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—¿Cómo va tu visita a la Tierra? —preguntó Kirby.

—Bastante bien. Bastante bien. De todos modos, me pone enfermo ver tanta gente apretujada.

—Es la condición humana.

—En Marte no, ni tampoco en Venus.

—Es cuestión de tiempo.

—Lo dudo. Allá arriba sabemos cómo controlar el aumento de población, Ron.

—Y nosotros también. Nos costó un tiempo metérselo en la cabeza a todo el mundo, y para entonces ya éramos diez mil millones de personas. Confiamos en que la tasa de aumento descienda.

—¿Sabes una cosa? Deberíais coger a una persona de cada diez y echarla a los convertidores. Obtendríais un buen pico de energía a cambio de toda esa carne. Eliminaríais mil millones de personas de la noche a la mañana —rió por lo bajo—. Es broma. No sería ético.

—No eres el primero en sugerirlo, Nat —sonrió Kirby—. Y algunos lo dijeron muy en serio.

—Disciplina: ésa es la respuesta a todos los problemas humanos. Disciplina y más disciplina. Abnegación. Planificación. Este whisky es condenadamente bueno, Ron. ¿Otra ronda?

—Sírvete.

Weiner lo hizo con generosidad.

—Vaya con el brebaje —murmuró—. No tenemos bebidas como éstas en Marte. Tengo que admitirlo, Ron. Este planeta, a pesar de lo mal que huele y lo abarrotado que está, no carece de ventajas. No me gustaría vivir aquí, te lo aseguro, pero me alegra haber venido. Las mujeres… ¡Ummmm! ¡Las bebidas! ¡Los estímulos!

—¿Llevas aquí dos días?

—Exacto. Una noche en Nueva York… Ceremonias, un banquete, toda esa basura, patrocinada por la Asociación Colonial. Después fui a Washington para ver al presidente. Simpático el chico, aunque un poco panzudo. Le conviene algo de ejercicio. Luego, esa idiotez de San Juan, un día de hermandad con los camaradas de Puerto Rico, esa clase de basura. Y ahora aquí. ¿Qué se puede hacer aquí, Ron?

—Bien, podemos bajar a nadar un poco…

—Puedo nadar todo lo que me dé la gana en Marte. No quiero ver agua, sino civilización. Complejidad —los ojos de Weiner brillaban. Kirby comprendió de repente que el tipo ya había llegado borracho, y que los dos tragos largos de bourbon le habían colocado a modo—. ¿Sabes lo que quiero hacer, Kirby? Quiero salir y revolearme un poco en la basura. Quiero ir a fumaderos de opio. Quiero ver a espers en éxtasis. Quiero acudir a una sesión vorster. Quiero vivir la vida, Ron. Quiero experimentar a fondo la Tierra… ¡basura incluida!

2

El salón de los vorsters se hallaba en un viejo edificio desvencijado, casi en ruinas, situado en el centro de Manhattan, a un tiro de piedra de las Naciones Unidas. Kirby se sentía reacio a entrar; nunca había vencido su repugnancia por los barrios bajos, ni siquiera ahora, cuando el mundo se había convertido en una inmensa y apiñada barriada. Pero Nat Weiner lo había ordenado, y así debía ser. Kirby le había traído aquí porque era el único reducto de los vorsters que había visitado antes, por lo que no se encontraría tan fuera de lugar entre los fieles.

El letrero sobre la puerta decía en letras brillantes pero semiborradas:

HERMANDAD DE LA RADIACIÓN INMANENTE
SED TODOS BIENVENIDOS
SERVICIOS DIARIOS
SANAD VUESTROS CORAZONES
ARMONIZAOS CON EL TODO

—¡Fíjate en eso! ¡Sanad vuestros corazones! ¿Cómo está tu corazón, Kirby? —comentó riendo Weiner al ver el letrero.

—Está perforado en varios puntos. ¿Vamos a entrar?

—¿A ti qué te parece? respondió Weiner.

El marciano estaba borracho como una cuba, pero Kirby se vio forzado a admitir que lo llevaba con dignidad. Kirby, a lo largo de la prolongada velada, ni siquiera había intentado competir con el enviado de la colonia, pero aun así se sentía mareado y sobreexcitado. Le picaba la punta de la nariz. Ardía en deseos de desembarazarse de Weiner y volver a la Cámara de la Nada para purificar su cuerpo de tanto veneno.

Pero Weiner quería pasárselo en grande, y era difícil culparle por ello. Marte era un lugar duro, que apenas concedía tiempo para el placer. Terraformar un planeta exigía el máximo esfuerzo. La tarea estaba casi terminada, después de dos generaciones de trabajo, y el aire de Marte estaba limpio y apto, pero nadie se atrevía todavía a relajarse. Weiner había venido para negociar un acuerdo comercial, pero también era su primera oportunidad de escapar a los rigores de la vida en Marte. La llamaban la Esparta del espacio. Y esto era Atenas.

Entraron en el salón vorster.

Se trataba de una estancia oblonga, larga y angosta. Una docena de filas de bancos sin pintar corrían de pared a pared, con un pasillo estrecho a un lado. Al fondo se hallaba el altar, en el que brillaba la inevitable radiación azul. Detrás se erguía un hombre alto, esquelético, calvo y barbudo.

—¿Es ése el sacerdote? susurró estruendosamente Weiner.

—No creo que les llamen sacerdotes —dijo Kirby—, pero es el que lleva la voz cantante.

—¿Tomaremos la comunión?

—Limitémonos a mirar —sugirió Kirby.

—Fíjate en esos condenados maníacos —dijo Weiner el marciano.

—Es un movimiento religioso muy popular.

—No lo entiendo.

—Observa y escucha.

—Ahí de rodillas…, humillándose ante esa porquería de reactor…

Algunas cabezas se volvieron en su dirección. Kirby suspiró. No tenía el menor aprecio por los vorsters o su religión, pero tampoco le agradó la rotunda profanación de su fe. Agarró por el brazo al marciano, sin el menor miramiento, le guió hasta el banco más cercano y le obligó a arrodillarse, colocándose a su lado. Weiner le dirigió una mirada de reproche. A los colonos no les gustaba que los extranjeros les tocaran. Un venusino habría acuchillado a Kirby por algo parecido, aunque, por suspuesto, un venusino no visitaría la Tierra, ni mucho menos se metería en un salón vorster.

Weiner, ceñudo, se inclinó hacia adelante para contemplar la ceremonia. Kirby forzó la vista en la tenue oscuridad para observar al hombre situado detrás del altar.

El reactor, un cubo de cobalto 60, recubierto de agua que neutralizaba las peligrosas radiaciones antes de que chamuscaran la carne, estaba en funcionamiento y brillaba. Kirby distinguió en la oscuridad un débil resplandor azul, que aumentaba de intensidad poco a poco. Una luz blancoazulada ocultaba la rejilla del diminuto reactor, y un extraño fulgor azul verdoso, que parecía casi púrpura en su núcleo, remolineaba en torno suyo. Era el Fuego Azul, la espectral luz fría de la radiación Cerenkov, que se extendía hasta abrazar toda la estancia.

Kirby sabía que no se trataba de nada místico. Los electrones se agitaban en el depósito de agua, moviéndose a una velocidad superior a la de la luz en ese medio, y mientras se movían lanzaban un chorro de fotones. Precisas ecuaciones explicaban el origen del Fuego Azul. En honor a la verdad, los vorsters no le adjudicaban propiedades sobrenaturales, pero era un instrumento simbólico útil, un foco de los sentimientos religiosos, más atrayente que la crucifixión, más dramático que las Tablas de la Ley.

—Toda vida surge de una sola Unidad —dijo con voz serena el vorster que oficiaba—. Debemos la infinita variedad del universo al movimiento de los electrones. Los átomos se encuentran; sus partículas se entrelazan. Los electrones saltan de órbita en órbita, y tienen lugar cambios químicos.

—¿Oyes lo que dice ese piojoso bastardo? bufó Weiner—. ¡Una lectura química!

Kirby se mordió el labio, angustiado. Una chica sentada en el banco que había frente a ellos se volvió y dijo en voz baja y perentoria: