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Mientras entraba en la ciudad venusina, Martell no podía apartar de su pensamiento la indiferente proeza de los cuatro muchachos. Habían sacado del pozo unos centenares de kilos de tierra, utilizando poderes extransensoriales, y los habían depositado limpiamente en el lugar elegido.
¡Impulsores! Martell tembló de excitación apenas reprimida. Los espers de la Tierra formaban ahora una tribu numerosa, pero sus talentos eran por lo general telepáticos, sin extenderse en dirección a la telequinesis en grado significativo. Tampoco podía controlarse el desarrollo de sus poderes. Un minucioso programa de reproducción, ya en su cuarta o quinta generación, estaba intensificando los poderes extrasensoriales existentes. A un esper dotado le era posible introducirse en la mente de un hombre y reordenar su contenido, e incluso sondear los secretos más ocultos. También existían algunos precogs, que recorrían en uno y otro sentido la secuencia temporal, como si todos los puntos del trayecto fueran uno solo, pero solían «quemarse» en la adolescencia, y sus genes ya no eran de utilidad para el banco. Impulsores (teleportadores) que pudieran mover objetos físicos de un lugar a otro eran tan raros en la Tierra como las aves fénix. ¡Y había cuatro en el patio trasero de una capilla armonista de Venus!
Nuevas tensiones se agitaban en Martell. Durante su primer día había hecho dos descubrimientos inesperados: la presencia de armonistas en Venus y la presencia de impulsores entre ellos. De repente, su misión había adquirido una urgencia apremiante. Ya no se trataba simplemente de establecer una avanzadilla en un mundo hostil, sino de evitar ser vencidos y aplastados por una herejía que consideraban en declive.
El coche que Mondschein le había proporcionado dejó a Martell ante la embajada marciana, un pequeño y macizo edificio situado frente a la inmensa plaza que parecía constituir toda la ciudad. El papel de los marcianos en lograr que Martell fuera a Venus había sido decisivo, y una visita al embajador era de una importancia capital.
Los marcianos respiraban aire de tipo terrestre y no querían adaptarse a las condiciones venusinas. Por tanto, una vez en el interior del edificio, Martell tuvo que aceptar una capucha respiratoria que le protegería de la atmósfera de su planeta natal.
Nat Weiner, el embajador, doblaba en edad a Martell, y quizá era todavía más viejo, cerca de los noventa. De cuerpo vigoroso, sus hombros eran tan anchos que parecían desproporcionados en relación a sus caderas y piernas.
—Así que finalmente ha venido —dijo Weiner—. Creí que tendría más sentido común.
—Somos gente resuelta, ciudadano Weiner.
—Lo sé. Hace mucho tiempo que estudio sus métodos —la mirada de Weiner parecía perderse en la lejanía—. Más de sesenta años, de hecho. Conocí al coordinador Kirby antes de su conversión… ¿Se lo ha dicho?
—No me lo mencionó —contestó Martell. Sintió un hormigueo en la piel. Kirby había ingresado en la Hermandad veinte años antes de que Martell naciera. Vivir un siglo no era raro en estos tiempos, y el propio Vorst estaría en su vigésima o trigésima década, pero, pese a todo, resultaba estremecedor pensar en un período de tiempo tan dilatado.
—Fui a la Tierra para negociar un acuerdo comercial —sonrió Weiner—, y Kirby fue mi carabina. En aquel tiempo trabajaba para las Naciones Unidas. Se lo hice pasar mal. Me gustaba beber entonces. Creo que nunca olvidará aquella noche —clavó su mirada en los ojos inmóviles de Martell—. Quiero que sepa, hermano, que no puedo proporcionarle protección si es atacado. Mi responsabilidad sólo abarca a los ciudadanos de Marte.
—Comprendo.
—Mi consejo sigue siendo el mismo que le di al principio. Vuelva a la Tierra y viva hasta una edad avanzada.
—No puedo hacerlo, ciudadano Weiner. He venido a cumplir una misión.
—¡Ah, la dedicación! ¡Maravilloso! ¿Dónde construirá su capilla?
—En la carretera que lleva a la ciudad. Quizá más cerca de la ciudad que el templo armonista.
—¿Y dónde vivirá hasta terminar de construirla?
—Dormiré al raso.
—Aquí existe un ave a la que llaman alcaudón. Es grande como un perro, sus alas parecen de cuero viejo y su pico es como una lanza. Una vez la vi precipitarse desde ciento cincuenta metros de altura sobre un hombre que echaba una siesta en un campo despejado. El pico le clavó en la tierra.
—Hoy he sobrevivido al encuentro con una rueda —dijo Martell, imperturbable—. Quizá también pueda esquivar a un alcaudón. En cualquier caso, no permitiré que me atemoricen.
Weiner asintió con la cabeza.
—Le deseo buena suerte —dijo.
Suerte fue lo único que consiguió Martell del embajador, pero aun así se sintió agradecido. Los marcianos se mostraban fríos hacia los terráqueos y todo cuanto producían, incluidas las religiones. No odiaban a los terrestres, como aparentaban los venusinos de ambas castas; los marcianos no eran seres alterados cuyos lazos con el planeta madre eran tenues a lo sumo, sino que seguían siendo muy parecidos a los terrestres. Por otra parte, eran colonizadores duros y agresivos que sólo velaban por sus propios intereses. Hacían de intermediarios entre la Tierra y Venus porque les era beneficioso; aceptaban a los misioneros de la Tierra porque eran inofensivos. A su modo, eran tolerantes, pero reservados.
Martell salió de la embajada marciana y se puso al trabajo. Tenía dinero y energías. No podía contratar mano de obra venusina directamente, porque trabajar a las órdenes de un terráqueo constituiría una afrenta para cualquier venusino, incluso de casta inferior, pero sería posible contratar trabajadores por mediación de Weiner. Los marcianos, por descontado, recibirían una comisión por sus servicios.
Se contrataron hombres y se alzó una modesta capilla. Martell dispuso su diminuto reactor para que entrara en funcionamiento. Solo en la capilla, permaneció de pie en silencio mientras el Fuego Azul cobraba resplandeciente vida.
Martell no había perdido su capacidad de asombro. No era un místico, sino un hombre de mundo, pero la visión de la luz que brotaba del reactor sumergido en agua le fascinó, y cayó de rodillas, tocando su frente en un gesto de sumisión. No llevaba sus sentimientos religiosos al extremo de la idolatría, como los armonistas, pero intuía el poderío del movimiento al que había dedicado su vida.
El primer día, Martell sólo procedió a las ceremonias de consagración. El segundo, tercero y cuarto aguardó esperanzado a que algún miembro de la casta inferior experimentara la curiosidad suficiente para entrar en la capilla. No acudió ninguno.
Martell no se molestó en salir a la busca de fieles. Todavía no. Prefería que, a ser posible, sus conversos fueran voluntarios. La capilla siguió vacía. Al quinto día recibió una visita…, la de un ser parecido a una rana, de veinticinco centímetros de largo, la frente erizada de horribles cuernecillos y espinas de aspecto mortífero que brotaban de sus hombros. ¿Es que no había en ese planeta formas de vida desprovistas de armas o corazas?, se preguntó Martell. Empujó la rana con el pie para echarla afuera. El animal gruñó y trató de clavarle los cuernos en el pie. Martell se apartó a tiempo, interponiendo una silla. El cuerno izquierdo de la rana se clavó tres centímetros en la madera; cuando lo sacó, un fluido iridiscente resbaló por la pata de la silla, abriendo un surco en la madera. Martell jamás había sido atacado por una rana. Al segundo intento consiguió expulsarla sin sufrir ningún daño. Bonito planeta, pensó.
Al día siguiente, hubo una visita más alegre: Elwhit. Martell le reconoció; era uno de los chicos que teleportaban tierra en la parte trasera del recinto armonista. Apareció como por arte de magia.
—Tienes Hongos Dañinos aquí —dijo sin otros preámbulos.
—¿Eso es malo?