas contaba con tres millones de habitantes, diseminados en sus siete espaciosas ciudades. Los venusinos eran hombres de la frontera, legendarios por su arrogancia. Había espacio suficiente para ser arrogante, pensó Martell. Cambiarían su conducta si pasaran una semana en la abarrotada Tierra.

—¡Taxi! —gritó.

Ningún robocoche se movió de la fila. ¿También los robots eran arrogantes, o le pasaba algo a su acento? Llamó de nuevo, sin obtener respuesta.

Entonces, lo comprendió. Los pasajeros venusinos estaban saliendo y se dirigían hacia la zona reservada a los taxis. Y, por supuesto, gozaban de preferencia. Martell les miró. Eran hombres de casta superior, al contrario que el aduanero. Caminaban con altivez, contoneándose, y Martell comprendió que le derribarían de un puñetazo si se cruzaba en su camino.

Sintió cierto desprecio hacia ellos. ¿Qué eran, sino samurais de piel azul, señores de la frontera fuera de su tiempo, principillos que vivían en una fantasía medieval? Hombres seguros de sí mismos, que no necesitaban baladronear ni someterse a complicados códigos de caballería. Si, en lugar de considerarles nobles revestidos de una superioridad innata, se pensaba en ellos como meros hombres impetuosos, inquietos y profundamente inseguros, era fácil superar la sensación de admiración temerosa que una procesión semejante despertaba.

Sin embargo, no se conseguía suprimir por completo dicha admiración.

Porque impesionaba verles desfilar por la pista. Los venusinos de casta superior e inferior estaban separados por algo más que la costumbre. Eran biológicamente diferentes. Los de casta superior fueron los primeros en llegar, las familias fundadoras de la colonia de Venus, y eran mucho más extraterrestres en cuerpo y mente que los venusinos de cosecha reciente. Los antiguos procedimientos genéticos eran rudimentarios, y los primeros colonos habían sido transformados en virtuales monstruos. Eran seres extraterrestres de unos dos metros y medio de altura, piel de color azul oscuro sembrada de grandes poros y oscilantes ristras de branquias que pendían de sus gargantas. No parecían tataranietos de terrícolas ni por asomo. Una vez avanzado el proceso de colonizar Venus, había sido posible adaptar los hombres al segundo planeta sin variar en exceso el modelo humano básico. Ambas castas de venusinos, surgidas de manipulaciones genéticas, apenas se distinguían. Las dos compartían el mismo exagerado sentido del honor y el mismo desdén por la Tierra; las dos eran extraterrestres por dentro y por fuera, en cuerpo y espíritu. Con todo, aquellos cuyos ancestros descendían de los más transformados entre los transformados, detentaban el poder, hacían gala de su peculiaridad y consideraban al planeta su patio de recreo.

Martell vio cómo los venusinos de casta superior entraban solemnemente en los vehículos que esperaban y se alejaban. No quedó ningún taxi. Los diez pasajeros marcianos de la nave montaron en un taxi aparcado al otro lado de la terminal. Martell volvió a entrar en el edificio. Los venusinos de casta inferior le observaron con el rostro ceñudo.

—¿Cuándo podré conseguir un taxi que me lleve a la ciudad? —preguntó Martell.