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—Una conclusión precipitada, teniendo en cuenta que controlamos la Tierra como ninguna religión del pasado jamás…

—Convengo en que los logros alcanzados en la Tierra son impresionantes —sonrió Mondschein—. La Tierra estaba madura para las doctrinas de Vorst. ¿Por qué fracasó en los demás planetas, pues? Porque su pensamiento era demasiado avanzado. No ofrecía nada capaz de rendir los corazones y los espíritus de los colonos.

—Ofrece la inmortalidad con el cuerpo actual —dijo Martell con crispación—. ¿No es suficiente?

—No. No ofrece un mito, sino un frío toma y daca: acude a la capilla, paga el diezmo y tal vez vivirás para siempre. Es una religión seglar, a pesar de todas las letanías y rituales introducidos. Carece de poesía. Falta un Cristo naciendo en el pesebre, un Abraham sacrificando a Isaac, un destello de humanidad, un…

—Un sencillo cuento de hadas —interrumpió Martell, brusco—. Estoy de acuerdo. Ese es el punto capital de nuestra enseñanza. Irrumpimos en un mundo que ya no era capaz de creer en las viejas historias, y en lugar de inventar otras nuevas ofrecimos sencillez, energía, el poder de los avances científicos.

—Y lograron el control político de casi todo el planeta, mientras establecían al mismo tiempo magníficos laboratorios que llevaban a cabo una investigación avanzada sobre la longevidad y la percepción extrasensorial. Estupendo. Estupendo. Admirable. Pero ahí fracasaron. Nosotros estamos triunfando. Tenemos una historia que contar, la historia de Noel Vorst, el Primer Inmortal, redimido por el fuego atómico, purificado del pecado. Ofrecemos a nuestros feligreses la posibilidad de ser redimidos por Vorst y por el profeta posterior de la Armonía Trascendente, David Lázaro. Poseemos algo capaz de cautivar la fantasía de los venusinos de casta inferior, y dentro de una generación haremos lo propio con los de casta superior. Son pioneros, hermano Martell. Han cortado todos los vínculos con la Tierra y están empezando de nuevo por sus propios medios, en una sociedad de unas pocas generaciones de edad. Necesitan mitos. Están modelando sus propios mitos aquí. ¿No cree que dentro de un siglo los primeros colonos de Venus serán considerados seres sobrenaturales, Martell? ¿No cree que para entonces serán santos armonistas?

Martell estaba auténticamente asombrado.

—¿Es ése su juego?

—En parte.

—Lo que están haciendo es volver al cristianismo del siglo quinto.

—No exactamente. También continuamos el trabajo científico.

—¿Cree en lo que enseña?

Mondschein sonrió de una forma extraña.

—Cuando yo era joven —dijo—, era acólito vorster en la capilla de Nyack. Ingresé en la Hermandad porque significaba un trabajo. Necesitaba estructurar mi vida, y tenía la infundada esperanza de ser enviado a Santa Fe para que hicieran experimentos de inmortalidad conmigo; por eso me enrolé. Por el más frivolo de los motivos. ¿Sabe, Martell, que no sentía la menor vocación religiosa? Ni siquiera el asunto vorster, trillado, secular, me hacía mella. Tras una serie de confusiones que todavía no me explico y que ni siquiera empezaré a explicarle, abandoné la Hermandad, me uní al movimiento armonista y vine aquí como misionero. El misionero que ha logrado más éxitos en Venus, según parece. ¿Cree que la mitología armonista puede emocionarme si fui demasiado racional para aceptar el pensamiento vorster?

—Por lo tanto, vende con el mayor cinismo estas tonterías de santos e imágenes. Lo hace para conservar su influencia. Un mercachifle de panaceas, un predicador de pacotilla en las regiones salvajes de Venus…

—Cálmese —le aconsejó Mondschein—. Estoy consiguiendo resultados. Y, tal como Noel Vorst debió de decirle, no nos interesan los medios, sino los fines. ¿Le apetece arrodillarse y orar un rato?

—Por supuesto que no.

—En ese caso, ¿puedo orar por usted?

—Acaba de decirme que no cree en su propia doctrina.

—Hasta las plegarias de un incrédulo pueden ser oídas —sonrió Mondschein—. ¿Quién sabe? Sólo hay una cosa segura: usted morirá aquí, Martell. Por lo tanto, rezaré por usted, para que atraviese la llama purificadora de las frecuencias máximas.

—Basta de tonterías. ¿Por qué está tan seguro de que moriré aquí? Es una falacia dar por sentado que, como todos los anteriores misioneros vorsters fueron martirizados aquí, yo también lo seré.

—Si nuestra posición en Venus ya es bastante precaria, la suya será insostenible. Venus no le quiere. ¿Puedo decirle la única manera que tiene de sobrevivir más de un mes?

—Hágalo.

—Únase a nosotros. Cambie el hábito azul por el verde. Necesitamos todos los hombres capacitados que podamos conseguir.

—No sea absurdo. ¿Cree de veras que haría algo semejante?

—Cabe la posibilidad. Muchos hombres han dejado su orden por la mía…, incluso yo.

—Prefiero el martirio.

—¿Y a quién beneficiará su gesto? Sea razonable, hermano. Venus es un lugar fascinante. ¿No le apetece vivir para verlo? Únase a nosotros. Aprenderá los rituales enseguida. Verá que no somos unos ogros. Y…

—Gracias. Me marcho, con su permiso.

—Había confiado en que sería invitado en la cena.

—No es posible. Me esperan en la embajada marciana, si no me encuentro con más fieras locales en la carretera.

Mondschein aceptó con serenidad el rechazo a su invitación…, una invitación que, pensaba Martell, no podía haber hecho en serio.

—Permítame, al menos —dijo el armonista—, que le ofrezca un medio de transporte para ir a la ciudad. Estoy seguro de que el orgullo que siente por su santidad no le impedirá aceptarlo.

—Con mucho gusto —sonrió Martell—. Podré contarle una historia divertida al coordinador Kirby: cómo salvaron los herejes mi vida y me acompañaron en coche a la ciudad.

—Después de intentar hacerle abjurar de su fe.

—Naturalmente. ¿Puedo marcharme ya?

—Sólo tardaré unos momentos en preparar el coche. ¿Quiere esperar fuera?

Martell hizo una inclinación con la cabeza y escapó aliviado de la capilla hereje. Atravesó el edificio y desembocó en el patio, un espacio despejado de unos quince metros cuadrados, bordeado de escamosos arbustos verdegrisáceos cuyas flores de gruesos pétalos poseían un espeluznante aspectro carnívoro. Cuatro muchachos venusinos, incluyendo el que había rescatado a Martell, trabajaban en la excavación. Usaban herramientas normales, palas y picos, y Martell tuvo la desagradable sensación de haber retrocedido al siglo XIX. Aquí no era posible encontrar los sofisticados artefactos de la Tierra, tan numerosos y familiares.

Los chicos le miraron con frialdad y prosiguieron trabajando. Martell los observó. Eran delgados y ágiles, de edades que debían de oscilar entre los nueve y catorce años, aunque resultaba difícil decirlo. Parecían hermanos. Sus movimientos eran graciosos, casi elegantes, y sus pieles azules brillaban a causa del sudor. Martell tuvo la sensación de que la estructura ósea de sus cuerpos era mucho más extraña de lo que había imaginado; hacían cosas imposibles con sus articulaciones mientras trabajaban.

De repente, tiraron a un lado los picos y las palas y juntaron las manos. Los ojos brillantes se cerraron por un momento. Martell vio que la tierra suelta surgía del pozo y formaba por sí sola un pulcro montón a unos seis metros de distancia.

«Son teleimpulsores —pensó Martell maravillado—. ¡Vaya con los niños!»

El hermano Mondschein apareció en aquel preciso momento.

—El coche está esperando, hermano —dijo con suavidad.